Roser era médico
y adoraba a los niños. Pasaba consulta en uno de los hospitales más
importantes de Barcelona y estaba casada con Agustí, un hombre más bueno que el pan. A
los dos les gustaban mucho los niños, pero no tenían hijos.
Tenía una enfermera que se llamaba Marta y estaba en el hospital con ella desde que había ido a vivir a la gran ciudad. Conocía a Agustí, los dos eran de un pueblecito cerca de Barcelona, por eso y por lo bueno que era Agustí, trabajaba con la doctora Roser.
Tenía una enfermera que se llamaba Marta y estaba en el hospital con ella desde que había ido a vivir a la gran ciudad. Conocía a Agustí, los dos eran de un pueblecito cerca de Barcelona, por eso y por lo bueno que era Agustí, trabajaba con la doctora Roser.
Marta tenía malas pulgas. Como enfermera no sabía mucho, por eso la doctora tenía que decirle cómo hacer
las cosas y la regañaba muchas veces porque no se portaba bien con los
niños.
Todos los jueves, a las diez de la
mañana, la doctora Roser pasaba consulta a niños enfermos de los pulmones o del corazón.
Era precioso ver cómo, con mucho cuidado, cogía un aparatito con sus manos,
tenía un nombre muy raro. Los mayores lo llamaban estetoscopio, pero los niños decían el aparatito. Roser separaba las varillas que tenía, que eran de un metal de brillante,
colocaba los extremos del aparatito en sus oídos y lo ponía sobre el
cuerpecito del niño, que como estaba frío, daba un pasito atrás. Con
muchísimo cuidado, como si fuera una bailarina de ballet, acercaba otra vez el
aparatito poniendo su mano en el pecho del niño y el pequeño se dejaba que le
mirara la doctora Roser. El aparatito parecía tener vida cuando estaba en sus manos, era
como si la conociera y trabajara por su cuenta.
La doctora Roser no se cansaba de cuidar
a los pequeños. Si al poner el estetoscopio, que ya se movía solo, se paraba
sobre el pecho del niño, ponía la cara triste y hacía un puchero, pero a la vez
ponía una sonrisa para no asustar al niño.
Roser tenía fama como doctora. Muchas veces había curado a los niños y les había salvado la vida. La doctora Roser estaba rodeada de leyendas pero había una que asombraba a todos: Decían que tenía un poder especial con el que podía curar a los niños que estaban muy malitos. Contaban que un día se dio cuenta que un niño tenía algo en el corazón. Enseguida su cara se entristeció y se puso pálida, cogió el aparatito encantado con sus dedos y le dejó que pasara varias veces el pecho del niño, pero de repente cambió su cara, ya no estaba preocupada, y suspiró. Tenía una sonrisa que tranquilizó a la madre del pequeño: dejaron de escucharse los ruidos que avisaban de que el niño estaba enfermo.
Cuando los niños iban a su consulta, Marta siempre miraba a la doctora. Quería aprender para ser como ella. Quería hacerlo, pero la envidia no le dejaba. Se le ocurrió que podría ser como ella si tenía un aparatito como el de la doctora y se compró uno igual, sin decírselo a la doctora Roser. Estaba deseando probarlo.
La doctora Roser nunca faltaba a su
consulta, pero un jueves se sintió indispuesta. La consulta
estaba tan llena que no cabía un alfiler. Entonces Marta les dijo a unos padres
que estaban esperando con su hijito que pasaran, pero sin decirles que la doctora estaba enferma. En la consulta hacía como si la
doctora Roser no hubiese faltado. Se hacía la simpática, ponía la misma cara
que ella pero se notaba que no estaba segura, que no sabía qué hacer. Para disimular dijo a la madre
que le quitara la camisetita al niño. El pequeño se sintió sin protección frente
a la enfermera Marta, a la que le temblaban las manos y no acertaba a sujetar el aparatito acústico que se había comprado . Al cogerlo le parecía que pesaba como si fuera
de hierro macizo. Como pudo lo acercó a la piel del niño. El niño se escapaba, no quería que Marta le sujetara. Ella lo agarró
con fuerza y le hizo daño. El niño se puso a llorar y temblar de miedo. Marta, la enfermera, le soltó. No sabía qué hacer, acompañó a los padres hasta la puerta y quiso dar
un beso al niño, que le aparto la cara.
Ahora le tocaba pasar a
otro niño. Marta la enfermera hizo lo mismo que con el anterior, pero le
trato con más cuidado, el niño se dejó poner el aparatito en el pecho. Escuchó
por el aparatito y le pareció que tenía alguna cosa fea en el corazón. Entonces quiso hacer lo mismo que la doctora Roser, y frotaba
y frotaba el aparatito, lo apretaba contra el cuerpecito del niño, pero el
estetoscopio no se movía y seguía escuchando ruidos. No había curado al niño. La cara de Marta, la enfermera,
se puso roja como un tomate, y salió corriendo de la consulta.
No sabía a dónde ir. Entonces se le ocurrió pedir ayuda a la doctora Roser. Llamó por teléfono a su casa y le contestó su marido Agustí, que estaba con ella. En seguida pensó que sería más fácil hablar con él, los dos eran del mismo pueblo.
No sabía a dónde ir. Entonces se le ocurrió pedir ayuda a la doctora Roser. Llamó por teléfono a su casa y le contestó su marido Agustí, que estaba con ella. En seguida pensó que sería más fácil hablar con él, los dos eran del mismo pueblo.
Agustí, el marido de la doctora Roser,
le dijo:
—
La doctora Roser está dormida, le duele la barriga. ¿Qué quieres?
Marta le contó lo que había pasado.
—
Como no había venido la doctora Roser y la consulta estaba tan llena, que no
cabía ni un alfiler, me puse a ver a los niños.
Entonces Agustí, el
marido de la doctora Roser, le preguntó, un poco preocupado:
—
¿Y qué les has hecho?
—
No, no, yo nada —le contesto Marta, la enfermera, con voz de tartamuda.
—
¿Cómo? —le volvió a preguntar Agustí, algo más preocupado.
—
Bueno, a dos niños les pasé el aparatito, ese que tiene la doctora, pero no se
dejaban y se pusieron a llorar
—
¿El aparatito de la doctora Roser? —le preguntó
muy extrañado el buenazo de Agustí.
—
Sí, sí, el mismo —contestó Marta, la enfermera.
Agustí estaba muy enfadado. No se pudo contener y le dijo a Marta la enfermera, gritando.
—
¡No dices la verdad! Me estás mintiendo. El aparatito que has cogido no es
el de la doctora Roser.
Muy enfadada Marta, la
enfermera le contestó:
—
¿Y tú como lo sabes?
—
Porque la doctora Roser jamás deja su estetoscopio a nadie, nunca se separa de él. Y
la otra cosa, la más importante, porque el aparatito de la doctora Roser está
encantado y todo lo sabe hacer solo.
Desde ese día Marta tuvo fama de mentirosa en el hospital y dejó de ser la enfermera de Roser.
Javier Aragüés (abril de 2018)
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