jueves, 31 de diciembre de 2015

EN MÁS DE UN VERANO

Algunas tardes las pasábamos con amigos de tertulias y cafés, con aspiraciones literarias y discusiones  políticas. Cafés y tabaco eran el combustible para mantenernos encendidos. Acudían los asiduos. Simpatizantes y militantes de asociaciones clandestinas y algunos invitados por primera vez. Temerosos de no cumplir con las expectativas; al segundo café ya están integrados y discutían con el grupo de asiduos como uno más.



El tema elegido para debate lo elegía el o la líder, aunque al poco rato se formaban grupos  y en cada uno se discutía, apasionadamente, de asuntos  más o menos relacionados con el asunto principal. Prevalecían  los que hablaban de conflictos locales, de los que afectaban al estado, incluso a Europa; la elección dependía de la gravedad de los acontecimientos y de lo actual. Podía ser desde un macrojuicio contra sindicalistas, el fusilamiento de los miembros de un grupo radical, la ejecución de un anarquista, el encarcelamiento y tortura de los más comprometidos, hasta el más importante por deseado, el magnicidio del vicepresidente, que ocupaba la discusión muchas tardes, nadie lo defendía moralmente pero todos lo aprobaban  cuando opinaban a solas.

Los conflictos de obreros y  estudiantes, por cotidianos, no eran noticia. Todos engordaban  las cifras de asistentes a las huelgas, a manifestaciones y alguno decía: “nos persiguen, cargan, tardan en dispersarnos, aguantamos y no detienen a nadie”. Si todo eso fuera cierto la dictadura habría caído en unos días, apostillaba el más incrédulo.

Dedicábamos tiempo a conocer a los autores: filósofos y revolucionarios que habían escrito sobre la redención de los explotados y los caminos para transformar el mundo. 
Necesitábamos una coartada cultural para argumentar la militancia y hacer proselitismo. Eramos aplicados en eso de aprendermos la jerga.

Leíamos a  Marx, Engels, Gramsci, Rosa de Luxemburgo…y a otros tantos, pero el nombre que marcaba las diferencias en el repertorio era el  Vladímir Ilich Uliánov. V.I. Lenin o simplemente Lenin. Había que aprender a soltarlo en cualquier intervención  —viniera o no al caso— para dar mayor rotundidad a los argumentos.

La edad y la ausencia de prejuicios nos convencían, nos sentíamos formados en política, dispuestos para celebrar mítines o presidir asambleas. Lo que leías, lo considerabas verdad inmutables por estar escrito sobre papel y la educación política era un gran paso para propiciar los enamoramientos.

Con algunos amigos de las tertulias y otros no tanto, íbamos a pasear uno de los  montes próximos a la ciudad. Ellos admitían  la reciente relación sin preguntar. Buscábamos la complicidad en los encuentros y las miradas furtivas dejaban de serlo.  La proximidad de la relación pasaba a ser cotidiana sin necesidad de explicaciones, la  relación era natural, nadie se preguntaba nada relacionado con los dos y todo el mundo la daba presentaciones y todo el mundo la daba por hecho.

Alguna tarde nos escabullíamos y nos alejábamos del grupo. Nos refugiábamos en la iontimidad
de la que tanto habíamos disfrutado. Los primeros descubrimientos de nuestros  cuerpos sumidos en la más absoluta sin vergüenza, los lugares que habían sido testigo de la desnudez de nuestros cuerpos y el resurgir de los sentimientos más puros, de nuestro primer amor.












¿Cómo explicar la plenitud de los momentos compartidos? Todo aparecía la vez: el pudor, el calor de la piel, el rubor y la sensibilidad de los primeros besos. Cuando los descubrimos  repetíamos una y otra vez hasta desear el siguiente. La culminación era entregarnos hasta sentir contacto de uno contra el otro; nos bastaba, no esperábamos nada más.



Sealed with a kiss - Raymond Leech


Las primeras lluvias anunciaban el fin del verano. No habría tertulias, ni cafes
Acaba el verano, vuelvo a otra ciudad con el equipaje para pasar tiempo en espera de nuevas sensaciones. Las experiencias políticas se pueden trasladar. Experimento un gran salto, gracias al entorno y a los  días vividos con ella.
¿Me asomo a la madurez? Al despedirme olvido dejo atrás lo más importante, el cariño desinteresado, los besos y el idilio. La decisión equivocada está tomada.

domingo, 13 de diciembre de 2015

VISITA A LISBOA


Abril de 1983. Por las calles proliferan los modelos masculinos con trajes de campaña y toques asilvestrados. Griterío en las calles. Para muchos, días de alegría. ¡Adiós, a los de siempre! En la Lisboa adoquinada desfilan inusuales guerreros de la paz. Lanzan piropos a la libertad.

De pie, en el café A BRASILEIRA, comento con Amália la sentencia de Pessoa. "Auxiliar a alguien, amiga mía, es considerarlo incapaz; y si no lo es, es suponerlo o convertirlo en tal” (El banquero anarquista).  Discutimos. Opino que la primera parte significa desprecio. Amalia disiente. “Toda la afirmación conduce a la tiranía”. La discusión se enmaraña. Ahora,  de la mano, nos concedemos la reconciliación. Los habituales desencuentros se zanjan con apasionamientos fugaces. Yo, con más fuerza. Ella lo imprescindible.

Las exaltaciones en las calles se amortiguan con la noche. Caminamos hasta el Chiado. Descubro una pensión sin pretensiones. En el cuarto, el sosiego y las sombras del silencio consienten impulsos sensuales. Me entrego sin condiciones. Busco su sonrisa. Mientras, Amália mira al techo. No encuentra a su amante. Fermín, camarero del A BRASILEIRA, irrumpe en la estancia. Yo, atónito.  Amália, le invita a pasar. A mí, a olvidarla.

Fermín  alterna la profesión de mozo del café, con la de proxeneta por las noches en el barrio de Mouraria.  Repeina los cabellos con la carda. Esconde la herramienta en el bolsillo trasero del pantalón, mientras apoya la espalda y un pie en la fachada mugrienta de una casa. Es responsable, junto al fado, de que no caiga. Protege a sus chicas. No las deja reposar. Vigila a los clientes y convence a Amália. Por las mañanas, las mujeres buscan a Fermín. Ella le espera. 










Un café de Lisboa (Josep Mª Cabruja)







Vuelvo años más tarde. En la habitación de un nuevo hotel, sobre la cama, me parece ver un ejemplar abierto de LA CORTESANA. Sarah Dunant. Fermín es el barman del hotel. Acostumbrado a manejar las manos como palabras. Dueño de la noche  me susurra. “Si no has amado, no has vivido”. Atónito  de nuevo, tomo en parte como un desprecio lo que en cierto modo es un reproche. ¡Quizás, todo vuelve a empezar! No parece igual. Me acerco al A BRASILEIRA.  Hay tanto  humo en el ambiente que apenas veo a Amália. Algo envejecida, es incapaz de permanecer en pie. Apenas se apoya en los recuerdos, pero me reconoce.


Fermín maltrata a Amalía hasta someterla. Ya no es la favorita. No le espera ¿Qué ocurre si aquella noche, al mirar al cielo, no encuentra nada? y ¿Si no permite la irrupción del camarero?  Hoy, nuestro amor incipiente pasea por las calles de la Mouraira. Ella busca mis manos para que no escapen los deseos. Yo, la mirada.  Por las ventanas abiertas, huyen los fados. Volvemos al A BRASILIA. En una de la mesas un ejemplar de Cien años de soledad. 


Javier Aragüés (Diciembre 2015)

domingo, 29 de noviembre de 2015

LA CONSULTA



En la agenda, subrayado en rojo. Doctora Blanco. Martes. Quince de marzo, a las cinco y media. Sin especificar el año. En la sala de espera, una señora –la de siempre- se come las uñas.  En la otra esquina, un  hombre de mediana edad con mirada al infinito. Resignado. Después me entero que ha perdido a su familia, mujer y dos hijos. Él no conducía.  Calculo que tengo que esperar al menos una hora.  Se oyen gritos en el despacho. Son de la doctora. “¡Vamos, y que no  quiere pagar!” Instintivamente me echo la mano al bolsillo de la americana. Me cacheo. Encuentro nada. Un sudor frio recorre la columna. Espero temeroso mi turno. ¿Cómo explicarlo?” ¡Sr. Del Olmo! Pase”. Me espera en la puerta del despacho, después de echar al  indefenso. Me tutea. Yo a ella, no. Con un gesto meloso  me invita a pasar.” 





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Jorge pasa y ponte cómodo”.  Como en otras ocasiones, me tumbo en el diván. Veo un diploma nuevo. “La universidad de Sodoma acredita a la doctora Marta Blanco como especialista en ninfomanía”.  Se abalanza sobre mí. Me separa las piernas. ¡Estoy aterrado!  Digo lo primero que se me ocurre. ¡“Le pagaré otro día”! Desabrocha los botonones. Introduce la mano. Hurga. Jadea. ¡Para esto no hace falta que vengas!



Javier Aragüés (Noviembre de 2015)
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viernes, 20 de noviembre de 2015

DE LAS PRIMERAS


Soy de las que opino que la plenitud de la vida de una mujer está en torno a los cuarenta, sin necesidad de estar acompañada. Los años anteriores son ilusiones. Intentos por sobrevivir. Los hombres, los supervivientes.

París vive tiempos difíciles. Se prodigan reflexiones y debates favorecidos por la Revolución en los salones disgregados por la ciudad. Las opiniones diversas. Los protagonistas, ellos.

Mi nombre es Etna Palm, soy holandesa de padre comerciante. El hecho de pertenecer a la burguesía, no impide que reciba una educación esmerada. En mi época de ilusiones, me caso a los diecinueve años. Mi matrimonio está doblemente maldito. Muere mi hija y al poco tiempo la convivencia con mi esposo. Christian Ferdinand me deja el apellido, sin pedírselo. Viajo por otras ciudades europeas para encontrarme, o volver a caer en el error. Me dirijo desde Lovaina a Delph. El carruaje hace una parada  obligada. Cambian los caballos. Engrasan los ejes. Chirrían desde hace horas. Los pasajeros también. Nos detenemos. Se escucha la calma acompañada del chapoteo de la intensa lluvia y la voz aguardentosa del cochero. “¡No continuamos! El camino está enfangado y hay espesa niebla. Mi vista también”. Antes de acostarme uno de los viajeros, apuesto y refinado me dice. “¿Quiere tomar una ginebra antes de retirase?” Acepto por cortesía. Parece inteligente e instruido. Karel Van Mander gesticula con amaneramientos. Delata su atracción por los hombres. Nos respetamos pesar de las preferencias. Promete presentarme en la alta sociedad holandesa. “Tengo muy buenos contactos” , apostilla con un guiño. Me ve como a su  hermana y busca complicidad. Satisfago su ego. Dadas las circunstancias es lo único que puedo hacer. Cumple su compromiso y conozco a personajes influyentes e influidos. Buscan en mí información sobre las intenciones militares de Francia. 
Con todo el bagaje vuelvo a París A mi regreso, (1773) me hago cortesana y espía. Las contrapartidas, mucho dinero y poder suficiente. Frecuento a la alta sociedad parisina. Estalla la revolución. Lucho sin limitaciones por los derechos de la mujer. En mi casa, próxima al Palais Royal, instalo mi propio salón de debates. Acuden literatos y políticos. Uno de los más prestigiosos de Paris. La Revolución permite participar en la creación de sociedades patrióticas. Instauro la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, exclusiva para mujeres.













Conozco a Marie Gouze a la que todos llaman Olympe de Gouges. La amistad con Marie me permite discutir sobre los derechos de la mujer y soportar las interpretaciones simples de nuestra relación. Entre Marie y yo, existe una complicidad política y otra disimulada. Ambas de la misma intensidad. Experimento que es más fácil compartir la ideología que el aposento. Nuestro enamoramiento se inicia cada tarde. Con el salón paralizado. Rompo el silencio. Ofrezco mis labios. Me aproximo a Marie. Tiene el escote desabrochado. Muestra su hombro que apoya sobre mis labios. Descubro la felicidad, desconocida hasta ahora. Me reconozco como amada, con capacidad de amar.
“¿Dónde están las mujeres?” Marie lanza un alegato en 1789. “ ¡Mujeres! ¿Cuándo romperemos las cadenas de la opresión masculina? ¡Obedecer y callarnos es la condena de un mundo gobernado por los hombres! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Siento la necesidad de difundir mis sentimientos. Rompo la cadena de la opresión. Amo a cualquier ciudadana.

El 30 de diciembre de 1790 pronuncio el Discurso ante la Asamblea Nacional sobre la injusticia de las leyes en favor de los hombres a expensas de las mujeres, todo un alegato feminista en favor de los derechos de las mujeres y su importante papel en la sociedad. Fuertes aplausos. En la tribuna, solo hombres. Marie me espera.


Javier Aragüés (noviembre de 2015)









domingo, 15 de noviembre de 2015

AUSENCIA INCONTROLABLE

Paco salió sin despedirse. No cogió la gabardina, ni el portafolios, solo una foto de su hijo. Le faltaba afecto y le sobraba sometimiento. Los días con Leonor tocaban el límite de la paciencia. No le dejaba ver a su hijo, lo único que le amarraba al dique de la ternura. Leonor era la mujer que se adelantaba  a su tiempo. Licenciada en derecho mientras sus contemporáneas cosían. Trabajaba  más horas de las reglamentarias. Salía tarde. Le dedicaba poco tiempo a Daniel. Paco, según ella,  no lo necesitaba. Los retrasos y las ausencias se acentúaban. Las excusas se incorporaban a lo cotidiano. Aparecía la duda. ¿Además de su adicción al trabajo, la tenía  al desamor? 
Los silencios entre Leonor y Paco eran cada vez más frecuentes. Ella los sustituía tarareando en el aseo las canciones de Lucho Gatica (El Reloj) y la imborrable (Ansiedad), de Nat King Cole, mientras se pintaba y remarcaba los labios carnosos a lo Marilyn, además añadía un perfume pulverizado entre las piernas. Paco intuía que la preparación de este pleito sobrepasaba los tiempos de espera. Cada día, cuando se marchaba a trabajar, aprovechaba los escasos minutos para estar con Daniel hasta que  llamaban al timbre, era Catalina, la persona que hacía las tareas domésticas, vestía al niño, le acompañaba al colegio y estaba  con él todo el día.




En homernaje a todos los amantes de la libertad. (14 de noviembre de 2015)





Mi huida de casa no fue fácil. Era comercial y trabajaba a comisión. Leonor me exigía visitas y más visitas; me obligaba entregárle lo poco que ganaba. Ella trabaja en un reconocido bufete con buenos clientes y  alta remuneración. Justificaba el abandono del hogar por mi afición enfermiza al juego. Sin hogar, mis escasas posibilidades económicas me obligaron a refugiarme en una pensión oscura junto al puerto. A unas cuantas travesías había un garito clandestino al que acudían miembros de la alta y mediana sociedad. Apostaban y jugaban los ricachones sin escrúpulos rodeados de su corte y las meretrices. Leonor salía  de madrugada acompañada de un hombre grueso, con un habano entre los labios babosos y chaleco angosto. Subían a un taxi que conocía el itinerario. 

Me acerqué al que parecía ser el portero del salón.

-¿La señorita del taxi suele venir con frecuencia?

-Casi todas las noches -responde, sin sacar las manos de los bolsillos.

Provoqué varios encuentros. Tenía la costumbre de acudir antes de que abriera  el local para fumar un cigarrillo con el portero.

-Ramón, ¿A la señorita del taxi le gusta jugar?

-La señorita Leonor transforma la mirada, pierda o gane. No le importan los hombres. Los quiere a su lado para que paguen las deudas del juego y consientan que se lleve todo lo que gane.

- ¿A cambio de qué? 

-No lo sé. Lo supongo.

Confirmaba  mi sospecha. Leonor proyectaba su ludopatía y hacía creer a amigos y familiares que el enfermo era yo. No imaginaba hasta donde podía llegar la sombra de Leonor. Se lo gastaba todo jugando. Al final de de mes, siempre la misma frase “¿No tienes más dinero? Eres un perdedor". El desenlace fue inevitable 

Estaba derrumbado. Tirado en la cama de una habitación oscura y húmeda, de mi triste hospedaje. La presidía un solo espejo de azogue desgastado. No me reconocía. ¿Era una variedad de  Gregor Samsa? ¿Quién me podía ayudar a no ser un gusano?

Los años pasaban. La vida de vagabundo desgastaba. No tenía esperanza de volver a ser Paco. Tumbado en el banco de un parque cualquiera, somnoliento, una voz me despertaba. "¡Padre, soy Daniel! Me fui de casa (me echó). Mi madre se sentía acorralada y descubierta. Te buscaba desde hace años". 
Teníamos tiempo y mucho de qué hablar"



Javier Aragüés (noviembre de 2015)






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domingo, 8 de noviembre de 2015

A INDIOS Y AMERICANOS


Todos los jueves por la tarde, si no había “cole”, jugábamos  en el trastero de mi casa. El juego siempre tenía los mismos personajes, con distinto guión. Se preparaba sobre la marcha. Jugábamos a “indios y americanos”. Repartíamos los “indios”, genérico con el que se conocía a las figuritas de cualquiera de los bandos. Eran de plástico, poco o nada flexible y monocromas. Todas tenían el pie deformado por las rebabas de fabricación. Las poníamos en un montón en el centro de la habitación. Uno de los dos cogía en cada mano  -ahora si- un indio y un americano. Cerraba los puños y los llevaba a  la espalda. Cuando Toñín elegía, yo hacía el gesto de moverlas de una mano a otra, por detrás, para engañarle. Cuándo me tocaba a mí, él iniciaba la misma ceremonia.  “¿Cuál quieres?”,  me decía con las manos extendidas. Yo ponía cara interesante ante la cuestión y contestaba. "Ésta". Conocíamos tanto los gestos que siempre elegíamos la preferida. A veces, si la duda sobrepasaba el tiempo razonable para tomar la decisión, nos ayudábamos. En mi caso, le indicaba a Toñín cuál era, con un movimiento de cabeza a la izquierda o derecha y él a mí, con un guiño de cualquiera de los ojos.  No era menos importante saber quíen defendía el fuerte, que se adjudicaba, por supuesto, al azar.  















Hecho el reparto, el siguiente paso era  situar en posición a los indios y americanos. Había unos de varios colores, más caros y flexibles que Toñín protegía. Yo le decía “¿Me dejas tus soldados de uniforme?” Si Toñín no estaba dispuesto, hacía que no me oía.


Todos los jueves al acostarme me preguntaba.”¿Por qué entre tantos indios y americanos, no está"la chica" del sheriff, ni la novia del oficial yanqui, ni la mujer del coronel del fuerte?  “En las películas del Oeste no faltaban estos personajes. No digamos entre los indios, peor lo tenían. Solo pensaban en luchar. Despiadados, con pinturas de guerra, arcos y flechas y un gran jefe. “Jerónimo”. Tenía muchos hijos. Toro sentado. Nido de buitre. Ojo de buey. Julai de la pradera y muchos más. Todos parecían solteros, sin intención de dejar de serlo y preparados para la guerra. ¿Dónde estaban las mujeres, las indias del poblado? No se las veía. ¿Estarían dentro de la tiendas? (Por cierto, cuando crecí aprendí que se llamaban tipis.) Ni rastro. No había mujeres indias, ni americanas. Para mí, lo peor de todo es que con todas estas limitaciones no podía dar entrada en el juego a “la chica”. Debía ser rubia y mujer del teniente yanqui. Todo lo imaginaba al margen de Toñín. 
Desde la claraboya, veía con dificultad a Mari Carmen, mi vecina. Se apoyaba en la ventana de su dormitorio con un libro en sus manos. Jamás habíamos intercambiado palabra. Una mañana al salir de casa para ir al colegio coincidimos. Mari Carmen esbozó una sonrisa que interpreté como un adelante en mis deseos. La invité a jugar los jueves. No falló desde aquel día. Una tarde no vino. Toñín se extrañó.







-       - ¿Sabes Por qué no viene Mari Carmen?

-   Hoy no puede. Se ha quedado en el poblado a jugar a “papás y mamás”. Quiero terminar pronto. Tengo que ir a cenar con ella y nuestros hijos.

-   ¿Cómo? No me has dicho nada

-    Mientras tú matas indios desde el fuerte, con tus ¡Pun, Pun! y ¡Bang! ¡Bang! No escuchas. Pasó el tiempo. Un jueves por la tarde, Toñín se presentó semidesnudo, con taparrabos. Dejó el arco y las flechas a la entrada. Agitado, pidió a Mari Carmen que le presentara una amiga del poblado. Mari Carmen accedió. Toñin y su pareja marcharon juntos a otra reserva india. Pasadas varias lunas un guerrero nos visitó.

“Gran jefe Toñín Despabilado firma la paz con casacas azules. Venir a su tipi."

Mari Carmen y yo seguimos jugando a "papás y mamás" en mi trastero.






Javier Aragüés (Noviembre 2015)

lunes, 2 de noviembre de 2015

LA ARQUILLA MODIFICADA

La revolución consiste en amar a un hombre que no existe todavía. 
Pero el que ama a un ser vivo, si ama de veras, no puede aceptar el morir más que por aquel.

Azorín


Guardo las conchas, brazos de estrellas, los cierres de las latas de cerveza y otros cachivaches. Todos caben en un bote de cristal. Intento guardar los recuerdos pero se escapan. Tampoco caben las miradas. Las pequeñas caracolas conservan el ronroneo de las olas y el olor a mar.

El gobierno no facilita las necesidades básicas de la población. No deja dibujar, ni practicar sexo. A mí tampoco. Nadie cree las imposturas. Una ordenanza me lleva a patrullar por la noche, pese a mis convicciones. Camino con el pelotón por medio de una calle. Escapo del fuego cruzado de insultos de los manifestantes.  No cesa. La sublevación se anuncia desde hace años. Me identifico con la resistencia. Deserto y disparo contra los defensores del desamor y la ignorancia. Continúa el combate, yo peleo hasta que la rutina supera mi voluntad. En una tregua consigo  cicatrizar las heridas que producen  los discursos. Busco entre los cachivaches arrinconados en el bote. Los aplico a las lesiones. No bastan. Me pongo a soñar. Recuerdo una estrofa de un verso mal aprendido.










… adivinar un poema
que nunca escribió nadie
a la noche.  La  que hizo dios
para que el hombre la gane
y camine por un sueño
como si fuera una calle.




Tengo muchas cosas para saturar mi bote de cristal. No caben. También, miedo a que se rompa y se agote el tiempo para ordenarlas. Unas, las que almaceno con la edad. Otras, más recientes, de las que no me puedo desprender. La foto que me da Zoe al despedirnos cuando voy al frente. 








Mejor construir una arquilla a medida del significado de cada elemento y  repensar  mi vida desde el inicio.  El trompo al que enrollaba la cuerda sin conseguir la confesión de amor. La llave oxidada y sin dientes que no abría corazones. El mensaje de la lisiada sobre un trozo de papel que nadie estaba dispuesto a recibir. Una cerilla apagada, testigo de conversaciones entre humo. La anilla de plástico de cualquier “pack” de bebidas, compromiso de una pareja de muy  jóvenes bien intencionados. Un lapicero gastado que no puede escribir más versos. Una goma de borrar desperdiciada en cuadernos de caligrafía de escolares obtusos. Un sobre, con matasellos  de la República,  devuelto  por  “DESCONOCIDO EN ESTA DIRECCIÓN”. 

Una mariposa con alas polvorientas lista para volar y, varios clips que no sujetan deseos. Y el más importante para mí,  el gesto de complicidad cuando invito a Zoe a pasear por la noche, para ganarla y caminar por nuestros sueños... Por nuestra calle, que nunca olvido.



Javier Aragüés (Noviembre 2015)

viernes, 30 de octubre de 2015

LOS ACORDEONES DEL METRO

“Si Hamlet hubiese sido capaz de reírse después de haber planteado la pregunta por el ser, la cuestión se habría disuelto”.

 Chantal Maillard

A García Márquez

Al final todo el mundo estaba de acuerdo en que era un problema. Tras quince días de exámenes minuciosos las pruebas eran indiscutibles: justo cuando el tren del suburbano se detenía en Ópera una nube de acordeones plateados salía de todos los vagones….de todos, menos del que estaba en el centro del convoy.


La brigada de expertos prefirió investigar durante un día normal. Los siete del equipo subieron al metro en Cuatro Caminos poco antes de las seis y media de la tarde. Uno a uno se apostaron al fondo de cada vagón, repleto a esa hora de personal que regresaba del trabajo, iba a buscar a los niños al colegio o simplemente quería dar un garbeo por El Corte Inglés. A la altura de la estación de Canal, dos acordeonistas de aspecto polaco entraron en el último coche. No llevaban amplificador eléctrico y comenzaron la interpretación de unas danzas húngaras que sorprendió a la gente. Repitieron la actuación a la altura de Quevedo, pero esta vez prefirieron tocar el Tico-tico, que, aunque más ligero, resultaba más espectacular. Para San Bernardo, los vagones primero, segundo y tercero ya tenían músicos. Tres dúos, todos con acordeón, y luego un violín, una guitarra y una trompeta. Con piezas diferentes, el tren sonaba a gloria. En Noviciado, el trompetista y su compañero se fueron al último vagón a repetir el largo de Haendel mientras su lugar lo ocupaba un acordeonista rumano, gordo, de piel oscura y bigote abundante. Interpretaba muy bien los tangos y por sus requiebros retrechados y cachondones parecía auténticamente porteño. Lástima, pensó el inspector jefe de la brigada, parece que quiebra el fuelle para enterrar una amargura insobornable. Santo Domingo sólo acogió a otro dúo de acordeones grandes, con los remaches plateados relucientes, ¡dos Hoffner de 42 teclas, cachas repujadas en las botoneras y cantos metálicos en cada pliegue! La gente imaginó que acometerían un vals...quizá de Strauss. Un acordeón joven, fino y enteco, se asomó al cuarto vagón, el del medio. El inspector correspondiente le vio vacilar, contraer el gesto y alejarse a toda prisa camino del enlace con la línea 1. El funcionario giró rápido la cabeza, intentó escrutar todos los rincones del vagón y anotar cualquier novedad. Sólo alcanzó a observar que la gente había enmudecido y que quizás también la música de los otros trenes estaba más atenuada. No tuvo tiempo a ordenar sus pensamientos: en la estación de Opera, el andén estalló en acordes gloriosos mientras el tren vomitaba y vomitaba acordeones, una bandada de mariposas que extendía y contraía sus alas-fuelles entre una nube de violines, guitarras y trompetas que revoloteaba atrapando melodías, iniciando fugas y coincidiendo en contrapuntos obscenos.

Del vagón del medio no surgió un solo acordeón.

Los investigadores decidieron cambiar la estrategia. Al día siguiente, seis inspectores se quedaron en el vagón misterioso mientras el jefe de la brigadilla recorría todo el convoy, cambiando de coche en cada estación. Se mantuvo la hora de la patrulla, pero se realizó en sentido inverso.

Enseguida, en Ventas, aparecieron varios músicos en el primer coche. El inspector jefe, un viejo funcionario serio y escéptico, disfrutó de un pasodoble. Se descubrió tatareando por lo bajinis el Gato Montés y corriendo a cambiar de vagón en Manuel Becerra para poder escuchar otra gran versión de Manolete. En Goya casi perdió el tren, absorto en su audición. Atinó a pasar al tercer vagón, a la vez que entraban un saxofonista y un nuevo acordeón. Sonaban bien, aunque los acordes estridentes y sincopados del jazz-tango nunca le habían calado demasiado... En Príncipe de Vergara, ya en el quinto vagón, se sintió muy a gusto. Aquella chica que tocaba sola, largos cabellos pelirrojos, piel de nácar y grandes ojos verdes... Era eslava, seguro. Le miró, él la miró. Sonrió, ella sonrió. Retiro. Vivaldi...Me llamo Irina... ¡Se lo había susurrado!  Cambiaba al sexto vagón en Banco y el inspector la seguía, imaginando despertares dulces y crepúsculos apasionados... ¡Oh, los compositores rusos...! Miró al resto del vagón y tuvo el extraño presentimiento de viajar en el tren del amor. Irina...la llamaría Irene. Al resto del personal no parecía importarle. Al fondo, una veinteañera aprovechaba para calentarse el ombligo desnudo contra el torso esculpido de un rostro joven esbozado entre dos grandes patillas. La madurita junto a la puerta se dejaba achuchar por un oficinista Cortefiel y un “fonta” bajito y fornido se las ingeniaba para elogiar la pechuga de una señora de escote-canalillo que levantaba displicente la cabeza, el abanico y las esclavas de oro. El inspector pensó que los que mejor aprovechaban aquella música eran un par de jubilados sentados al fondo, de sonrisa plácida y manos entrelazadas...



Persiguiendo a Irina camino del séptimo tren en la estación de Sevilla descubrió que la situación amorosa había invadido todo el convoy .menos el vagón central. En Sol se sintió radiante. Irina le dedicó lo mejor de su repertorio… el preludio-fuga de Bach. El inspector jefe notó un escalofrío que le sacudió vísceras que nunca hubiera imaginado tener mientras su corazón se estremecía en pálpitos rápidos y dodecafónicos.




La placa roja y azul de Ópera le enfrió la cabeza. Irina cambiaba de vagón. Corrió tras ella hacia el cuarto coche mientras apartaba acordeones plateados que enjambraban por los rincones de la estación entre estallidos de música. Las puertas abiertas del coche maldito respiraban un aire quedo y triste. Irina fijó la vista en un joven rubio de semblante vacío y ojos ausentes. Sentado junto a la puerta escondía entre las manos un dolor antiguo y un acordeón rojizo de cantos dorados. Ella dudó en entrar, crispó los dedos sobre las teclas mudas y de su boca pálida sólo se oyó un quejido:

-    “Sacha…”
-         “Irina, ¡quería tocar como tú te merecías…, no pude!”

El inspector atinó a comprender mientras sus seis colegas sacaban a empellones al músico acongojado. Nunca supo qué le impresionó más; si las lágrimas en los ojos de Irina o el desprecio atroz y certero de aquella otra mujer que gritó:

-         “¡¡Idiota!! …¡no ves que ella siempre te ha querido…!

***











No fue fácil convencer a los otros inspectores pero era imposible que aquel ser frágil y amedrentado fuera la causa de un vagón tan profundamente contaminado de amargura. Mejor dejarle marchar y que se fuera a curar su melancolía a San Petersburgo. La investigación debía seguir. El inspector jefe la acometería personalmente con la ayuda de un músico profesional. Conocía uno muy capaz. Se dedicaría el tiempo que hiciera falta…las veinticuatro horas…habría que dormir en los vagones…sería difícil pasar por casa… no importaba…Era su deber investigar todo lo que fuera necesario.

Entre carcajadas, el inspector jefe llegó a asegurar que en pocas semanas aquel vagón rebosaría felicidad…aunque él nunca pudiera llegar a tocar en un acordeón otra cosa que la Chocolatera…

A casi nadie convenció la solución. Todavía hay quien defiende que no se debe permitir tocar música en la línea dos del metro de Madrid. Otros han llegado a decir que el tren no debería parar nunca en Ópera.





Mariano Molina (Octubre 2015)



lunes, 26 de octubre de 2015

UN COMPAÑERO Y A PESAR DE TODO AMIGO




Micorrelato. COMPAÑERO Y A PESAR DE TODO AMIGO


Nos conocimos en la universidad y asistimos a la misma aula. Ella –Alicia-  preparaba las clases cómo si le fuera la vida en ello, aunque lo que quería evitar era la mirada inquisidora de aquel compañero  cuando balbuceaba ante una pregunta imprevista del profesor. Nunca faltaba, sentada en la primera fila, cruzada de piernas, o no, con la falda recogida lo suficiente para distraer la mirada de don Ernesto Cienfuegos y de Guevara, profesor de matemáticas, Grande de España y al que llamábamos Mr.x. por su caracter voluble y casquivano. Solo la presencia de Alicia provocaba la metástasis que se extendía entre otros compañeros. Mr.x tenía que hacer grandes esfuerzos para continuar la explicación y disimular la hinchazón bajo su pantalón. Cuanto la falda era más corta y el día más primaveral, se pavoneaba  del  porqué del  título de Grande, en contraposición con su envergadura. Reafirmaba su ego con un hilo de voz inusual en estos discursos que contrastaba con su género. De poco le servía ante todos nosotros y menos ante Alicia.

Mi compañero Andrés quería ser médico especialista en ginecología y obstetricia para asegurarse los reconocimientos sociales y disfrutar, sin impedimentos, su inconfesable desviación sexual, el voyeurismo. A la vez que ironizaba, aseveraba, "tendré satisfechas mis aspiraciones profesionales y resuelto el conflicto entre  sexo y oficio".








Andrés, voyeur sempiternose le acercaba  entre clases, con la
excusa de tener dudas sobre las explicaciones de Mr.x. En las distancias cortas era más peligroso. Con la mirada, se paseaba por el cuello de cisne que arrancaba de la nuca  de Alicia. La imaginaba lubricada deslizándos, sobre mi cuerpo. Mi compañera no pódia 
ponerse vestidos que remarcaran los senos emergentes, compatibles con su edad y exhibir sin temor sus piernas de impala. Sentía temor cuando Andrés se acercaba al grupo. Su rostro reflejaba el deseo de restregarse con su pecho como si fuera una eventualidad. Alicia no olvidaba  sus sensaciones y me lo explicaba delante de una taza café.
Una y otra vez Andrés repetía el recurso justificando su presencia. Alicia se apartaba, temía que el reflejo de sus facciones anunciaran las acometidas. Andrés buscaba su cuerpo con vehemencia. Alicia me confesaba sus temores y  sentimientos. Nos convertimos en algo más qué compañeros. Dejó de asistir a algunas clases en contra de su voluntad, los días que se sentía más debil para soportar las posibles acometidas de Andrés. Ella me esperaba en un café próximo a la facultad, para comentar la clase, intercambiar apuntes y conocer el estado de agitación de Andrés. Yo me deleitaba con los encuentros, hasta imaginar a Alicia entregada. No lo manifestaba, por miedo a perderla. Andrés repetía la actuación. No sólo acosaba a Alicia, también al resto de las compañeras. Fue expedientado y obligado a dejar la universidad. Ya no tenía excusa para justificar las citas. No sabía si ella seguía con sus espejismos. La invité en sucesivas ocasiones al cine, a la salida y en otros cafés comentábamos la película. Ella como intetelectual y yo sufriendo mi desconocimiento para analizar cada cinta. Harto del esfuerzo reconocí mi limitación y la pedí ayuda. Desde que me sinceré, me sentí cómodo, e iniciamos una relación sin limitaciones. Alicia accedió a mi petición y a la de ponerse los vestidos que excitaban a Andrés. Los juegos eróticos se iniciaron con aproximaciones en una esquina del dormitorio. Los dos, semidesnudos, nos entregábamos a mis fantasias. Al culminar los orgasmos ella relajada, me besaba y yo no dejába de pensar lo fácil que me lo había puesto Andrés.


                                   Javier Aragüés (Octubre de 2015)

martes, 6 de octubre de 2015

DESPEDIDA




 Aunque jamás había estado en prisión, hubiese preferido que los olores a letrina,  del catre y de la manta, no resumieran los de todos los que habían pasado por aquella celda. Semidesnudo, involuntariamente, apoyé mi espalda en los barrotes. El escalofrío inesperado suprimió todas las sensaciones. El cierre sincrónico  y el chirrido de las aldabas de la hilera de calabozos quedaron amortiguadospor los cuchicheos de los agentes. Yo no había apagado  la luz cuando el grito del funcionario retumbó en mis oídos.
 -¡¡¡ Salvador, a qué esperas!!!-dijo.



 Esccucha...




Sin pensarlo y atemorizado busqué el cordón mugriento unido al casquillo de la tulipa de la única lámpara y luz leve iluminaba el calabozo. Solo tenía un pequeño trozo de papel, superviviente de la brutal detención y un pedazo  de lápiz del que asomaba una mínima punta roma. Sentí alivio, eran los únicos nexos con el exterior para poder despedirme de manera escueta y civilizada de mis seres más queridos. Por un momento ellos paseaban por mis retinas y cruzábamos las miradas, en silencio y con el atisbo de amor del que éramos cómplices.

-Para Joaquim, Carme, Merçona, Montse e Immaculada.Ya poco os puedo decir, dentro de unas horas sentiré de nuevo el escalofrío definitivo de la muerte apoyado en mi cuello. No me arrepiento de lo que la vida me ha consentido. Vuestro hermano que no os olvida”. Salvador


Javier Aragüés (Octubre de 2015)