martes, 19 de febrero de 2019

LA DUDA





  

En la ría de Pontevedra hay un viejo caserón de piedra junto a un hórreo y a un pequeño prado; está aislado y a unos kilómetros del Grove. Es un antiguo secadero de bacalao habilitado como residencia; se ven restos de palos y planchas para orear el pescado. Dos amigas charlan en su interior junto al fuego de una chimenea.

—Noelia, tú porque estás acostumbrada. Yo no podría estar aquí sola.

—¿Por qué? No lo entiendo. Es un lugar tranquilo. Yo vengo a menudo. Me relaja, puedo pensar y descanso.  

— ¡Después de lo que pasaste con Estevo! —suspiró la amiga.

—Reconozco que esta casa es mi refugio. Cuando sucedió aquello, no quería ver a nadie, solo estar sola mientras intentaba rehacerme. Si te pasara algo así, tú también lo harías.

—Quizás, porque no somos tan diferentes; ante  situaciones límites nuestras reacciones son parecidas.

—Para mí fue un golpe, un desenlace tan inesperado, difícil de asimilar. Muchas noches pensaba en Estevo y sigo pensando si se suicidó o fue un accidente. 

—Noelia, debes olvidar todo eso.

—Tengo su imagen en la mente. Después de que el mar lo devolviera a la playa con el cuerpo  destrozado y aquel rostro irreconocible. Lo que pasó, nunca quedó claro. 

— ¿Por qué dudas? Confirmaron que estaba en el mirador del acantilado; iba hasta allí casi todas las tardes. Perdió el conocimiento, cayó al vacío y su cuerpo se destrozó contra las rompientes. 

— Eso fue lo que dijeron. Yo nunca lo acepté. No me he acostumbrado a estar sin él. Tú le conocías muy bien. Pasabais mucho tiempo juntos; a mi molestaba que tuviera tanto interés por ti, hasta llegué a pensar que... 

La amiga no la deja continuar; empieza a hablar.

—Desde luego Noelia. Para mí era algo más que un gran amigo. Lo sentí como si fuera un hermano. No sigas pensando eso. Te estás 
destrozando.

— Cuando quieras a alguien como yo quería a Estevo, lo podrás entender.


Las dos salen de la casa; Noelia mira a la ría, suspira y dan un paseo por la orilla hasta el camino del acantilado. Inician la subida. 
El mar está bravo. 


—Pensar que cuando llegó aquí todavía estaba con vida.

—Noelia, te atormentas sin necesidad, ya pasó todo. 

Largo silencio, roto por los embates de las olas. 
Caminan hasta el mirador, Noelia siempre por delante de su amiga hasta que llegan a la balaustrada; las dos se aproximan para ver el mar. La joven se queda rígida y Noelia la ayuda a acercarse, ella no se opone; la coge de las manos, la abraza y la mira; Noelia sonríe y de un fuerte tirón la lanza al vacío. 

Noelia vuelve sola al caserón.








Amanece un nuevo día. A las once dela mañana llaman a la puerta. Noelia abre.

— Hugo ¡Qué alegría! —se dan un beso—.
Aunque disfruto de la tranquilidad y de la ría, te esperaba; a veces me siento demasiado sola.

—Sabes que siempre puedes contar conmigo. Si quisieras, podríamos vivir juntos.

Noelia no contesta, se gira y entra en la casa,  Hugo, indeciso, la sigue, le invita a sentarse en un sillón próximo al fuego, mientras ella prepara algo en la cocina.

Pasan las horas y siguen hablando hasta que comienza a anochecer. 

—¿Damos un paseo por la ría para despejarnos?


—Como quieras. Estoy aquí para complacerte. 

—Lo sé. Por eso te he llamado.

Es una noche cerrada. Llevan más de una hora caminando hasta que Noelia se detiene, y sujeta por el brazo a Hugo.


— ¿Ves aquella sombra? —la joven señala un bulto indefinido— ¿Qué podrá ser?

—No veo bien. Desde aquí, no sé qué decirte.

—Acércate —ella se adelanta.

Se descalzan y caminan con dificultad hacia el agua. La ropa se impregna de humedad y salitre, los pies se hunden en la arena. Siguen avanzando. Ven el perfil de una silueta. 

— Mira Hugo, parece el cuerpo de una persona —asegura con rotundidad.

—¿Cómo lo sabes?

Unos dedos asoman entre la arena. La chica da un paso adelante, se agacha desentierra la mano; la sujeta por la muñeca y comprueba que está inerte. Le toma el pulso mirando al joven.

— ¿Es una mujer?

—La mano es de mujer. Hugo no des ni un paso. Está muerta. 

Ella saca el móvil del bolsillo trasero de su vaquero. 

— ¿Policía? ¿Policía? Hemos encontrado el cuerpo de una mujer sin vida. Estamos en la playa en la ría, junto a la orilla.

Se oye el batir del mar

—Noelia, se me está haciendo eterno. ¿Cómo pueden tardar tanto?

—No pasa el tiempo porque estás asustado.

—¿Y tú no? 


Hugo mira el reloj con insistencia. Pasan más de veinte minutos desde la llamada de Noelia. 

Por uno de las orillas de la ría resuenan las sirenas. Asoman una ambulancia y dos todoterrenos que se acercan a gran velocidad. 
Luces intermitentes azules y amarillas se reflejan en el agua. Los vehículos se detienen junto al cuerpo. Descienden los ocupantes y se forman dos grupos: uno en torno al cadáver, y el otro más reducido, en el que están la pareja de jóvenes junto a dos policías de paisano y un médico. Al amanecer no hay rastro del incidente.

Los periódicos y los programas informativos difunden la noticia.


“APARECE EL CUERPO DE UNA MUJER A ORILLAS DE LA RÍA”


El cuerpo de la mujer está destrozado y el rostro irreconocible. Se desconocen la identidad de la mujer y las causas de la muerte aunque se barajan distintas hipótesis, entre ellas el suicidio. El juez de instrucción ha decretado el secreto del sumario.



Javier Aragüés Puebla (febrero de 2019)

miércoles, 13 de febrero de 2019

DAVID DREAMER


Todos los miércoles, a media tarde, David Dreamer acostumbraba a salir de casa; después de unos minutos caminando, se sentaba a soñar. Tenía el privilegio de poder elegir los sueños, y con la pérdida del sentido de la realidad sufría una especie de licantropía.

Cada miércoles se aseguraba de sus privilegios; comprobaba si poseía esas facultades y se planteaba retos. ¿Sería capaz, si los días eran grises y fríos, de imaginar una vieja mansión, y entorno a una gran chimenea, disfrutar de una conversación tranquila con un grupo de amigos? o ¿Preferiría controlar los vientos huracanados y arrasarla calma? Hasta el momento se sentía capaz de todo. Ante cualquier situación que imaginaba, se complacía, porque lo vivía como un sueño y podía diseñarlo; en su mente repetía. "Si el sueño no me gusta, me levanto, dejo de soñar y cambio de alucinación".

Así cada miércoles. Tenía sueños tristes, alegres, en tonos blancos y negros, incluso grises, como la vida misma. Podía elegir los sueños vivos, con colorido; aunque de vez en cuando no le desagradaría soñar en blanco y negro, porque si las pesadillas eran angustiosas, eran más realistas". 

Vivía en una casi permanente alteración de la consciencia, dominado por el onirismo y las fantasías, como alucinaciones intensas. Se provocaba el cansancio, hasta caer extenuado y así escapaba de lo incuestionable.







Ese miércoles, cuando paseaba por un parque, vio a una pareja junto a un viejo roble se besaba con delirio; se acercó con discreción. No podía controlar un gesto de asombro acompañado de dudas. ¿Vivía la realidad o era otra de sus fantasías? Pensó en el beso: “los labios no se despegaban, era una aproximación prolongada y cuando los enamorados parecían despedirse, sellaban sus ribetes de amor y empezaban de nuevo”. Para David ese beso no era comparable al de sus sueños. Le parecía que perdía sus poderes, o al menos en parte. Podía controlar los contornos y las formas de las imágenes, pero se disipaban los sentimientos. 

David, abatido por la pérdida de percepción, se consolaba mirando las flores de un jardín exuberante; pero una sonrisa se dibujó en su frente, era una señal de lucidez. Un nuevo olor se apoderó de él. Lo reconoció. Era intenso y excitante. Levitaba en el cuello de la mujer que había besado por primera vez. Se giró y Arlie estaba junto a él. Sintió como si en su cuerpo emergiera un aluvión incontrolado de ternura que envolvía a la mujer. Arlie Desired había sido su único amor y no se veían desde su primer beso; aunque él, sin permiso, la había puesto más de una vez en sus sueños, que terminaban con Arlie difuminada entre sus brazos.

David debía de a estar soñando; no iba a despertarse o malograría despertarse e despertarse o malograría. Prefirió acercarse con sumo cuidado para no perderla. Él extendió su brazo hasta alcanzar el de Arlie. Juntaron sus manos, después los labios y se fundieron en un deseo.

David no estaba soñando, había perdido todos sus privilegios.
                                                                                       


Javier Aragüés Puebla (febrero 2019)


miércoles, 6 de febrero de 2019

LA CONDESA - DUQUESA

Desde el 10 de enero de 1810, todos los días se veía en los jardines de una mansión señorial de Madrid a Elvira, con su delantal y una disimulada cofia. El palacete estaba situado en la Cuesta de la Vega, junto al Palacio Real. Ella encendía todas las velas de los pomposos candelabros que esparcían sus destellos por los salones y recovecos de la casa, casi siempre ocupada por invitados. 

En el palacete destacaban los grandes ventanales envueltos por cortinones burdeos, abrochados con cordones trenzados que remataban en borlas de filigranas doradas. Los lienzos arropaban los majestuosos salones barrocos donde cada tarde debatían los convidados. 

Había una placa de mármol en el vestíbulo. 





PALACETE CONSTRUIDO EN 1784 por

Doña María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel 


Condesa-Duquesa de Benavente


Elvira era la única persona de la servidumbre que aunque mal, podía leer. Al dirigirse a la señora, intentaba pronunciar el nombre completo, lo que le resultaba imposible e irritaba a la condesa; cuando estaba a solas con Elvira la reprendía.


—¡Elvira, basta ya! Debe dirigirse a mí como señora condesa, con eso es suficiente,

—Como diga la señora condesa — asentía Elvira asustada.



María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel,
condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Osuna.

Pintor Francisco de Goya
 


La c
ondesa era viuda de don Pedro de Alcántara Téllez - Girón y Pacheco, IX Duque de Osuna. Había heredado una fortuna considerable e  innumerables títulos nobiliarios, pero no había conseguido desprenderse del desprecio a los que consideraba sus lacayos. A pesar de todo, Elvira se había convertido en la doncella de confianza de la señora condesa.




En los mentideros de la corte de Carlos IV, "la condesa"  —como se la llamaba con cariño — era conocida por la atención y por la perceptibilidad 
que expresaba con sus convidados. También decían que estaba considerada como una de las damas más conspicuas de la nobleza española por dedicar toda su vida a la protección de las artes y en particular, de la pintura y del pintor Francisco de Goya. Todos estos rumores, opiniones y chismorreos iban acompañados de una voz unánime: "¡Qué poco agraciada es la señora condesa!", que sin duda había llegado a sus oídos.

Todas las tardes acudían a la mansión muchas personas destacadas de la corte: aristócratas   políticos, intelectuales e incluso toreros. Por supuesto no podía faltar don Francisco de Goya, pintor del rey. Las tertulias se prolongaban hasta la madrugada.

Con motivo de un encargo al pintor, la condesa daba instrucciones a Elvira de cómo debía comportarse.

—Elvira, don Francisco por lo que vendrá a menudo; le he encargado una pintura que represente a toda la familia.  Para que pueda pintar a mi marido utilizará como modelo un retrato del Duque de Osuna, el cuadro que está en el salón de caza. Quiero que le atienda usted en persona. Cuando se vaya, me avisa.

—Como diga la señora condesa — asentía inclinando varias veces la cabeza.


El día que acabó el cuadro, don Francisco le explicaba a la aristócrata.



Familia del Duque de Osuna. Pintor Francisco de Goya


—Observad, señora condesa. Aquí está. En este lienzo podéis contemplar cómo sois, cómo es vuestra familia.

—Estoy muy impresionada,  don Francisco, sois capaz de representar el alma de los modelos.

  —No es mérito mío. Vuestros rasgos son especiales. Reflejan vuestra inquietud permanente por el arte y la cultura, vuestro refinamiento y cómo sabéis rodearos de destacados artistas e intelectuales —contestaba don Francisco sin dejar de adular a la condesa, evitando mencionar la palabra belleza.

— Habéis captado la bondad del difunto duque y la inocencia de mis hijos. Todos respiramos serenidad.

La condesa mientras miraba el cuadro se dirigió al pintor.

—Don Francisco; me gustaría contemplar cómo captaríais mi cuerpo. ¿Me pintaríais desnuda?

—Si así lo queréis, lo haré; solo con la condición  

de que nadie podrá ver el cuadro hasta que yo os lo enseñe.

—Por supuesto, don Francisco.

El pintor trasladó todo los útiles de pintura al dormitorio de la condesa. Ella le esperaba cada mañana cubierta con una bata semitransparente de gasa de seda. Cada sesión se prolongaba hasta la hora de comer. La señora condesa se vestía y junto con Elvira despedían a don Francisco.


El día en que comenzó a pintar las las partes más íntimas del cuerpo de la condesa, pasaba una y otra vez el pincel por los senos, corregía el color, miraba, medía y se aproximaba una y otra vez sin rozarla. Gran parte del tiempo dejaba de pintar y solo la observaba. 





La pintura avanzaba y correspondía perfilar el vientre. Esa mañana, don Francisco entró en el dormitorio. La condesa le esperaba desnuda, 
tumbada en la cama; él se acercó, la señora notó cierto rubor en la cara y cómo un calor se extendía por todo su cuerpo. Don Francisco tomó sus manos e incorporándola, la ciñó por la cintura y la besó con vehemencia; sus manos jugueteaban con la partes del cuerpo que acababa de pintar. La lengua se deslizaba por la piel de la dama sin descanso. La cogió en sus brazos, la mano izquierda de ella se posó en su cuello y la otra pasó por las corvas de las piernas que pendían como plumas. Con delicadeza, la colocó sobre el lecho. 

Ella había dejado de ser la condesa desde el primer momento de pasión para ser María Josefa o mejor Mari Pepa, como llamaban a las majas. Los brazos relajados y a lo largo del cuerpo esperaban a Francisco. Entre sofocos, hicieron el amor en varias ocasiones hasta caer extenuados, entonces llegó el silencio. 

Duró unos instantes, porque se rompió por los gemidos de la condesa junto a un grito de desencanto mientras seguía sollozando. 

Elvira oyó a la señora y exclamó, temerosa:

—¿Me necesitáis?

—No Elvira, no—respondió azarada la condesa.

En el dormitorio la tela blanca que cubría el lienzo estaba en el suelo y el cuadro acabado al descubierto. Una mujer tumbada, desnuda,  ocupaba la tela, pero no era la Condesa-Duquesa de Benavente.



Javier Aragüés (febrero de 2019)


jueves, 31 de enero de 2019

TRECE PELDAÑOS

Eres insignificante. Uno más a disposición de la irracionalidad y a las órdenes de la muerte. Tú estás solo. Vigilas la nada, pero tienes la exigencia de observar el infinito, y más allá. Solo puedes obedecer. En ello te va la vida o el castigo. 



En cada guardia, a la voz del suboficial, repites los mismos gestos. Él te acompaña hasta los pies de la garita. Parece que te vigila, pero tú eres el vigilante. ¡Qué ironía! Esa es una profesión para hombres absurdos con graduación, preparados para matar pero que no quieren morir. ¡Qué contrapunto!






Él no deja de mirarte hasta que entras en la torrecilla; atento, espera a que subas. Ya estás arriba, aislado del mundo. No recuerdas el número de peldaños. Lo repasas una y otra vez por miedo a equivocarte. "La última vez eran trece". 

Dudas. Pero no, son trece. Una leve sonrisa se dibuja en tu cara. La adivinas. No la ves. Te tranquiliza. Es la señal de que sigues vivo, por ahora. 

Tienes suerte. El cuartel está en medio de una ciudad. Con dificultad, a través de las troneras, ves colores que se mueven. Pasa gente inofensiva. Te gustaría ser uno de ellos. Sabes que los hombres absurdos no te dejan. Tú no puedes. Ves a un niño que se suelta de la mano de su madre, corre tras un papel arrugado; cuando lo alcanza, se detiene. El pequeño se lo da a la madre, que sin desplegarlo, lo vuelve a tirar y le consuela.

El suboficial hace su ronda para asegurarse de que no duermes, pero lo estás. Bajo tus pies, una voz retumba en la garita: "¡Santo y seña!". Él te pide la clave para cerciorase. Titubeas. Pasan unos segundos. Contestas: “Saúl. Soria. Sonido." 

Menos mal, has recordado la ese mayúscula. Se aleja. Puedes seguir evocando o durmiendo.

Resucitas lo que has vivido. No te detienes hasta que reproduces aquella imagen; la de un joven que intenta coger del suelo un papel arrugado y sucio. Cuando cree que lo tiene, un golpe de viento lo aleja. Así una y otra vez hasta que consigue tenerlo entre sus manos. Lo desarruga. Solo es una hoja en blanco. El joven eres tú. Lloras porque es la verdad de tu vida. 

Oyes taconazos. Es el sargento con el relevo. De nuevo grita: "Santo y seña". Esta vez tú no contestas. Lo piensas. Tienes un margen de trece peldaños hasta que suba. Nada te consuela pero estás en lo más alto, como querías.

 ¿Tú o él?  Estás decidido.

Suena un solo disparo.

                                                          

Javier Aragüés (febrero 2019)


martes, 22 de enero de 2019

EL EDIFICIO DIÁFANO

Aquel día empezaba el curso de narrativa. Habíamos cambiado de centro. En cierta forma, la tallerista era responsable. Ella había dejado de dar clase en Villa Magnolia y algunos la seguimos; le teníamos un gran apego y cierta fobia al cambio.

Al entrar al vestíbulo sorprendía la mampostería: los tableros de virutas de madera reciclada que las guarnecían, y también el ensortijado de conductos de aireación de material corrugado gris purpurina, que se sobrevolaba el techo como el fuselaje de una nave espacial.

Clara era una de las antiguas integrantes del curso, habíamos entablado cierta amistad. Yo comentaba con ella el día a día y chismorreábamos; se brindaba a opinar informalmente de la calidad de los trabajos  —de los nuestros y del resto—, con ironía contenida y sana. Ella era mucho más prudente que yo, consideraba su opinión y me alegraba que fuera compañera en este curso que estaba a punto de comenzar.   
                                  
Era su primer día en ese edificio singular, de fachada acristalada y diáfano; un diseño atractivo para desarrollar cualquier aprendizaje. Clara me daba explicaciones con un lenguaje preciso. Ella —aparejadora— observaba como profesional, mi mirada era de simple admiración, sin entrar en detalle; me hacía ver que no solo el diseño era atrevido sino que también la funcionalidad era manifiesta.





—Piensa, Oscar, que el arquitecto ha diseñado la estructura para que las personas puedan relacionarse en las salas de trabajo y en los espacios abiertos. En cada planta, el amplio corredor paralelo a la fachada, a modo de gran corrala, canaliza la luz y aseguraba los intercambios de impresiones y chascarrillos.

— Yo sería incapaz de explicarlo con tanto detalle. ¡Vaya, vaya, con Villa Plutonio! Tiene un nombre difícil de olvidar. 

Clara sonrió con gesto de aprobación y complicidad. Seguimos caminando por el pasillo y se detuvo.

— ¿Te imaginas los cambios de clase? En breves minutos coincidiremos más de veinte personas. Habrá cruce de miradas y podrás hacer un rápido chequeo a las compañeras más favorecidas —me miró con cara de pillina.

—También será un buen momento para chafardear —moví la cabeza, dándole la razón una vez más.


En la distribución de los pasillos yo encontraba similitud con una gran corrala, porque me recordaba Madrid, en donde había nacido. Yo no hacía alarde de tal circunstancia, ni ejercía como tal, o al menos eso creía. Era algo chocante en este país, cuando menos era una extravagancia y formaba parte de mí; en algunas personas, cuando lo sabían, provocaba más de un comentario, y en los casos más favorables se modulaba con educación: "¡Anda, mírale!", como si fuera un espécimen en extinción. En este sentido, Clara se sentía identificada conmigo. Ella tampoco había nacido en Barcelona.

Al terminar la clase, nos cruzamos con él en el pasillo. Clara se sorprendió. Era un hombre maduro, calvete, enjuto y reducido. Los pliegues de su rostro se remarcaban con cualquier gesto. Tenía la  barba tupida. Era de sonrisa sincera y fácil. Al verle, pensé en el prototipo de actor que podría interpretar un personaje malvado en cualquier serie de televisión. Él formaba parte de un corrillo, yo le veía de perfil. Clara le tenía de frente y me hizo un gesto que no entendí en ese momento. Sus rasgos reclamaron la atención de mi compañera. Al repasar su aspecto e indumentaria —vestía chaqueta oscura, pantalón vaquero y camisa a cuadros— me hice un esquema de cómo podría ser sin conocerle. El hombre no dejaba de hablar y destacaba en el grupo. Él se giró súbitamente como si se percatara de que le mirábamos. Al verle de frente, yo tuve que contener un: "¡Toma. Ya está! ", que para mí lo explicaba todo. Pero todavía no sabía nada de él. Un gran pin metálico, amarillo indeleble, prendía de una de las solapas de su chaqueta. Decía algo —para mí todo— que hasta ese momento, por su posición en el corredor, no parecía evidente. Clara no se identificaba con determinadas posturas y yo, con esta, tampoco.Clara se apartó del corrillo, me hizo un gesto para que la siguiera y me alejé.

—Oscar, ¿te has fijado?

—Claro. ¿Y tú? El lazo amarillo abulta más que él.

—Desde luego. Pero para mí este hombre tiene una expresión especial.

—Sí, oculta el deseo de vernos a todos con un lazo amarillo —contesté molesto. 

—Creo que te precipitas. No has observado su porte intelectual, con cierto aire de la cultureta y con un tufillo a estar curtido en los ambientes políticos.

—Pero lleva un lazo amarillo. No deja de ser otro más —subrayé, cargado de razón.

—Bueno, pero parece que tiene una personalidad definida. Creo que tu opinión es precipitada. Este hombre es diferente.  

—Al estar él de perfil, el lazo amarillo me había pasado desapercibido. Cuando le miré me pareció que había notado mi gesto de reparo.

—Me di cuenta. Pero él fue generoso y te mostró una sonrisa amplia y sincera, que regalaba amistad a cambio de nada. Creo que tu opinión fue precipitada.



Según transcurría el curso, coincidí con él varias veces en el bar. Hablamos e intercambiamos ideas; en todo momento me dio muestras de lo que en este país se entendía por estar dispuesto a tolerar, a admitir y a ver al otro por lo que como realmente era.

Cuando recuerdo el primer encuentro en aquel pasillo y me pongo a escribir, le doy vueltas a si fue casual o era el primer paso para admitir nuestros gestos, para poder descubrir nuestro verdadero yo y, lo más importante, para aprender a convivir. Siento que es más fácil liberar una sonrisa de generosidad que apretar los labios y negarse a entender. Otros —con o sin pin— siguen encerrados y obtusos. Si no llega a ser por Clara y él, yo sería uno de ellos. Desde entonces miro y escribo de otra manera.

Quizás aún no somos amigos, pero sí buenos compañeros. Muchos días nos enviamos los relatos por internet —vamos a grupos diferentes— y esperamos los comentarios del otro. Él, sin saberlo, me ayuda a escribir y a respetar.



A Sara Laborda y Joan Portales, muy buenos compañeros. 
  



Javier Aragüés (enero de 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

lunes, 21 de enero de 2019

SALA DE ESPERA

En medio de un paisaje blanquecino se levantaba solitario y abandonado  un viejo apeadero de ferrocarril. En la improvisada sala de espera nos resguardábamos una pareja de ancianos de aspecto enfermizo y yo. El único elemento que parecía tener vida era una estufa descomunal de hierro fundido que no dejaba de consumir leña, parecía que hablaba, pero tan solo crepitaba. 

Yo esperaba un tren que debía llevar a
encontrarme  con Ana tras varios años de separación. Tenía unos días de permiso después de mi ingreso en el hospital. La única puerta cerrada que había en la sala se abrió de golpe y un hombre uniformado irrumpió. Sin dudarlo se dirigió a mí como si me esperara. Me pidió la documentación de malas maneras. Me hurgué en uno de los bolsillos de mi tres cuartos color caqui que dado mi aspecto físico y mi complexión parecía sobrevolar mi cuerpo. Encontré los papeles y sin mirarle tendí la mano y él me la arrebató; fingió que los comprobaba y repasaba mi rostro. Levantó las cejas, me miró con desprecio y me la devolvió de mala gana.





—¿Vas a Múnich? —me inquirió.

—Sí —le contesté sumiso.

—No sé si llegaremos con este tiempo —dijo utilizando un tono como si deseara que fuera así.

—No tengo prisa, lo que me importa es llegar.

En el exterior hacía un frío incompatible con la vida. El hombre se alejó de mí buscando el calor de la estufa. Al llegar muy cerca extendió las palmas de las manos y se las frotó una y otra vez.  Destacaban los galones de la bocamanga. 

Yo saque de uno de los bolsillos de mi gabán un papel arrugado, era una carta de Ana que me había enviado antes de caer herido. Yo la leía en cualquier momento si cesaba el estruendo de los cañonazos. Me contaba la penurias que estaba pasando, que me quería y que tan solo soportaba todo aquello por la esperanza de encontrarme vivo. En la carta, algunas palabras aparecían difuminadas por lágrimas que yo no había podido contener. La más alteradas eran:volver, tiempo y vida, esta última varias veces. 

El vuelo de una mosca, superviviente del frío y los desastres, que merodeaba el papel reclamó mi atención. Intentaba posarse sobre unos restos resecos de rancho junto a una mancha de sangre incrustados en la hoja. En ese momento,
la estufa y la mosca eran para mí los únicos vestigios vivos. La pareja de ancianos abrazados se daban calor, sin manifestar apenas señales de vida. 

Entró el hombre de nuevo, se dirigió a mí y con el ceño fruncido me soltó: "No podrás llegar a Múnich. Un intenso bombardeo ha destruido las vías. La ciudad está en llamas y prácticamente ha desaparecido." Las palabras de aquel hombre cayeron sobre mí como una lluvia de plomo. Pensé en Ana, mi amor. Sentí que la realidad implacable me anunciaba que no nos volveríamos a ver. 

Levanté la vista, ante mis ojos, en el suelo yacía la mosca muerta y la pareja de ancianos en un banco ya no se daba calor.



Javier Aragüés (enero 2019)







jueves, 13 de diciembre de 2018

LA CLARABOYA

Picasso

Al abrir la puerta, un haz de luz insolente entra por la cuadriculada claraboya que controla todo el espacio. Es el gran vigía. Una sofisticada estructura la mantiene suspendida del techo mediante una red tupida de nervios de plomo. La luminosidad muestra sin pudor los cuadros ladeados que se encuentran en un estudiado desorden y reposan en las paredes de yeso azulón.

Todo lo inanimado en el taller de Pablo cobra vida. Cuando cada día entramos en el estudio —jamás nos separamos, somos uno—  lo hacemos con sumo cuidado para no perjudicar las telas. Hay pinturas frescas, churretes de óleo recientes en los caballetes y otros que, endurecidos por el tiempo, se han convertido en imborrables. Una percha desvencijada sujeta dos batas sucias, jaspeadas de pigmentos y rígidas por el uso; en apariencia muda, pero desde su posición y con sus gestos formula una pregunta o un acertijo: "¿Somos nosotras —las batas—  las que sujetamos la pared, o es a la inversa?" 


Entre los elementos a la vista abundan los bastidores. Son los únicos que trabajan silenciosos en su tarea inagotable de tensar las telas. La mayoría de ellas vírgenes, esparramadas por el suelo y con síntomas de abandono. Son innumerables los armazones que esperan ser arropados por los lienzos. Se muestran desnudos sin otro cometido que esperar. Algunos privilegiados descansan sobre los caballetes a la espera del pintor. 

Por supuesto hay cuadros iniciados, atentos a un golpe de inspiración que si no llega, están condenados al olvido. Los más importantes para Pablo, son los pocos que él da por acabados. 


Pablo apila las pinturas que esperan en silencio el turno para ir a la galería, como si tuvieran vida, porque todas tienen algo que reclama su atención. Le gusta  —nunca lo admite—  mostrar lo que considera la obra bien hecha. La descubre pero no la enseña, es su lema. Eso sí, puede cambiar de preferencias en un instante. 

Pablo y yo nos conocemos desde siempre. Se puede decir que yo soy Pablo; aunque él me reniega, me necesita. Sabe lo que represento. Sin mí no sería él. Nunca han existido secretos entre los dos y siempre sabe lo que pienso. 

Desde que inició su afición por la pintura 

ingresó en la Academia de Bellas Artes, hemos 

dedicado muchas tardes, incluso noches, a debatir

un solo asunto. Pablo siempre con la duda de si

debía dedicarse pintar. Yo, desde una posición

más distante, le recomendaba pragmatismo y que 

no confundiera lo que era una afición con la 

manera de ganarse la vida. Pero siempre se salía 

con la suya y yo quedaba tapado, en segundo 

plano. En situaciones adversas le advertía y era él 

quién me ignoraba. Por eso no soy más que una

voz, la de su otra conciencia. De hecho mi

profesión ha sido asesorar a Pablo, cuando se ha 

dejado  —casi  nunca. He sido el murmullo que no

ha querido oír.










Cuando entramos, el taller nunca parece el mismo, cambia de aspecto. La que siempre está ahí, en lo más alto es la claraboya, que desde su posición recuerda a Pablo, que él es el pintor y tiene que dar  forma a su talento. Se comporta como si la entendiese. En cualquier momento mira al techo y habla solo y murmura. 


—Los artistas somos así, escrupulosamente 

desordenados, ególatras y soberbios. Estoy harto 

de repetírtelo. El estudio está desordenado porque me gusta que cada día, el entorno de trabajo sea nuevo. Me inspira. 

Sigue con la retahíla de sus endebles razones y 

continua susurrando. Me obliga a intervenir y solo

me oye él.

— Pablo no te engañes. Lo repites siempre que critico tu forma de organizarte, pero el único responsable eres tú. Pretendes hacer de tu desequilibrio y limitaciones una virtud.  —Mira con descaro y continua rígido e inmóvil, simulando ser un modelo en el taller. 

Hoy  —como otros muchos días—  con malas formas, manifiesta que no quier recibir a nadie, que nadie le moleste. Es un atributo con el que se inviste para hacer creer que es un artista reconocido. Es un juego y ahora me obliga a intervenir.

—Adoptas ese aire displicente y soberbio, pero eres tú el que se engaña. Hoy no estás inspirado. 


Lanza una mirada encolerizado, en búsqueda de réplica que no encuentra. Se enfurece más. Con una mano sujeta la paleta en la que reposan los 
once colores básicos, aunque le apasiona abusar del amarillo cadmio. Los pigmentos están maltratados, destrozados sobre la pala. Reflejan su impotencia ante la falta de inspiración. Ataca los pinceles con sucesivos embates nerviosos. En una mano coge—estrangula— la paleta y tres pinceles. Con la otra, ayudado por uno solo, simula tomar medidas en el aire. Aleja y acerca la mano con el pincel a la tela, sin atreverse a rozarla. Compara tamaños y distancias. Pasan unos minutos sin pintar, solo insinúa los trazos. Agotado, suspira, se sienta en un taburete y suelta la paleta y los pinceles. Se mesa los cabellos con las dos manos y en esa posición  no deja de cuestionar su falta de inspiración. Se toma un descanso. De nuevo habla solo.

— ¿Puedo saber que miras?

— No dejo de contemplar el cuadro. Bueno si es que a eso se le puede llamar así.

— ¿Cómo te atreves? Tú, que te plantas ahí a opinar sin saber lo que es coger un pincel. 


—Pero sé de lo que hablo. Después de tanto tiempo intentándolo, tus pinturas no pasarán a la historia como una obra con personalidad. Tu trazo no es firme. El conjunto es mediocre. Detrás no hay un gran pintor. No dejas de ser un copista, pero nunca serás un reconocido maestro. Deberías considerar mi opinión y dejar todo esto. Admitir que ha sido un error dedicarte a pintar. No es lo tuyo. 

— ¿Cómo te atreves? De no ser por mí, tu vida sería un sinsentido. Te sientes importante al hablar

de pintura, te muestras como un gran entendido en

arte y solo eres capaz de apreciar lo evidente. Con 

tus conocimientos solo sirves para opinar en las 

tertulias de café. No eres crítico de arte, eres un

parlanchín.


Pablo encolerizado mira al techo. La claraboya le escruta. Con rabia, tira algunas telas al suelo.

Cuelga la bata, da un portazo y salimos del 

estudio.  




Picasso




Pablo lleva sin salir del estudio unos cuantos meses, se ha encerrado para pintar sin descanso. 

Prepara una exposición. Cada día mira al cielo. 

Hace mucho tiempo que yo no le hablo. 


Ahí en lo más alto está ella, silenciosa, que deja 

pasar la luz y la inspiración. Pablo solo pinta y

repasa los cuadros acabados. Él, los contempla y

se recrea en el desorden. 

El gran ojo de luz implacable está ahí. Atraviesa el techo sin permiso. Ignora los nervios de la estructura. Se posa sobre uno de los cuadros. Pablo mira desafiante a la claraboya. Coge de

nuevo paleta y pinceles y asalta la tela con

seguridad. Con gestos eléctricos proporciona

trazos firmes, reparte colores vivos y se aleja del 

lienzo. Un gesto seguido de un pequeño retoque 

y lo da por acabado. Un última mirada y con trazo 

seguro firma su obra maestra.

Pablo levanta la frente, mira a la claraboya y grita: "¿Soy o no un artista?" Como es lógico, no espera ni necesita contestación. Pablo y la claraboya me han enmudecido. 

Mañana vuelve solo al taller, ya no le hago falta.


Javier Aragüés (diciembre 2018)