lunes, 24 de marzo de 2014

LIBERTO Y SEVERO. LARVADA SECESIÓN

Un sol radiante y mediterráneo desperezaba a un perro herido tras la valla que cercaba al pueblo. Su dueño, conocido por Liberto, también estaba herido en los sentimientos y el dolor se le hacía insoportable. Los dos no dejaban de relamer sus heridas. El perro tenía llagas por los continuos ataques de los lobos y Liberto supuraba resentimiento por las úlceras producidas por el pasado. 

Eran vecinos de un pueblo recóndito. En la actualidad vivían gentes sórdidas, rodeadas de un ambiente mezquino. El lugar, en la antigüedad, había estado habitado por personas de distintas 
etnias, que hablaban lenguas diferentes y eran capaces de convivir en concordia. Liberto era uno más, su conducta le convertía en un arquetipo para sus habitantes. Era solidario, defendía valores avanzados, pero en aquellos momentos se encontraba solo frente a un sentir mayoritario que reclamaba apartarse del estado gobernado por Severo el tirano, para autogestionar su riqueza.    
El hacinamiento de ideas había convertido los distintos pensamientos de un pueblo ejemplar en un ideario único. No contemplaba las necesidades más allá de su frontera y la falta de solidaridad hacía que la extensión del territorio pareciera menor, y el inmovilismo de sus gentes lo convertía en más diminuto. Era un país congelado en el tiempo e invariable en sus fronteras, apenas se relacionaba con otros territorios. Estaba gobernado por Severo el inflexible, un tirano de otro país, que no reconocía las peculiaridades de sus habitantes y menos, las del pueblecito. 

Pretendía que todos tuvieran idénticas preferencias. Les obligaba a leer lo mismo, ver el mismo cine y a ser sensibles a las mismas obras pictóricas. Nada podía cambiar. 

Los conciudadanos de Liberto no paraban de conspirar. Celebraban cada año una gran derrota que habían sufrido ante los antepasados de Severo. A pesar de los años, de los siglos, no habían asimilado ni conseguían distanciarse del desastre

En la escuelas se ilustraba


 Impasibles ante el arrendador, se convertían en verdaderos moradores, no acataban las costumbres ajenas. Las reglas paradigmáticas de convivencia se demolían. El casero sentía el vértigo de pasar de esclavista a cívico ciudadano. Con el tiempo y los aires enriquecidos de confianza, habían tornado la gratitud en exigencia y el deseo de excarcelación corría por todas las comisuras de la alquería.










El animal husmeaba a sus nuevos vecinos. Se mostraban afectuosos con él.
La práctica totalidad se obcecaba en sustituir el protocolo por un simple cambio de mantel.
La mesa debía ser presidida por un nuevo pabellón. A la mayoría  les encendía y empañaba la composición de la mesa y del nuevo ritual. Se introducía el debate sobre la prevalencia de las costumbres y la modernidad. ¡Era un reto!

En el nuevo paraje los residentes habían transvertido sus papeles. Las normas, ahora mas racionales, se mostraban ejecutables. Incorporadas al nuevo patrón de organización infundían nuevas ideas y propósitos. Era posible recuperar el tiempo perdido.






Había otra forma de vivir lo venidero, reinventándolo.
La persuasión de Severo hacía las haciendas colindantes conducía a la beligerancia frente a los invitados.

Los moradores de la estancia habían pertenecido a etnias confundidas. La lengua vernácula y la convivencia estaban en peligro,  por las decisiones administrativas de Severo y sus correligionarios. Los sentimientos y el lenguaje afines al arrendador ignoraban los derechos de los habitantes de la masía.

Los colindantes del espacio amenazaban con no reconocerlos.
No habría acuerdos de vecindad. El comercio, como en cualquier sociedad, era vital para la subsistencia de sus habitantes y el desarrollo de su proyecto. Se les negaba la posibilidad de practicarlo, ni si quiera bajo el trueque. No había una pieza común.

Los habitantes eran capaces de elaborar paradigmas en equilibrio con su propósito, sin abandonar la estancia y recuperándola plenamente.






El arrendador hostigaba continuamente. Incrementaba la renta con impuestos arbitrarios a los habitantes, siempre endeudados. Azuzaba con todo lo que estaba a su alcance. Convocaba citas con los convecinos para conspirar y ahondar en el rechazo a la nueva parcela. Urdía obstáculos que impidieran desligarlos  de su taimada tutela.

Los momentos en que claudicaba la perseverancia los indígenas,  ocupaban   los recuerdos de los logros coseguidos por los anteriores habitantes, en otros tiempos y con la expectativa de gestarlos con el nuevo projecto.

Pero el mayor impedimento era el peso de su pasado y contradictoriamente, su mayor revulsivo. Los argumentos para lograr el nuevo proyecto se sostenían en el mantenido ninguneo de los administradores .
Eran necesarias tesis renovadas, integradoras del hecho histórico y del obligado progreso.

La falta de alternativas preconizaban el inicio un drástico final.



Javier Aragüés (marzo de 2014)