Alguna consideración le ofende más que la indiferencia, porque es como es si le recordaran continuamente que falta algo y que no puede ser feliz.
Hernan Bas
Hernan Bas
Era el momento. Se asomaba un cambio en mi vida y quería abandonar
una infancia desafortunada, marcada por la ausencia de mi padre. Sentía que la
plenitud y el deseo de vivir inundaban mi cuerpo.
Sin imaginarlo, iba a conocer lo que se entendía por amor, aunque
ignoraba que era un sentimiento a la vez subjetivo y apasionado.
Probablemente, lo buscaba para ocupar el cariño que no había tenido y ansiaba
poder sustituirlo por ese amor adulto, aunque supusiera perder un gran tramo en
mi vida. Si lo encontraba, podría resolver las preguntas que me repetía
desde mi adolescencia tardía: ¿Lograría amar? ¿Ser amado? ¿Cómo sería ella?
Durante aquel verano, el mar lo era todo para mí. Desde muy niño,
cuando lo descubrí en la orilla, me arrodillaba a sus pies. Era un gesto de
admiración, dejándome abrazar en su regazo, mientras que arena y agua
circulaban entre los pliegues de mi piel, yo intentaba sujetarlo entre mis
dedos, que ignoraban su fuerza y la habilidad para irrumpir y serpentear
venciendo cualquier obstáculo; quería retenerlo entre las manos, aunque fueran
unas gotas, aunque solo fuera una pequeña parte del océano, pero siempre
escapaba.
Todas las tardes paseaba disfrazado de
soledad, no dejaba de mirar al ponto azulón calmado, al que no pedía nada y mecía mis pensamientos y al llegar a la orilla, arrojaba la imagen
desdibujada de la que sería mi amada.
Muchos días la imaginaba caminando por el paseo junto al
mar, delimitado por una balaustrada blanca, con adornos corroídos por el
acecho del salitre y alguna lágrima de las parejas de enamorados. Al acercarme,
no me podía apoyar, padecía el dolor de no tenerla y sentía envidia de los
amantes que, con permiso mutuo, se acariciaban hasta fatigarse y se alejaban al
ocultarse el sol.
Pero ese mes de julio, nos cruzamos por casualidad y a partir de
ese día yo favorecía los encuentros, aunque estuvieran injustificados.
Quedábamos, me acompañaba a lugares conocidos para mí, que descubría diferentes
al estar con ella. En cada uno de esos instantes, aparecía una nueva sensación
que me provocaba ternura y deseo. Hasta entonces, al observarla confundida
entre los amigos, solo había sido sentido admiración. Con el paso de los días
aquella sensación se transformaba, quería estar junto a ella en cualquier
instante. Tenía celos de su ropa, del libro que tenía en sus manos y me
esforzaba por ocupar el lugar del aire que la envolvía para conseguir sentarme
junto a ella. A veces consentía que me acercara, yo lo entendía como una
aprobación de mi deseado amor, aunque no había más señales que mi propio afán;
en otras ocasiones se producía un gesto de indiferencia que me desesperaba,
pero como si fuera la primera vez, volvía a buscar el idilio.
Siempre dudaba si ella era consciente y disfrutaba con mis intentos de
enamorarla. Después descubrí que su carácter le impedía jugar con esas
sensaciones, y el tiempo me confirmó que las lejanías se producían por mi falta
de madurez en los trances hacia la búsqueda del verdadero amor.
Me acerqué a la orilla y el mar se mecía al ritmo de los recuerdos
de mi vida. Ella estaba allí, subida a las guirnaldas blancas de las olas,
entre la espuma. Y como el amor más real, venía junto a mí y se ocultaba a cada
embate. Casi podía tocarla, pero se alejaba. ¿Quién era el responsable? ¿El
mar, o yo?
Yo sería el mar en
todos sus matices: tranquilo y sereno, agitado por el Siroco, en tempestad...
Exactamente con las mismas variaciones de mi forma de ser. El mar y yo somos
inseparables.
Retweeted Paola Barbagallo (@paoladelusa)
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Javier Aragüés (abril de 2018)
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