viernes, 2 de agosto de 2019

EL TRASTERO









No podré olvidar los días en el trastero abuhardillado de mi casa al que se accedía por una estrecha puerta que pasaba inadvertida en el largo pasillo. Era el cuarto de la imaginación, de las ilusiones, de los sueños y también, el de las lágrimas. Quizás si hubiera tenido hermanos hubiésemos jugado en el pasillo, pero yo era hijo único, con una madre que también hacía de padre y no le costaba interpretar ese papel. Con nosotros vivía mi tía, una hermana de mi abuela. Era una mujer mayor, que en aquellos años se consideraba —por su edad— que había agotado sus vivencias, a veces pensaba más en lo que había sido su anodina existencia que en lo que le quedaba de vida. Yo pasaba los días con ella, incluso los domingos me acompañaba. Su presencia no molestaba, sabía que estaba allí, sin hacer ruido; eso sí, se pasaba el día cantando coplas y pasodobles que sonaban repetitivos en la radio de los años cincuenta, pero solo se sabía los primeros versos. Si dejaba de cantar, en su silencio, yo notaba mi soledad. Cuando aparecía yo me inventaba juegos y personajes. Recuerdo mi primer juguete, del que estaba muy satisfecho; era muy simple. Era mi camión. Una simple caja de zapatos y un cordel. Tiraba de la cuerda, con mi manita le hacía girar en curvas imaginarias y lo que le daba verosimilitud era el ruido del motor. ¡Brom! ¡Brom!. Si me excedía, mi tía con voz dulce me corregía. —Niño, por favor, no hagas tanto ruido. Yo no dudaba un momento y solucionaba el conflicto con un —ya hemos llegado. Voy a aparcar.











Entonces cambiaba de juego. Le pedía un papel y con lápices de colores pintaba tres monigotes. Dos monigotes querían parecerse a una pareja  que agarraban con fuerza la mano de un niño. Cuando venía mi madre, mi tía se lo enseñaba y la contestación refleja era  —Tía Cristina, pon la mesa. Yo ahora no estoy para tonterías. 




Bueno con el camión jugué un par de años. Es difícil imaginar lo  que sentí cuando en aquellos reyes me trajeron un tren. La verdad es que no era eléctrico —como les había pedido— era de hojalata, pero al fin y al cabo era una tren. Toda mi ilusión se concentraba en aquella locomotora y el vagón que le arrastraba. ¡Se movía! Bastaba darle cuerda, loa poyaba en el suelo y la locomotora se movía sin parar hasta que chocaba con una de las zapatillas de mi madre. Yo no desesperaba, cogía la máquina y de nuevo le daba cuerda,son sumo cuidado hasta llegar al tope y evitar que"la cuerda saltara". Así pasé un par de años jugando con el tren. Era mi juguete favorito.




Al año siguiente los reyes —yo ya sabía que no existían— me dejaron un balón de fútbol, de los de "reglamento". Era de cuero. Con el balón en mis manos pensaba que era difícil jugar solo. Mi madre no me dejaba ir a la calle solo. Los día en el trastero se me hacían largos y aburridos. Mi tía no dejaba de observarme. Hasta que un día me llamó para decirme —niño hoy vamos a los jardines que hay cerca de casa. Llévate la pelota y podrás jugar con otros niños. Así, mi tía me sacó de la soledad.

Aunque aparecieron otros inconvenientes. Yo estaba acostumbrado a jugar solo y no me gustaba dejar mis juguetes. Esto fue cambiando hasta ponerme los primeros pantalones largos.



A la salida del colegio nos esperaban algunas chicas. A mí me gustaba una en especial. Para mi era la más guapa. No me atrevía a acercarme a ella. Un día se acerco a mí con la excusa de si tenía un boli. Me pilló tan de sorpresa que le dije que no. Ella se giró. Jamás me volvió a hablar. 




Yo ya era mayor para eso. Pero me refugiaba en el trastero para que nadie me viera. Nadie era mi tía. Así estuve casi tres semanas, cuando creía que no se me oía, rompía llorar. Los sollozos eran considerables y las lágrimas también. 




Desde luego en el primer guateque estaba curado, Ahora el juego consistía en quién de la pandilla se acercaba más a la chica cuando estábamos bailando y luego contar lo que habíamos sentido.




Era evidente que ya no pensaba en el trastero pero en casa algunos días, al pasar junto a la puerta, me detenía y no podía evitar que resbalara una pequeña lagrima.








Javier Aragüés (agosto de 2019)

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