miércoles, 27 de febrero de 2019

LA VECINA DE LA OTRA ESCALERA

"Me da igual que no me haga caso. A mí me gusta Maricarmen", le repetía a Toñín, cada vez que pronunciaba el nombre de aquella vecina dela otra escalera. 
Toñin era un vecino, pero de mi escalera. No teníamos secretos, más allá de aquello que yo le había jurado que jamás le contaría a nadie y que él repetía, siempre que quería hacerse el interesante, para quedar por encima.
Recuerdo cuando un día en su casa, que se le calló un frutero de cristal. Bastaba mirar aquello para asegurar que se haría añicos antes de llegar al suelo. Pues me hacía jurar que jamás le diría su madre que sabíamos de qué frutero hablaba y es más, que yo nunca había visto el dichoso frutero. Y así una tras otra. Pero un día me dijo muy serio.

—Yo he hecho una cosa que no te la puedo contar; bueno te la cuento si me juras que no se la dirás a nadie, aunque te maten. No es una tontería. Me lo tienes que jurar por...  —decía Toñín en voz tan baja, que yo apenas le entendía.

A continuación se callaba, se ponía rojo, muy rojo y nunca decía por quién tenía que jurar.

 — ¿Por quién? —le preguntaba, una y otra vez, para enterarme de aquella “cosa”, cómo la llamaba él.

Hasta que Toñín parecía que se daba por vencido.

—Por ese, ya sabes, no lo digo porque es pecado. Bueno. ¿Me lo juras, sí o no? 

— ¡Te lo juuuro! —contestaba alargando la "u" todo lo que podía, para que pareciera que juraba de verdad.

Pero me lo pensaba antes de contestarle, por si era pecado jurar por aquello. Al final terminaba diciendo: "Sí, te lo juro". Eso sí, con más ganas la primera vez, porque no sabía lo que me ocultaba, pero Toñín continuaba sin decírmelo.

Un día Toñín me espetó. “Me lo juras por Dios o no te lo digo”. Ni le contesté.
Desde entonces no me lo pidió más.

Pasaron bastantes días, hasta que se decidió; después de haberme tenido en vilo tanto tiempo, me dijo lo que era la cosa tan importante. 

—Solo lo sabrás tú. Fue aquella vez, cuándo mis padres y los de Rosita, —era la hija de la portera—pasaron un día en el campo y...  

Se oyó la puerta. La madre de Toñin había vuelto de hacer un recado. "¡Niños, a merendar!", gritó la madre desde la cocina. 
Después del colegio no subía a mi casa, me quedaba con Toñin hasta la hora de cenar y venía mi madre a recogerme —por cierto bastante tarde. Algún día, si mi madre no venía a buscarme, me quedaba a dormir con él. Todo me parecía bien, pero no entendía por qué tardaba tanto mi madre.

Las tardes de juegos en casa de Toñin se repitieron hasta que cumplí nueve años, los dos teníamos la misma edad. En ese mismo año, una tarde que estábamos en su casa y su madre había salido a comprar, Toñín me cogió de la mano con mucha intriga y me llevó a su habitación, bueno, al único dormitorio de la casa, porque como en la mayoría de las casas de mi escalera eran pequeñas, solo tenían la cocina, un lavabo y un dormitorio por lo que  Toñín tenía que dormir con sus padres; cerró la puerta y me dijo.






—Te voy a contar lo que hicimos Rosita y yo aquel día. Nos escondimos detrás de un árbol, nos tumbamos y ella me agarró de aquí.

Me apretó fuerte el pene. Yo me asusté. Le quité la mano y corrí hasta la cocina. Sonó la puerta, era la madre de Toñin.


Desde aquel día, no quise volver a su casa. Por las tardes me quedaba haciendo los deberes y pensando en Maricarmen. Aunque apenas conocía a la vecina de la otra escalera, estaba seguro que no era como Rosita y que mí nunca me pasaría lo que le que le hizo a Toñín. Mis pensamientos y mi imaginación estaban dedicados a ella, a “mi novia”. Así llamaba a Maricarmen, cuando nadie me oía o estaba solo; las dos cosas sucedían siempre.

Yo era vecino de Maricarmen, pero de diferente escalera. En el edificio había dos: una para los pisos exteriores que daban la calle, arrancaba desde el portal y apenas se utilizaba porque había ascensor; y la interior, sin ascensor, que subía desde un patio de luces y en el quinto piso vivíamos mi madre y yo.

Veía a Maricarmen todas las mañanas en el portal, cundo esperaba el autobús del colegio que la venía a recoger. Me levantaba temprano para estar allí. Si se ponía a mi lado —raras veces lo hacía— me preguntaba y yo contestaba sin escucharla: "Estoy esperando a un compañero de mi clase". Esperábamos a que Maricarmen subiera al autobús y entonces nos íbamos caminando. Tenía suficiente con ese momento para soñar con ella e imaginar cómo estaríamos los dos cuando pasara el tiempo.

Pasaron los años, Maricarmen se casó con un médico. Me la encontré por casualidad, al lado de mi casa; al verme, creo recordar que su cara se iluminó. Cruzamos frases intrascendentes, me dio un par de besos y se marchó. 

La seguía viendo como la vecina de la otra escalera, la que esperaba el autobús de su colegio en el portal. Yo, ya no esperaba a nadie.    


Javier Aragüés (marzo de 2019)

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