martes, 24 de abril de 2018

LOS SIRGADORES DEL VOLGA

Entre los años 1940 y 1941, los bolcheviques pusieron en la
fachada de una casa deshabitada una placa de madera con la siguiente leyenda: 

En esta casa vivió 

gran pintor ruso, nacido en 1844, muerto en 1930.


Pero eso ocurrió algunos años más tarde del comienzo de la historia.
En la localidad costera de Kuokkala en territorio filandés, en una casa de madera rodeada de un gran jardín tupido de abedules, pinos y abetos Repin tendido en el diván de la sala, observa en el espejo de la pared, la figura de un hombre cansado y viejo, testigo de la agonía de una generación en la que después de la revolución comunista se centra toda la tragedia rusa. Es por esa causa que huye de San Petersburgo y se refugia en Kuokkala donde morirá y será enterrado en el jardín de su casa a la sombra de un abedul bajo una cruz de mármol blanco que los bolcheviques derribarán para sustituirla por una tabla de madera a modo de lápida. Pero eso también ocurrirá años más tarde.

Como es su costumbre, por la noche dormirá a la intemperie en la galería de su habitación. Tiene horror a lo cerrado y esté donde esté siempre duerme al aire libre. Por la mañana sube a su estudio donde una luz cenital límpida y fría entra a raudales por los cristales del techo. Dibujos a carboncillo, lápiz o tinta china, cuelgan de las paredes, mientras que decenas de bocetos de retratos de una época muerta, yacen en las estanterías cubiertas de polvo. De un gran cartapacio extrae los apuntes que había tomado para pintar su gran obra maestra, el cuadro que lo catapultó a la fama, “Los sirgadores del Volga”. Revisa las caras extenuadas de miradas desafiantes de hombres y mujeres que río arriba, en sentido contrario a la corriente, arrastran los barcos en un trabajo inhumano. Pero entre ellos queda grabada en su mente la cara demacrada, exhausta, de un hombre que, a pesar de su trabajo de esclavo, guarda un toque de distinción que le diferencia de todos los demás. Cuantas veces revisó esa carpeta, cuantas noches soñó con ese rostro que perturba su mente y le crea un sentimiento de culpa.

Antes de la revolución comunista de octubre de 1917, antes de que la caída del Imperio fuera para él una dolorosa sorpresa y un brusco despertar, frecuentaba el palacio de la duquesa Polixena y de su hijo Alexis, a los que había retratado en diversas ocasiones. El joven Alexis era el fiel representante de una sociedad privilegiada que vivía al margen del mundo real. En los corrillos de la corte se comentaba que estaba perdidamente enamorado de una de las jóvenes camareras de su madre, con la que había tenido una niña. Ahora en plena revolución comunista, confiscadas las tierras, abolida la propiedad privada, nacionalizada la banca y dirigido el gobierno por comités obreros, a la nobleza, a la aristocracia, para sobrevivir solo les queda el camino de la huida. Así, la noche en que decenas de obreros y campesinos armados entran en el palacio, saqueando, robando y prendiendo fuego por las estancias, Alexis con Irina y la niña huyen por uno de los pasadizos secretos que los conduce al canal donde les espera un barco que los llevará por el río Neva a las afueras de la ciudad.


Repin recuerda a Alexis remolcando un barco. Sus miradas se cruzan, pero no es capaz de ayudar. No es capaz de decir una palabra porque el miedo dirige su voluntad. Junto Alexis, una mujer que también está atada por su torso, le tiende una mano en la que sin pensar deposita unas cuantas monedas. Junto a los bateleros, una niña descalza llama a su madre. De forma febril sigue dibujando, su mano guiada por la rabia y por el contraste del oscuro sufrimiento humano y la claridad del paisaje, plasma la más cruda realidad de la desigualdad social.



Sara Laborda              24-4-18

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