En el pequeño pueblo pesquero en la costa mediterránea no ocurrían acontecimientos remarcables excepto durante los meses de buen tiempo; entonces, los visitantes temporeros acudían a disfrutar de los encantos de aquel pueblecito y a incomodar a los vecinos que se veían obligados a soportar aquella epidemia transitoria a cambio de los dineros extras que se dejaban como peaje. Se podía decir que durante todo el año malvivían de la pesca para hacer unos pequeños ahorros con la temporada estival.
Héctor era uno de los asiduos cuando el sol alargaba su estancia sobre la recogida ensenada, que era puerto natural de los pequeños barcos de pesca. Desde muy joven, Héctor lo visitaba porque estaba enamorado de él. En aquellos años le acompañaba su mujer pero hacía unos cuantos que acudía solo. Era un hombre atractivo y para más de una chica soltera del pueblo, era un visitante al que esperaban cada año. Los del pueblo decían que ahora venía solo porque la mujer le había abandonado, pero eran rumores y de verdad nadie sabía el motivo. Era cierto que él tenía un carácter difícil que le había llevado a esas alturas de la vida a estar solo, y ahora más, porque simplemente era un maestro jubilado; había estado enamorado de su profesión pero ahora se encontraba cansado física y profesionalmente para afrontar esa nueva etapa de su vida.
Hacía ya tanto tiempo que solo pasaba periodos de unos meses pero los del pueblo lo consideraban uno más. Su única actividad aparente era pasear por el acantilado que se descolgaba muy cerca del pueblecito. Todos le respetaban pero se preguntaban por la vida tan extraña que hacía aquel hombre. Pensaban en que pasaba las horas cuando desaparecía. Debido a la situación de la población, en sus habituales paseos, a Héctor se le perdía de vista al cabo de unos minutos de salir del pueblo; sospechaban cualquier cosa, pero no se atrevían a seguirle. Los más atrevidos lanzaron el rumor de que se dedicaba al contrabando.
Pero aquel verano era especial. Héctor era incapaz de interpretar lo que le ocurría. Si un conocido le saludaba y el lugareño hacía un gesto para detenerse, él rehuía el encuentro. Era extraño en él pues siempre se detenía a conversar aunque las conversacione fueran intrascendentes; disfrutaba porque que le hacían sentirse querido por la gente de aquel pueblecito.
Ese verano no era así. Al ver a una vecino intentaba esquivarle y si no podía, sin perder el paso, se dirigía con urgencia al acantilado. Los comentarios se extendían porque Héctor era una era una persona apreciada por todos.
Habitualmente cada día paseaba y se dirigía hasta un saliente del acantilado que le atraía de una manera especial. Desde allí se sentaba y pasaba las horas contemplando el mar que le invitaba a recordar. En cada vaivén, si las aguas estaban sumisas, pensaba que hubiera sentido ella al bailar un vals. Ella era Claudia, la mujer que conoció cuando había perdido el amor de su pareja y la encontró un verano cuando estaba en el borde del acantilado. Una voz dulce e imperativa, le gritó —no por favor, no lo hagas. Mírame.
Desde aquel día, sin apenas hablar, él y Claudia, se encontraban a la misma hora en aquel lugar tan singular. La expresión le cambiaba cuando aparecía. Claudia parecía levitar cuando se asomaba al pequeño repecho antes de abordar el camino hasta el saliente. Quizás sus cabellos algo rizados y la forma inquieta al caminar lo favorecían. Héctor, al verla, se incorporaba, la invitaba a sentarse a su lado y ella accedía. Él esperaba inquieto cada amanecer para acudir al encuentro. Deseaba que todo se detuviera para acercarse y con una triste excusa, sentirla a su lado. Hasta ese día, Héctor solo había conseguido poder aproximarse a la distancia a la que el olor de su cuerpo rezumaba un aroma que se introducía por la piel y le provocaba un apasionado deseo.
Se repetían los días y para Héctor esa forma de encontrarse con Claudia le bastaba.
Aquella mañana ocurrió algo inexplicable que había roto su habitual calma. Claudia se le acerco más que otros días, él sentía su olor, pero ese aroma era especial; ese día rezumaba una mezcla de deseo y amor. Al llegar frente a él, ahuecó las hombreras y comenzó a deslizar su vestido blanco que cubría su remarcado cuerpo de mujer. El mar se embravecía y la espuma y las gotas de mar alcanzaban su piel. Claudia empapada se agachó y Héctor se atrevió a mirarla. Estaba punto de tocarla, pero una ola diferente alcanzó el saliente y le sobrepasó. Fue tal la sacudida que al retirarse el agua y abrir los ojos Claudia había desparecido. Héctor lloró amargamente y confiaba que Claudia le esperase en el fondo del mar.
Javier Aragüés (31 de julio de 2019)
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