Muchas tardes apoyo la vista sobre las paredes de un descarado cristal prismático que me reconoce. Sin inmutarse, me deja traspasarlo. Descubro algunas hojas desprendidas que se mecen en el agua al fondo de la vasija. En el interior abundan los tallos amputados y firmes, ajenos a mi inquietud; por sus venas aún corre el líquido que da vida y color a pétalos y flores, y las mantiene tersas. Quiero conservar en mi retina tanta belleza, consciente de que la vida es la única dueña y ordenará que se marchite cuando se agote o desaparezca el amor.
Esa tarde especial la espero ensimismado. Se abre la puerta. Es ella. Con una sonrisa de enamorada me advierte que está viva y puede verme. Débil y titubeante me busca hasta apoyar sus labios en los míos. Cierro los ojos. La imagino, la deseo y la beso. Mientras, un leve vuelo anuncia que un pétalo se desprende. Es el final —no el de nuestro amor— porque ella se va.
Esa tarde especial la espero ensimismado. Se abre la puerta. Es ella. Con una sonrisa de enamorada me advierte que está viva y puede verme. Débil y titubeante me busca hasta apoyar sus labios en los míos. Cierro los ojos. La imagino, la deseo y la beso. Mientras, un leve vuelo anuncia que un pétalo se desprende. Es el final —no el de nuestro amor— porque ella se va.
Javier Aragüés (Julio de 2019)
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