Desde el 10 de enero de 1810, todos los días se veía en los jardines
de una mansión señorial de Madrid a Elvira, con su delantal y una
disimulada cofia. El palacete estaba situado en la Cuesta de la Vega, junto al
Palacio Real. Ella encendía todas las velas de los pomposos candelabros que
esparcían sus destellos por los salones y recovecos de la casa, casi siempre ocupada por invitados.
En el palacete destacaban los grandes ventanales envueltos por cortinones burdeos, abrochados con cordones trenzados que remataban en borlas de filigranas doradas. Los lienzos arropaban los majestuosos salones barrocos donde cada tarde debatían los convidados.
Había una placa de mármol en el vestíbulo.
Elvira era la única persona de la servidumbre que aunque mal, podía leer. Al dirigirse a la señora, intentaba pronunciar el nombre completo, lo que le resultaba imposible e irritaba a la condesa; cuando estaba a solas con Elvira la reprendía.
—¡Elvira, basta ya! Debe dirigirse a mí como señora
condesa, con eso es suficiente,
—Como diga la señora condesa — asentía Elvira asustada.
La condesa era viuda de don Pedro de Alcántara Téllez - Girón y Pacheco, IX Duque de Osuna. Había heredado una fortuna considerable e innumerables títulos nobiliarios, pero no había conseguido desprenderse del desprecio a los que consideraba sus lacayos. A pesar de todo, Elvira se había convertido en la doncella de confianza de la señora condesa.
—Elvira, don Francisco por lo que vendrá a menudo; le he encargado una pintura que represente a toda la familia. Para que pueda pintar a mi marido utilizará como modelo un retrato del Duque de Osuna, el cuadro que está en el salón de caza. Quiero que le atienda usted en persona. Cuando se vaya, me avisa.
—Como diga la señora condesa — asentía inclinando varias veces la cabeza.
El día que acabó el cuadro, don Francisco le explicaba a la aristócrata.
—Observad, señora condesa. Aquí está. En este lienzo podéis contemplar cómo sois, cómo es vuestra familia.
La condesa mientras miraba el cuadro se dirigió al pintor.
—Don Francisco; me gustaría contemplar cómo captaríais mi cuerpo. ¿Me pintaríais desnuda?
—Si así lo queréis, lo haré; solo con la condición
de que nadie podrá ver el cuadro hasta que yo os lo enseñe.
—Por supuesto, don Francisco.
El día en que comenzó a pintar las las partes más íntimas del cuerpo de la condesa, pasaba una y otra vez el pincel por los senos, corregía el color, miraba, medía y se aproximaba una y otra vez sin rozarla. Gran parte del tiempo dejaba de pintar y solo la observaba.
La pintura avanzaba y correspondía perfilar el vientre. Esa mañana, don Francisco entró en el dormitorio. La condesa le esperaba desnuda,
tumbada en la cama; él se acercó, la señora notó cierto rubor en la cara y cómo un calor se extendía por todo su cuerpo. Don Francisco tomó sus manos e incorporándola, la ciñó por la cintura y la besó con vehemencia; sus manos jugueteaban con la partes del cuerpo que acababa de pintar. La lengua se deslizaba por la piel de la dama sin descanso. La cogió en sus brazos, la mano izquierda de ella se posó en su cuello y la otra pasó por las corvas de las piernas que pendían como plumas. Con delicadeza, la colocó sobre el lecho.
Ella había dejado de ser la condesa desde el primer momento de pasión para ser María Josefa o mejor Mari Pepa, como llamaban a las majas. Los brazos relajados y a lo largo del cuerpo esperaban a Francisco. Entre sofocos, hicieron el amor en varias ocasiones hasta caer extenuados, entonces llegó el silencio.
Duró unos instantes, porque se rompió por los gemidos de la condesa junto a un grito de desencanto mientras seguía sollozando.
En el palacete destacaban los grandes ventanales envueltos por cortinones burdeos, abrochados con cordones trenzados que remataban en borlas de filigranas doradas. Los lienzos arropaban los majestuosos salones barrocos donde cada tarde debatían los convidados.
Había una placa de mármol en el vestíbulo.
PALACETE CONSTRUIDO EN 1784 por
Doña María Josefa de la Soledad Alonso
Pimentel
Condesa-Duquesa de Benavente
—Como diga la señora condesa — asentía Elvira asustada.
María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Osuna. Pintor Francisco de Goya |
La condesa era viuda de don Pedro de Alcántara Téllez - Girón y Pacheco, IX Duque de Osuna. Había heredado una fortuna considerable e innumerables títulos nobiliarios, pero no había conseguido desprenderse del desprecio a los que consideraba sus lacayos. A pesar de todo, Elvira se había convertido en la doncella de confianza de la señora condesa.
En los mentideros de la corte de Carlos IV, "la
condesa" —como se la llamaba con cariño — era conocida por la
atención y por la perceptibilidad
que expresaba con sus convidados. También decían que estaba considerada como una de las damas más conspicuas de la nobleza española por dedicar toda su vida a la protección de las artes y en particular, de la pintura y del pintor Francisco de Goya. Todos estos rumores, opiniones y chismorreos iban acompañados de una voz unánime: "¡Qué poco agraciada es la señora condesa!", que sin duda había llegado a sus oídos.
Todas las tardes acudían a la mansión muchas personas destacadas de la corte: aristócratas políticos, intelectuales e incluso toreros. Por supuesto no podía faltar don Francisco de Goya, pintor del rey. Las tertulias se prolongaban hasta la madrugada.
Con motivo de un encargo al pintor, la condesa daba instrucciones a Elvira de cómo debía comportarse.
que expresaba con sus convidados. También decían que estaba considerada como una de las damas más conspicuas de la nobleza española por dedicar toda su vida a la protección de las artes y en particular, de la pintura y del pintor Francisco de Goya. Todos estos rumores, opiniones y chismorreos iban acompañados de una voz unánime: "¡Qué poco agraciada es la señora condesa!", que sin duda había llegado a sus oídos.
Todas las tardes acudían a la mansión muchas personas destacadas de la corte: aristócratas políticos, intelectuales e incluso toreros. Por supuesto no podía faltar don Francisco de Goya, pintor del rey. Las tertulias se prolongaban hasta la madrugada.
Con motivo de un encargo al pintor, la condesa daba instrucciones a Elvira de cómo debía comportarse.
—Elvira, don Francisco por lo que vendrá a menudo; le he encargado una pintura que represente a toda la familia. Para que pueda pintar a mi marido utilizará como modelo un retrato del Duque de Osuna, el cuadro que está en el salón de caza. Quiero que le atienda usted en persona. Cuando se vaya, me avisa.
—Como diga la señora condesa — asentía inclinando varias veces la cabeza.
El día que acabó el cuadro, don Francisco le explicaba a la aristócrata.
Familia del Duque de Osuna. Pintor Francisco de Goya |
—Observad, señora condesa. Aquí está. En este lienzo podéis contemplar cómo sois, cómo es vuestra familia.
—Estoy muy impresionada, don Francisco, sois capaz de representar el alma de
los modelos.
—No es mérito mío. Vuestros rasgos son
especiales. Reflejan vuestra inquietud permanente por el arte y la cultura, vuestro
refinamiento y cómo sabéis rodearos de destacados artistas e intelectuales —contestaba don Francisco sin dejar de adular a la condesa, evitando mencionar la palabra belleza.
— Habéis captado la bondad del difunto duque y la inocencia de
mis hijos. Todos respiramos serenidad.
La condesa mientras miraba el cuadro se dirigió al pintor.
—Don Francisco; me gustaría contemplar cómo captaríais mi cuerpo. ¿Me pintaríais desnuda?
—Si así lo queréis, lo haré; solo con la condición
de que nadie podrá ver el cuadro hasta que yo os lo enseñe.
—Por supuesto, don Francisco.
El pintor trasladó todo los útiles de pintura al dormitorio
de la condesa. Ella le esperaba cada mañana cubierta con una bata
semitransparente de gasa de seda. Cada sesión se prolongaba hasta la hora de comer. La señora condesa se vestía y junto con Elvira despedían a don Francisco.
El día en que comenzó a pintar las las partes más íntimas del cuerpo de la condesa, pasaba una y otra vez el pincel por los senos, corregía el color, miraba, medía y se aproximaba una y otra vez sin rozarla. Gran parte del tiempo dejaba de pintar y solo la observaba.
La pintura avanzaba y correspondía perfilar el vientre. Esa mañana, don Francisco entró en el dormitorio. La condesa le esperaba desnuda,
tumbada en la cama; él se acercó, la señora notó cierto rubor en la cara y cómo un calor se extendía por todo su cuerpo. Don Francisco tomó sus manos e incorporándola, la ciñó por la cintura y la besó con vehemencia; sus manos jugueteaban con la partes del cuerpo que acababa de pintar. La lengua se deslizaba por la piel de la dama sin descanso. La cogió en sus brazos, la mano izquierda de ella se posó en su cuello y la otra pasó por las corvas de las piernas que pendían como plumas. Con delicadeza, la colocó sobre el lecho.
Ella había dejado de ser la condesa desde el primer momento de pasión para ser María Josefa o mejor Mari Pepa, como llamaban a las majas. Los brazos relajados y a lo largo del cuerpo esperaban a Francisco. Entre sofocos, hicieron el amor en varias ocasiones hasta caer extenuados, entonces llegó el silencio.
Duró unos instantes, porque se rompió por los gemidos de la condesa junto a un grito de desencanto mientras seguía sollozando.
Elvira oyó a la señora y exclamó, temerosa:
—¿Me necesitáis?
—No Elvira, no—respondió azarada la condesa.
En el dormitorio la tela blanca que cubría el lienzo estaba en el suelo y el cuadro acabado al descubierto. Una mujer tumbada, desnuda, ocupaba la tela, pero no era la Condesa-Duquesa de Benavente.
—¿Me necesitáis?
—No Elvira, no—respondió azarada la condesa.
En el dormitorio la tela blanca que cubría el lienzo estaba en el suelo y el cuadro acabado al descubierto. Una mujer tumbada, desnuda, ocupaba la tela, pero no era la Condesa-Duquesa de Benavente.
Javier Aragüés (febrero de 2019)
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