No podía imaginar lo imposible. Faltaban unas horas. Estaba impaciente, luchaba por disimular mis deseos y los signos de inquietud. ¿Llamaban?¿Sería ella? Abrí la puerta. Con una sonrisa ingenua justificaba su negativa a consentir mis sueños. En ellos, me robaba la calma y despertaba el amor; los vivía con esa agitación que solo cesa cuando los labios y las manos se aplacan al sentir a la persona amada, sienten la sencillez de su piel, el candor se extiende por su cuerpo y ella consiente. Pero otro día, oí de nuevo esos golpes tan inequívocos como irreales. ¿Llamaban a la puerta? Al abrirla: nadie, solo la sonrisa. En mi soledad, seguí fabricando sueños.
Javier Aragüés (julio de 2019)
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