Ander jugaba con el tiempo hasta que la conoció. Se llamaba Sara. El azar fue permisivo. Desde ese día todo se detuvo. Él no dejaba de soñarla y se paseaba por su piel hasta alcanzar la orilla del lago de los sueños. Ella, delirante, lo aceptaba. Ander insistía una vez y otra; deambulaba sin permiso por su cuerpo y la besaba sin descanso.
Mientras los besos recorrían su espalda, Sara enmudecía. En el cuello, Ander tomaba aliento para descansar sus labios. Repuesto, avanzaba por el dorso hasta llegar al final. Sara le estaba esperando. Giró armoniosamente su cuerpo para lucir sin complejos su melena clara y ensortijada que levitaba sobre sus hombros y no impedía manifestar la feminidad de su pecho. Ander, desbordado, deslizó sus dedos hasta las puertas del amor. Sara despertó.
Javier Aragüés(julio de 2019)
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