domingo, 4 de agosto de 2019

1969





En esos años eran ostensibles las penurias en muchas casas y la falta de recursos, mientras que  la tristeza y el color gris circulaban con naturalidad. 

Hoy, hace cincuenta años que paseaba mis diecisiete por la escalinata de la indeleble escuela de ingenieros. Me sentía un privilegiado al ascender por los peldaños que marcaban la diferencia entre ser un individuo común y un elegido, remarcado por el hecho de mi juventud. 

Hasta hacía pocos años la universidad estaba abierta exclusivamente a los hijos de la burguesía. El desarrollo industrial permitía que otros estamentos sociales como el de los hijos de comerciantes o funcionarios, como era mi caso, tuvieran un oportunidad. 

Aún reconociendo cierta preparación académica, a los pocos meses de estancia en la escuela, descubrí que la diferencia estaba disfrazada aunque existía. Eras un privilegiado o no. La disimilitud de las clases sociales, que en aquellos años era patente, hacía de filtro invisible que seleccionaba a los que pretendían acceder a ese estatus. Entre los elegidos para poder pertenecer a una clase social privilegiada, aunque todo éramos compañeros, se evidenciaban diferencias manifiestas.

Ante el profesorado y ante la sociedad se quería hacer aflorar un corporativismo inexistente, enmascarando las notables desigualdades. Era evidente que los que acudían en coche a las clases no coincidían con los que llegábamos hasta el pie de las escaleras de la escuela caminando o en autobús. Además, siempre había algún profesor que rebuscaba en el listado de alumnos hasta encontrar el apellido de un compañero de promoción o el de un colega del trabajo. No había tantos pero si se identificaba al agraciado, el silencio y el intercambio de miradas de los que no teníamos coche cruzaban el ambiente del aula. Hasta que el prolongado silencio lo interrumpía el apellido del alumno y la sonrisa cómplice del profesor.

Esto que parecía no tener importancia, era el punto de ignición para que entre clase y clase se formasen grupos y fuera un tema de chascarrillo. El grupo de los que tenían coche y parecían distinguidos, no era numeroso. Todos repeinados, oliendo a colonia cara y con la misma fragancia. Los otros grupos, tres o cuatro, eran bastante heterogéneos. Chicos con vaqueros descuidados, camisas de algodón por encima del pantalón. Las barbas incipientes y dejadas asomaban en sus rostros consumidos y muchos de ellos apuraban un cigarrillo, que hacía poco que cogían con seguridad. Los desarrapados hablaban y los niños ricos empleaban tonos de voz graves para debatir  entre ellos. Nunca descubrí si las voces eran naturales o impostadas. Era una forma más de querer diferenciarse y exhibir una voz artificial de machos educados para someter a todo lo que era débil.    

De las chicas poco se podía decir. En aquella época estaban desaparecidas y las que había, apenas se mostraban. Bastante tenían con evidenciar lo mas trivial. Los aseos no reconocían su morfología y tenían que compartirlos con los del resto de los alumnos varones, ignorando la privacidad. 





Con este panorama iniciaba la universidad. Algo ocurrió ese primer año que iba a cambiar mi vida.
Las protestas universitarias se repetían y alcanzaban a facultades y escuelas técnicas. Unos cuantos estudiantes se significaban organizando asambleas y convocando manifestaciones. Entonces, a pesar de la represión política, era más fácil alinearse en el lado acertado, aunque el miedo lo impidiese y en muchos casos la cárcel cambiara la vida de aquellos compañeros.


Yo admiraba a aquellos estudiantes que eran capaces de situarse al frente de la reivindicaciones y estaban dispuestos, aun a riesgo de ser encarcelados, a encabezar el movimiento estudiantil. Me sentía identificado con esa lucha contra la dictadura pero no me veía capaz de ser uno de ellos. Era consciente del miedo que la situación política me producía y procuraba aproximarme a los estudiantes más significados para tantear su reconocimiento y  pasar a ser uno más de la vanguardia estudiantil.     

Tuvieron que transcurrir unos meses hasta que un tarde, después de una asamblea, uno de los estudiantes más admirado del movimiento estudiantil, se llamaba Arturo Mora, se quedó rezagado intencionadamente y se puso a caminar a mi altura mientras salíamos de la escuela.     

Arturo no se parecía a ninguno, ni quería. Sus convicciones sobre la lucha por las libertades  
sobrepasaban su propia ideología. Era hijo de una mujer de la barriada madrileña de Vallecas que no tenía otra formación que la que le permitía limpiar casas. Era madre de dos hijos, el mayor Arturo y el otro más pequeño para el que Arturo era un verdadero padre. Además de ser un hijo ejemplar y un brillante estudiante, Arturo era un líder nato, muy apreciado en el barrio y por su familia.

Esa tarde y los días posteriores iban a condicionar mi vida. Arturo me habló abiertamente del partido comunista. Me conmocionó en dos sentidos. Arturo me hacía una confesión que no estaba al alcance de otros estudiantes. Nadie sabia la pertenencia o no a un partido y menos al comunista. En esos momentos ser acusado de organización ilegal y en concreto al partido podría suponer un expediente universitario, ser expulsado de la universidad y una condena de hasta treinta años de cárcel. Desde luego valoraba su  confesión y más aun el compromiso que me trasladaba; a partir de ese momento yo era conocedor y por tanto, cómplice de ese hecho. 

No fue casual que Arturo me buscara, porque después de una hora hablando y argumentando a favor de la necesidad de la conquista de las libertades en nuestro país, continuó con la responsabilidad social y política de nuestra generación para transformar las cosas, mejor dicho" de la realidad", utilizando el lenguaje marxista que le caracterizaba.  

Esa noche y las siguientes estuve tan alterado que no conseguía dormir. Durante el día, el miedo y la prevención se apoderaban de mi. Mi vida dejó de ser normal. Después de un mes de la conversación con Arturo Mora, ingresé en el partido comunista. La militancia se desarrollaba en la más absoluta clandestinidad y hacía que la organización adquiriera rasgos casi místicos. Se organizaba en células, constituidas por cinco o seis militantes que utilizaban nombres supuestos. El mío era Oscar. Había un responsable al frente de cada célula de tal manera que los componentes de una célula no conocían a otros miembros de la organización. Solo el responsable se integraba en un órgano superior, con otros responsables. Y así de forma reticular se construía la estructura. El órgano máximo en la universidad era el Comité Universitario.

Después de siete años de militancia tuve el privilegio de ver como se derrocaba a la dictadura de una manera dulce, pero insatisfactoria para muchos antifranquistas, que veían como el dictador moría en la cama y social y políticamente se tuvieron que hacer muchas concesiones debido a como se produjo la transición.



Mi vida después de la muerte de Franco sufrió un desajuste como la de muchos de los que habían hecho un paréntesis histórico. Era difícil rehacer la vida con normalidad. Después de aquellos años solo  quedaban los recuerdos románticos de una etapa que quería haber sido revolucionaria y había quedado  lejos de los ideales de juventud. 

Nuestra pertenencia a Europa —la de nuestro país—y los intereses económicos del mundo occidental condicionaron el cambio que no pudo ser otro que ese tránsito ejemplar y ordenado.

Tuve que acostumbrarme a recrear y construir una vida, ordenando los menguados ideales, conservando los principios éticos y morales básicos y buscando una compañera para esta vida, la real.




Javier Aragüés (agosto 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                            

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