viernes, 16 de agosto de 2019

PLENILUNIO



Se encaramaba al final de uno de los cantones y dominaba la ciudad y aledaños. En sus orígenes, había sido catedral fortaleza. 

A su manera, y desde el siglo VIII d.c., lucía esbelta, plena y transformada. Era el orgullo de los alaveses y había servido de refugio y consuelo en los momentos difíciles de la villa, cuando asedios, incendios o epidemias la habían acorralado. Lo que más le distinguía era que se comportaba como una construcción viva. Siempre se había debatido por lucir como iglesia gótica, pero la fortuna de protectores y las desventuras de ignorantes la habían aproximado o distanciado de su verdadera vocación. Este devenir oscilante formaba parte de su historia y se  reflejaba en su fachada e interiores.








Sin menospreciar todos los elementos que la hacían singular como su crucero, los arcos diafragmas, el transepto y el triforio, destacaba el hecho de necesitar de la muralla medieval para reposar parte de su estructura, como lo evidenciaban los muros del lado norte de apariencia maciza, lo que resaltaba su figura exterior y disuadía a los enemigos de la religión.

Pero en su interior encerraba algo que los habitantes de la villa ignoraban y a mi me lo había contado un peregrino que hacía el camino de Santiago. 

Yo llevaba años, siglos para ser más preciso, custodiando esta historia pero creía que había  llegado el momento de disgregarla entre las gentes de bien. El mismo caminante me advirtió al relatarla que no tenía seguridad que fuera real o simplemente una leyenda, pero en cualquier caso y según su relato, aún hoy, él mismo dudaba si podría estar ocurriendo.

Es importante estar muy atento porque, así me lo hizo saber el peregrino, lo que me iba a contar  no podía olvidarlo, porque no tendría oportunidad de verlo, ni volver a escucharlo.

Lo cuento con las mismas palabras, tal y como salieron de la boca del peregrino.

"Nadie del pueblo podía asegurar de qué se trataba, pero estaba en boca de todos que durante las noches de plenilunio un hombre apuesto deambulaba por el triforio sin tocar el suelo y una mujer atractiva, exultante, salía a su encuentro. En esas noches, cada veintinueve días, todo el pueblo acudía a la iglesia y los feligreses, con las cabezas erguidas, no quitaban ojo a la engalanada galería. Permanecían así hasta que la luna empezaba a menguar y desencantados volvían a sus casas. 

Repetían la cita durante años, mejor dicho durante siglos, porque lo primero que hacían los padres, cuando sus hijos podían caminar sin ayuda, era transmitirles el relato y, que al ser tan pequeños, acudían acompañados de sus progenitores y aquellos niños, los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de sus hijos no dejaban de acudir los días señalados por la luna, aún así, tanto a ella como a él, pero nadie había conseguido verles; decían que su amor era tan intenso que, celosos el uno del otro, se ocultaban para que nada ni nadie se pudiera enamorar al descubrirlos y por eso solo se veían las noches de plenilunio. Ese era el momento en que solo ellos, frente a frente, se miraban sin descanso y veían sus rostros, que reflejaban amor; tranquilos y convencidos de su pasión, se retiraban deambulando por el triforio hasta que el planeta se situaba de nuevo entre el sol y la luna para volver a encontrarse."

El peregrino mientras me lo contaba hizo una pausa, antesala del llanto. Me miró señalando el triforio y repetía — ¿Por qué dudó? Yo no le entendía bien y pensaba que podía decir —¿Por qué dudé? Cuando terminó de hablar entendí lo que me decía. Él continuaba con su relato.

"Al verla, buscó su rostro como tantas noches y él no la reconoció porque ella no le miraba como acostumbraba y no se atrevió a decir nada. El motivo de no hacerlo es que esa noche estaba turbada por tanto amor y esperaba un beso. Él, confuso, porque no encontraba sus ojos, retrocedió, se asomó al crucero y, deambulando, se dejó caer mientras los fieles en la nave escucharon un gemido y el llanto amargo de ella. Aún hoy, se puede escuchar el sollozo en la catedral las noches de plenilunio."



Desde aquel dia no supe más del peregrino. La tradición dice que era el mismo amante y que el apóstol le perdonó la vida al caer del triforio, pero le condenó a vagar eternamente, como un peregrino más, por el camino de Santiago. 

En las noches de plenilunio, camuflado entre los fieles, acude a la iglesia para escuchar el gemido eterno de ella, su verdadero amor.



Javier Aragüés (agosto de 2019)




jueves, 8 de agosto de 2019

EL VERDADERO SUEÑO DE UN LARGO VIAJE


Aspasia y Pericles eran amantes en secreto. Ella era la compañera de Fidias, escultor, gran amigo y
protegido del ilustre político ateniense. La mujer tenía  muchos detractores que la acusaban de hetaira, así era como denominaban a las cortesanas en la antigua Grecia. Lo que de verdad les molestaba a los enemigos de Aspasia era que fuera conocida por su depurada cultura,  su gran capacidad como conversadora y por ser una brillante consejera. Sin duda este era el motivo principal que le acercaba, aún más, al reconocido ateniense (abogado, general, magistrado, político y orador) y el que provocó que fuera acusada de corromper a las mujeres de Atenas, con el fin de satisfacer las perversiones de Pericles. Además afirmaban que, probablemente, ​Aspasia era una hetaira y que regentaba un burdel. Por todo ello fue demandada sin fundamento y absuelta gracias a la defensa apasionada de su amante.

Aspasia era una mujer que no era difícil desear; era independiente, con gran reconocimiento social por su preparación para la danza y la música, y con indiscutible atractivo. 

Los dos amantes se conocieron en un encuentro fortuito, cuando Pericles acompañaba a Fidias a visitar Éfeso. Aspasia viajaba con el escultor. Los días de viaje en la travesía bastaron para reconocer su amor y que nada ni nadie los volviera a separar.
Los primeros meses fueron de encuentros furtivos mientras su amor crecía. No soportaban estar separados. Pericles, protector de Fidias como artista, no cesaba en encargarle trabajos, cada vez más laboriosos y de mayor duración con los que buscaban mayor tiempo para estar a solas con su amante, y lo conseguía.

El amor entre Aspasia y Pericles era apasionado. Pasaban días haciendo el amor sin ocultar el desconcierto de los esclavos, que en más de un ocasión permanecían expectantes ante el inusual comportamiento. Cuando los dos aparecían risueños y exultantes disipaban la incerteza y les devolvía a la tranquilidad.









Pero un día, Fidias estaba ocupado en la estatua de la diosa Atenea en el Partenón, se sintió indispuesto debido al fuerte calor y tuvo que volver a su casa. En la estancia principal los cuerpos excitados de Aspasia y Pericles se revolvían sin descanso y los gemidos de placer se escapaban de la habitación. Fidias oyó con nitidez los signos de placer y amor y reconoció de quién eran. Ante el gesto de un criado de penetrar en la estancia, Fidias gritó: “Alto, no la perturbéis. Dejadla dormir ¿No escucháis? Aspasia, mi mujer, está delirando. Necesita privacidad”.


A las pocas semanas el escultor fue acusado por enemigos de su protector Pericles de quedarse con parte del oro destinado a la estatua de Atenea. Fue juzgado y condenado. Murió en la cárcel.

Aspasia y Pericles cada año navegaban a Éfeso.



Javier Aragüés (agosto de 2019)


domingo, 4 de agosto de 2019

1969





En esos años eran ostensibles las penurias en muchas casas y la falta de recursos, mientras que  la tristeza y el color gris circulaban con naturalidad. 

Hoy, hace cincuenta años que paseaba mis diecisiete por la escalinata de la indeleble escuela de ingenieros. Me sentía un privilegiado al ascender por los peldaños que marcaban la diferencia entre ser un individuo común y un elegido, remarcado por el hecho de mi juventud. 

Hasta hacía pocos años la universidad estaba abierta exclusivamente a los hijos de la burguesía. El desarrollo industrial permitía que otros estamentos sociales como el de los hijos de comerciantes o funcionarios, como era mi caso, tuvieran un oportunidad. 

Aún reconociendo cierta preparación académica, a los pocos meses de estancia en la escuela, descubrí que la diferencia estaba disfrazada aunque existía. Eras un privilegiado o no. La disimilitud de las clases sociales, que en aquellos años era patente, hacía de filtro invisible que seleccionaba a los que pretendían acceder a ese estatus. Entre los elegidos para poder pertenecer a una clase social privilegiada, aunque todo éramos compañeros, se evidenciaban diferencias manifiestas.

Ante el profesorado y ante la sociedad se quería hacer aflorar un corporativismo inexistente, enmascarando las notables desigualdades. Era evidente que los que acudían en coche a las clases no coincidían con los que llegábamos hasta el pie de las escaleras de la escuela caminando o en autobús. Además, siempre había algún profesor que rebuscaba en el listado de alumnos hasta encontrar el apellido de un compañero de promoción o el de un colega del trabajo. No había tantos pero si se identificaba al agraciado, el silencio y el intercambio de miradas de los que no teníamos coche cruzaban el ambiente del aula. Hasta que el prolongado silencio lo interrumpía el apellido del alumno y la sonrisa cómplice del profesor.

Esto que parecía no tener importancia, era el punto de ignición para que entre clase y clase se formasen grupos y fuera un tema de chascarrillo. El grupo de los que tenían coche y parecían distinguidos, no era numeroso. Todos repeinados, oliendo a colonia cara y con la misma fragancia. Los otros grupos, tres o cuatro, eran bastante heterogéneos. Chicos con vaqueros descuidados, camisas de algodón por encima del pantalón. Las barbas incipientes y dejadas asomaban en sus rostros consumidos y muchos de ellos apuraban un cigarrillo, que hacía poco que cogían con seguridad. Los desarrapados hablaban y los niños ricos empleaban tonos de voz graves para debatir  entre ellos. Nunca descubrí si las voces eran naturales o impostadas. Era una forma más de querer diferenciarse y exhibir una voz artificial de machos educados para someter a todo lo que era débil.    

De las chicas poco se podía decir. En aquella época estaban desaparecidas y las que había, apenas se mostraban. Bastante tenían con evidenciar lo mas trivial. Los aseos no reconocían su morfología y tenían que compartirlos con los del resto de los alumnos varones, ignorando la privacidad. 





Con este panorama iniciaba la universidad. Algo ocurrió ese primer año que iba a cambiar mi vida.
Las protestas universitarias se repetían y alcanzaban a facultades y escuelas técnicas. Unos cuantos estudiantes se significaban organizando asambleas y convocando manifestaciones. Entonces, a pesar de la represión política, era más fácil alinearse en el lado acertado, aunque el miedo lo impidiese y en muchos casos la cárcel cambiara la vida de aquellos compañeros.


Yo admiraba a aquellos estudiantes que eran capaces de situarse al frente de la reivindicaciones y estaban dispuestos, aun a riesgo de ser encarcelados, a encabezar el movimiento estudiantil. Me sentía identificado con esa lucha contra la dictadura pero no me veía capaz de ser uno de ellos. Era consciente del miedo que la situación política me producía y procuraba aproximarme a los estudiantes más significados para tantear su reconocimiento y  pasar a ser uno más de la vanguardia estudiantil.     

Tuvieron que transcurrir unos meses hasta que un tarde, después de una asamblea, uno de los estudiantes más admirado del movimiento estudiantil, se llamaba Arturo Mora, se quedó rezagado intencionadamente y se puso a caminar a mi altura mientras salíamos de la escuela.     

Arturo no se parecía a ninguno, ni quería. Sus convicciones sobre la lucha por las libertades  
sobrepasaban su propia ideología. Era hijo de una mujer de la barriada madrileña de Vallecas que no tenía otra formación que la que le permitía limpiar casas. Era madre de dos hijos, el mayor Arturo y el otro más pequeño para el que Arturo era un verdadero padre. Además de ser un hijo ejemplar y un brillante estudiante, Arturo era un líder nato, muy apreciado en el barrio y por su familia.

Esa tarde y los días posteriores iban a condicionar mi vida. Arturo me habló abiertamente del partido comunista. Me conmocionó en dos sentidos. Arturo me hacía una confesión que no estaba al alcance de otros estudiantes. Nadie sabia la pertenencia o no a un partido y menos al comunista. En esos momentos ser acusado de organización ilegal y en concreto al partido podría suponer un expediente universitario, ser expulsado de la universidad y una condena de hasta treinta años de cárcel. Desde luego valoraba su  confesión y más aun el compromiso que me trasladaba; a partir de ese momento yo era conocedor y por tanto, cómplice de ese hecho. 

No fue casual que Arturo me buscara, porque después de una hora hablando y argumentando a favor de la necesidad de la conquista de las libertades en nuestro país, continuó con la responsabilidad social y política de nuestra generación para transformar las cosas, mejor dicho" de la realidad", utilizando el lenguaje marxista que le caracterizaba.  

Esa noche y las siguientes estuve tan alterado que no conseguía dormir. Durante el día, el miedo y la prevención se apoderaban de mi. Mi vida dejó de ser normal. Después de un mes de la conversación con Arturo Mora, ingresé en el partido comunista. La militancia se desarrollaba en la más absoluta clandestinidad y hacía que la organización adquiriera rasgos casi místicos. Se organizaba en células, constituidas por cinco o seis militantes que utilizaban nombres supuestos. El mío era Oscar. Había un responsable al frente de cada célula de tal manera que los componentes de una célula no conocían a otros miembros de la organización. Solo el responsable se integraba en un órgano superior, con otros responsables. Y así de forma reticular se construía la estructura. El órgano máximo en la universidad era el Comité Universitario.

Después de siete años de militancia tuve el privilegio de ver como se derrocaba a la dictadura de una manera dulce, pero insatisfactoria para muchos antifranquistas, que veían como el dictador moría en la cama y social y políticamente se tuvieron que hacer muchas concesiones debido a como se produjo la transición.



Mi vida después de la muerte de Franco sufrió un desajuste como la de muchos de los que habían hecho un paréntesis histórico. Era difícil rehacer la vida con normalidad. Después de aquellos años solo  quedaban los recuerdos románticos de una etapa que quería haber sido revolucionaria y había quedado  lejos de los ideales de juventud. 

Nuestra pertenencia a Europa —la de nuestro país—y los intereses económicos del mundo occidental condicionaron el cambio que no pudo ser otro que ese tránsito ejemplar y ordenado.

Tuve que acostumbrarme a recrear y construir una vida, ordenando los menguados ideales, conservando los principios éticos y morales básicos y buscando una compañera para esta vida, la real.




Javier Aragüés (agosto 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                            

viernes, 2 de agosto de 2019

EL TRASTERO









No podré olvidar los días en el trastero abuhardillado de mi casa al que se accedía por una estrecha puerta que pasaba inadvertida en el largo pasillo. Era el cuarto de la imaginación, de las ilusiones, de los sueños y también, el de las lágrimas. Quizás si hubiera tenido hermanos hubiésemos jugado en el pasillo, pero yo era hijo único, con una madre que también hacía de padre y no le costaba interpretar ese papel. Con nosotros vivía mi tía, una hermana de mi abuela. Era una mujer mayor, que en aquellos años se consideraba —por su edad— que había agotado sus vivencias, a veces pensaba más en lo que había sido su anodina existencia que en lo que le quedaba de vida. Yo pasaba los días con ella, incluso los domingos me acompañaba. Su presencia no molestaba, sabía que estaba allí, sin hacer ruido; eso sí, se pasaba el día cantando coplas y pasodobles que sonaban repetitivos en la radio de los años cincuenta, pero solo se sabía los primeros versos. Si dejaba de cantar, en su silencio, yo notaba mi soledad. Cuando aparecía yo me inventaba juegos y personajes. Recuerdo mi primer juguete, del que estaba muy satisfecho; era muy simple. Era mi camión. Una simple caja de zapatos y un cordel. Tiraba de la cuerda, con mi manita le hacía girar en curvas imaginarias y lo que le daba verosimilitud era el ruido del motor. ¡Brom! ¡Brom!. Si me excedía, mi tía con voz dulce me corregía. —Niño, por favor, no hagas tanto ruido. Yo no dudaba un momento y solucionaba el conflicto con un —ya hemos llegado. Voy a aparcar.











Entonces cambiaba de juego. Le pedía un papel y con lápices de colores pintaba tres monigotes. Dos monigotes querían parecerse a una pareja  que agarraban con fuerza la mano de un niño. Cuando venía mi madre, mi tía se lo enseñaba y la contestación refleja era  —Tía Cristina, pon la mesa. Yo ahora no estoy para tonterías. 




Bueno con el camión jugué un par de años. Es difícil imaginar lo  que sentí cuando en aquellos reyes me trajeron un tren. La verdad es que no era eléctrico —como les había pedido— era de hojalata, pero al fin y al cabo era una tren. Toda mi ilusión se concentraba en aquella locomotora y el vagón que le arrastraba. ¡Se movía! Bastaba darle cuerda, loa poyaba en el suelo y la locomotora se movía sin parar hasta que chocaba con una de las zapatillas de mi madre. Yo no desesperaba, cogía la máquina y de nuevo le daba cuerda,son sumo cuidado hasta llegar al tope y evitar que"la cuerda saltara". Así pasé un par de años jugando con el tren. Era mi juguete favorito.




Al año siguiente los reyes —yo ya sabía que no existían— me dejaron un balón de fútbol, de los de "reglamento". Era de cuero. Con el balón en mis manos pensaba que era difícil jugar solo. Mi madre no me dejaba ir a la calle solo. Los día en el trastero se me hacían largos y aburridos. Mi tía no dejaba de observarme. Hasta que un día me llamó para decirme —niño hoy vamos a los jardines que hay cerca de casa. Llévate la pelota y podrás jugar con otros niños. Así, mi tía me sacó de la soledad.

Aunque aparecieron otros inconvenientes. Yo estaba acostumbrado a jugar solo y no me gustaba dejar mis juguetes. Esto fue cambiando hasta ponerme los primeros pantalones largos.



A la salida del colegio nos esperaban algunas chicas. A mí me gustaba una en especial. Para mi era la más guapa. No me atrevía a acercarme a ella. Un día se acerco a mí con la excusa de si tenía un boli. Me pilló tan de sorpresa que le dije que no. Ella se giró. Jamás me volvió a hablar. 




Yo ya era mayor para eso. Pero me refugiaba en el trastero para que nadie me viera. Nadie era mi tía. Así estuve casi tres semanas, cuando creía que no se me oía, rompía llorar. Los sollozos eran considerables y las lágrimas también. 




Desde luego en el primer guateque estaba curado, Ahora el juego consistía en quién de la pandilla se acercaba más a la chica cuando estábamos bailando y luego contar lo que habíamos sentido.




Era evidente que ya no pensaba en el trastero pero en casa algunos días, al pasar junto a la puerta, me detenía y no podía evitar que resbalara una pequeña lagrima.








Javier Aragüés (agosto de 2019)