lunes, 29 de febrero de 2016

LA RANA Y LA CALAVERA

La minúscula villa de la meseta se escondía bajo una masa estática y plomiza, una cúpula a punto de reventar. Un fulgor acompañado de gran estruendo dio paso a la lluvia. Ese día había mercado. Los pórticos de la plaza protegían a labriegos, artesanos y tratantes. En el lado opuesto, corrían dos clérigos tras un caballero. Los menesterosos, inmóviles, veían avanzar a grandes pasos a los tres privilegiados, que alcanzaron la Catedral de Santa María sin apenas mojarse. 











Los clérigos ocuparon su lugar en el coro y el caballero se situó en la nave central, en el lugar reservado a los nobles; las damas, en la misma nave, a la izquierda. La ceremonia, la ofició el obispo electo, en presencia del rey. Al finalizar el acto y desfilar la comitiva, los jóvenes monjes esperaban rezagados en el atrio, a la doncella de doña Leonor, la dulce Teresa. Los dos querían atraer su atención, se sentían cautivados por aquella mujer, sencilla y discreta; esta última era la virtud que valoraban para acercarse sin temor por su condición de siervos del Señor. Todos abandonaron el templo que también  albergaba la universidad.  La fachada de la puerta principal  estaba presidida por una lúgubre calavera y, sobre ella, una insignificante rana.  

Corría la leyenda que en las noches de lluvia, la rana se protegía en una de las cuencas del pulido cráneo. La lluvia corría por la fachada
de color ocre apagado, por las voces y la luz. Dejó de llover.

Doblaron, con rapidez la esquina del edificio de la universidad; los jóvenes se dirigían a la antigua librería de la calle empinada que conducía a la Plaza de las Escuelas. Iban a recoger los manuscritos que contenían los oficios de la orden para preparar las traducciones que Efraín, librero de origen judío, les había encargado. Los dos eran especialistas en lenguas latinas. A Teresa la habían conocido cerca de la Plaza Mayor, cuando los tres se refugiaban del inesperado aguacero. Ella, bajo los melancólicos soportales y con su dulce mirada, alentaba las insinuaciones de los jóvenes. Con el tiempo, Tomás y Teresa se volvieron inseparables aunque negaban cualquier relación sensual, admitían un vínculo espiritual y trascendente. Según ellos, eran meros compañeros de universidad, para Agustín había algo más. En una de esas tardes que quedaban con frecuencia en el mismo lugar donde se habían conocido,
Agustín, en ausencia de Tomás, aprovechó para preguntar a Teresa la  relación entre ellos.

-Si es cierto, somos algo más que amigos. Somos otros cuando no estás, me acompaña y solos, en el portal de la residencia, declaramos nuestra fidelidad- dijo con rubor.

-Lo entiendo, Tomas es más sosegado, paciente y creíble, frente a mi inquietud, ansiedad y  extravagancia. No te convengo-le dije. Esperaba una frase, algún gesto de ella que lo negara, que me diera alguna esperanza. No fue así. Volvió Tomas y sugirió.

-Podríamos ir a la universidad, en la biblioteca, avanzar las traducciones, mientras Teresa lee alguno de los clásicos religiosos, que tanto admira, y en particular la vida de Jesús como hombre.
Hicieron un descanso y fumaron un cigarrillo. Se conminaron a rastrear la fachada con más detalle. Agustín intervino.

-Mira Tomas, en lo que solo parece una profusión de filigranas, se esconden, inmóviles, seres vivos e imaginarios. Bajo esas formas, se emboscan la calavera y la rana. Toda un iconografía en piedra de color ocre atardecer-Teresa, atenta, releía la fachada.













Agustín dirigiéndose a los dos, comenzó a relatar.

-Corre la leyenda de que una rana salta a los cuencos de la calavera para protegerse los días de lluvia.  Hoy es un día propicio, está a punto de tronar y amenaza un chaparrón-Teresa seguía muy atenta el relato de Agustín.

Los tres esperaron hasta oír el primer estrépito y el ruido de la lluvia al caer por las gárgolas. Cada uno vio moverse la rana y ocultarse en uno de los cuencos del cráneo. No se atrevían a reconocerlo. ¿Quién  podría interpretarlo? Agustín aprovechó la ocasión para sorprender  a Teresa y  ningunear a Tomás.

-Lo extraordinario, además del salto del batracio, es que la calavera pueda hablar. La descarnada sesera relata una historia que  en la Edad Media cantaban los juglares poniendo voz al maestro en doblegar la piedra: “La rana y yo somos un símbolo para el tallador al trabajar la roca. La gente no entiende por qué tallo y tallo”. 
¿Qué mensaje nos deja? -Preguntó Agustín como si se tratara de adivinar un acertijo. La calavera lo resuelve poniendo voz al tallador:

"Los que vienen a ver la fachada, solo miran la calavera y la rana, así escondo mi identidad y burlo a la Inquisición que no llega a distinguir porque una fachada con medallones de reyes y de sus hijos, de nobles, de beatos hieráticos y personajes desconocidos; representa la resurrección de todos, y a la vez, pone de manifiesto que la resurrección es imposible, de hecho todos aparecen estáticos y petrificados. Al pasar los años los inquisidores interpretarán el mensaje. Desde el anonimato, solo soy  reconocible por el icono; he burlado a la Santa Inquisición,  La leve sospecha en este sentido y la finalidad de mi obra hizo que el Santo Oficio me acusara de hereje".

Agustín se escuchaba  y, a la vez, miraba a sus amigos. Para Teresa y Tomas la leyenda era verosímil, siempre que no se negara la resurrección de los muertos; como creyentes justificaban la existencia del Santo Oficio a pesar de las atrocidades cometidas en nombre de la Iglesia. Interpretaban que el discurso de la calavera y la movilidad de la rana tenían explicación siempre que se admitiera la intervención de Dios. Llegados este punto, Agustín defendió que verdad y racionalidad, eran inseparables. Era incrédulo hasta el extremo de que  solo su madre había conseguido desviar de su pensamiento agnóstico. 

Desde aquel momento la relación se enfrió, Tomás y Teresa hicieron sus planes juntos, mientras Agustín, sólo, caminaba a la radicalidad. Nunca olvidaron que una rana y una calavera, talladas en piedra, y la lluvia  habían esculpido sus vidas, sin posibilidad de escapar.

¡Ay de quién se acerque a la fachada del templo sin otra intención que encontrar la rana y la calavera!  Y si lo hace, que busque un día soleado.





Javier Aragüés (julio de 2016)

viernes, 19 de febrero de 2016

UN MAMUT EN LA BIBLIOTECA

Era una de esas de tardes sofocantes del mes de julio de 1.565, hasta los pájaros estaban paralizados por el calor. La minúscula villa de la meseta se escondía bajo una masa estática y plomiza, una cúpula a punto de reventar. Un fulgor acompañado de gran estruendo dio paso a la lluvia. Ese día había mercado. Los pórticos de la plaza protegían a labriegos, artesanos y tratantes. En el lado opuesto, corrían dos clérigos tras un caballero. Los menesterosos, inmóviles, veían avanzar a grandes pasos a los tres privilegiados, que alcanzaron la Catedral de Santa María sin apenas mojarse. Los clérigos ocuparon su lugar en el coro y el caballero se situó en la nave central, en el lugar reservado a los nobles; las damas, en la misma nave, a la izquierda. La ceremonia, la ofició el obispo electo, en presencia del rey. Al finalizar el acto y desfilar la comitiva, los jóvenes monjes esperaban rezagados en el atrio, a la doncella de doña Leonor, la dulce Teresa. Los dos querían atraer su atención, se sentían cautivados por aquella mujer, sencilla y discreta; esta última era la virtud que valoraban para acercarse sin temor por su condición de siervos del Señor.
Todos abandonaron el templo que también  albergaba la universidad.  La fachada de la puerta principal  estaba presidida por una lúgubre calavera y sobre ella una insignificante rana.  Corría la leyenda de que en las noches de lluvia, la rana se protegía en una de las cuencas del cráneo pulido. La lluvia discurría por la fachada de color ocre apagado por las voces y la luz. Dejó de llover. 
















Doblaron, con rapidez la esquina del edificio de la universidad; los jóvenes se dirigían a la antigua librería de la calle empinada que conducía a la Plaza de las Escuelas. Iban a recoger los manuscritos que contenían los oficios de la orden para preparar las traducciones que Efraín, librero de origen judío, les había encargado. Los dos eran especialistas en lenguas latinas. A Teresa la habían conocido cerca de la Plaza Mayor, cuando los tres se refugiaban del inesperado aguacero. Ella, bajo los melancólicos soportales y con su dulce mirada, alentaba las insinuaciones de los jóvenes. Con el tiempo, Tomás y Teresa se volvieron inseparables aunque negaban cualquier relación sensual, admitían un vínculo espiritual y trascendente. Según ellos, eran meros compañeros de universidad, para Agustín había algo más. En una de esas tardes que quedaban con frecuencia en el mismo lugar donde se habían conocido, Agustín, en ausencia de Tomás, aprovechó para preguntar a Teresa la  relación entre ellos.

-Si es cierto, somos algo más que amigos. Somos otros cuando no estás, me acompaña y solos, en el portal de la residencia,  declaramos nuestra fidelidad- dijo con rubor.
-Lo entiendo, Tomás es más sosegado, paciente y creíble, frente a mi inquietud, ansiedad y  extravagancia. Yo, no te convengo-dije. Esperaba una frase, algún gesto de ella que lo negara, que me diera alguna esperanza. No fue así.

Volvió Tomás y sugirió.
-Podríamos ir a la universidad. En la biblioteca podríamos avanzar las traducciones, mientras Teresa lee alguno de los clásicos religiosos, que tanto admira, y en particular la vida de Jesús como hombre.
Hicieron un descanso y fumaron un cigarrillo. Se conminaron a rastrear la fachada con más detalle. Tomo la palabra Agustín.
-Mira Tomás, en lo que solo parece una profusión de filigranas, se esconden seres vivos e imaginarios. Bajo esas formas, se emboscan la calavera y la rana. Toda un iconografía en piedra de color ocre atardecer-Teresa, atenta, releía la fachada.
Agustín dirigiéndose a los dos, comenzó a relatar.
-Corre la leyenda de que una rana salta a los cuencos de la calavera para protegerse los días de lluvia.  Hoy es un día propicio, está a punto de tronar y amenaza un chaparrón-Teresa seguía muy atenta el relato de Agustín.
Los tres esperaron hasta oír el primer  estrépito  y caer la lluvia. Cada uno vio moverse la rana y ocultarse en uno de los cuencos del cráneo. No se atrevían a  reconocerlo. ¿Quién  podría interpretarlo? Agustín aprovechó la ocasión para 
 sorprender  a Teresa y  ningunear a Tomás.

-Lo extraordinario, además del desplazamiento del batracio, es que la calavera llegue a hablar ¿la habéis oído? La descarnada sesera relata una historia que  en la Edad Media cantaban los juglares. “La rana y yo somos un símbolo para el tallador al trabajar la piedra. La gente no entiende por qué talla y talla”. Qué mensaje nos deja? Pregunta Agustín como si se tratara de adivinar un acertijo. La calavera lo resuelve poniendo voz al tallador:
"Los que vienen a ver la fachada, solo miran la calavera y la rana,  así escondo mi identidad y burlo a la Inquisición. No llega a distinguir porque una fachada con medallones de reyes y de sus hijos, de nobles, de beatos hieráticos y personajes desconocidos; representa la resurrección de todos, y a la vez, pone de manifiesto que la resurrección es imposible, de hecho todos aparecen petrificados. Al pasar los años los inquisidores interpretarán el mensaje. Desde el anonimato, solo soy  reconocible por el icono; he burlado a la Santa Inquisición,  La leve sospecha en este sentido y la finalidad de mi obra hizo que el Santo Oficio me acusara de hereje" 
Agustín se escuchaba  y, a la vez, miraba a sus amigos.
Para Teresa y Tomás la leyenda era verosímil, siempre que no se negara la resurrección de los muertos; como creyentes justificaban la existencia del Santo Oficio a pesar de las atrocidades cometidas en nombre de la Iglesia. Interpretaban que el discurso de la calavera y la movilidad de la rana tenían explicación siempre que se admitiera la intervención de Dios. Llegados este punto, Agustín defendió que verdad y racionalidad, eran inseparables. Era incrédulo hasta tal punto de que  solo su madre había conseguido apartarle de su posición agnóstica.
Desde aquel momento la relación se enfrió, Tomás y Teresa hicieron sus planes juntos; mientras Agustín, sólo, caminaba a la radicalidad.
A partir de entonces, nunca olvidaron que una rana y una calavera, talladas en piedra y la lluvia  habían esculpido sus vidas, sin posibilidad de escapar.
¡Ay de quién se acerca a la fachada del templo sin otra intención que buscar la rana y la calavera!  Y si lo hace, que busque un día soleado.


viernes, 12 de febrero de 2016

LA PIRAÑA DE PLÁSTICO


El veinticuatro de noviembre de 1962, Día de Acción de Gracias, un Ford Mustang de alquiler, destartalado y con matrícula de Houston, circula por  la carretera interestatal noventa. Una ruta con poco tráfico.  Zigzagueante en tramos y acharolada en los meses de invierno. Los tres ocupantes se dirigen a la ciudad de Beaumont donde vive la familia de Dylan. La cortina de lluvia no cesa. Las gotas borbotean en el asfalto. Austin imagina los charcos repletos de salmones y pirañas de plástico en los  improvisados remansos  Ensimismado con sus juegos de niño, se acomoda en el asiento trasero. Dylan y Jane, tensos, no quitan los ojos de la carretera. Crece la preocupación. Él duda si continuar o pasar la noche en un motel de la pequeña población de Winnie. O lo que es lo mismo, renunciar a la cena con su familia. Vivir un día tan especial en aquel rincón, estar junto a Jane, y Austin como observador. La lluvia decide.







MOTEL EN EL OESTE. EDVARD HOPPER 

El motel “REST”, tiene como mucho veinte habitaciones. Esta noche, todas vacías. Mss. Parker, recepcionista por obligación, bosteza. Nos pide un nombre para inscribirnos: “Scott. Dylan Scott”.
Mss. Parker recita: “Son setenta y cinco dólares la noche. El número del apartamento: el dos.  Hay que dejarlo libre por la mañana, antes de la diez y media ". Nos da la llave: “Si queréis comer algo, enfrente hay una cafetería, aunque dudo que esté abierta”. Se apoya sobre el pequeño mostrador y continúa durmiendo. Nos da una habitación con mobiliario deteriorado y de mal gusto. Cortinas mugrientas, una cama desvencijada con dos cojines inmundos. Un aseo y luz escasa.

Jane va al lavabo. Austin y  Dylan hablan.

- No sé lo que hacen las mujeres cuando van al lavabo.

- Austin, no me atrevo a generalizar. Hacen lo que tú y yo no sabemos. No pierden el tiempo. Piensan y se satisfacen a la vez. Yo solo puedo hacer una de las dos. Tú, ninguna. Siempre estás ausente.

Jane sale del aseo.
 
- ¡Pasa Dylan, pasa y cierra la puerta!- Jane observa  a Austin. Están solos.

-¿Jane, por qué me miras?







-Os he oído. Vives en tu infancia. Como dice Dylan, no puedes observar y poseer a la vez. Eres un aprendiz de voyeur- Austin enmudece. ¿Cómo justificarse ante ella? La ve como una piraña de plástico junto a un  salmón. No se atreve a tocarla por miedo a que ataque. Jane sigue hablando.

- Dylan es capaz de conseguir todo lo que se propone. Cada semana me invita cenar. Hablamos de lo que no tenemos en común.  Defiende la fidelidad en la pareja, yo no. Me atrae. Nos acostamos y no pregunta.

 Dylan vuelve al salón-dormitorio.

- ¿Habéis pensado cómo dormiremos?-Austin, en silencio, quiere seguir soñando con sus peces de plástico.

-Prefiero dormir en la moqueta. Tengo bastante con dos cojines.
Jane y Dylan se acuestan. La cama traquetea. Austin no concilia el sueño. Se levanta de madrugada. Bebe agua.  La pareja duerme.
Austin con un cojín en cada mano se acerca a la cama. Ve una  piraña y un salmón. Hunde los cojines sobre sus branquias hasta que dejan de aletear.

-Lo he conseguido. No son de plástico.

Son las diez cuarenta y cinco y Mss. Parker sale de su guarida. No ve el Mustang. "¡ Sinvergüenzas, se han marchado sin pagar !"

Deja de llover. El Mustang recoge a una chica que hace autostop.

-  ¿A dónde vas?-El conductor baja  a medias la ventanilla.


-  A Beaumont.

-  Yo también. Los amigos que venían conmigo se han quedado en Winnie. Ya sabes, “conociéndose”. 

- ¿ Cómo te llamas?

-  Me llamo Jane. 

- Es poco habitual encontrarse a alguien por estos lugares, y menos aún a una chica sola.

- Las pocas veces que he vengo me acompaña un compañero, Dylan.

- ¿Sois pareja?

Dylan y yo nos vemos en ocasiones- Ella se repasa los labios con un pintalabios rojo eléctrico.

Un coche de policía cruza a toda velocidad, con la sirena puesta.  

Un joven hace autostop en la carretera.

- ¿Podemos recogerlo?- el Mustang se acerca al arcén.


- ¿Subes?-el joven no lo duda.



- Me llamo Dylan-se acomoda en el asiento posterior y se transpone. Jane, por el retrovisor, no le quita ojo.

- ¿Podemos hacer un pequeño descanso en ese motel?- el coche se detiene. Jane y Dylan entran en el motel. Austin se mantiene unos pasos mas atrás. Abre el maletero y coge dos cojines.


Javier Aragüés (febrero 2016)


miércoles, 10 de febrero de 2016

REFLEXIÓN 1. Desde la antigüedad

"El único Estado estable es aquel en que todos los ciudadanos son iguales ante la ley." (Aristóteles)





lunes, 8 de febrero de 2016

EL PORTAL

En un beso, sabrás todo lo que he calladoPablo Neruda











  



El viejo portal de madera con dos cancelas, la del frío y la de la esperanza, era el vestíbulo de mi vida, del que no podía escapar. Allí transcurrían los acontecimientos en los que resultaba héroe o villano. El mármol vetusto de la entrada, con sus blancos y grises, era el campo de batalla. 
Crecía con mis amigos: Pablo y Nacho. Compartía juegos y hablábamos de las primeras novias. Disimulaba las inseguridades. Los primeros descubrimientos sobre sexolo nos los facilitó Nacho.

Gloria, su prima, licenciada en Biología y activista en aquellos años, frecuentaba los cafés “progres” de estudiantes y profesores. Iba prendida a una chapa negra serigrafiada, con letras blancas sobre su jersey: “STOP WAR IN VIETNAM”. A Nacho lo puso al corriente del sexo, y él a nosotros. Pablo y yo estábamos agradecidos. “Nos gustaría conocer a tu prima”. El viernes siguiente, Nacho se presentó con Gloria. Habíamos quedado en mi portal. Un portal impregnado de olor a tabaco y rumor de saludos. 
Cuando llegó Pablo  fuimos a un café próximo:  
“El  Comercial”, que ella conocía. El camarero la saludó con un gesto familiar. La prima de Nacho le hizo una seña:    “Mejor nos sentamos”. Eligió una mesa  junto a un diván bajo un gran espejo enmugrecido, sin azogue en las esquinas. Pablo se sentó a mi lado; Nacho y su prima, en dos sillas, enfrente. Pidió un café. Dio por supuesto que tomaríamos lo mismo, como así fue. Se dirigía a los tres con explicaciones y argumentos, gesticulando con las manos. Reclamaba la mirada. No dejaba de fumar. Dirigía una sinfonía de instrumentos en silencio. Pablo y yo sin parpadear. Los tres sometidos a su discurso. 
El monólogo discurría en  torno al amor libre y la necesidad de conocer y practicar el sexo. Repetía, una y otra vez: “Puede haber sexo sin amor”. Se ofreció a resolver dudas y preguntas. No las hicimos. El largo silencio se rompió con un socarrón: “Entiendo vuestra discreción”. La tregua se hizo eterna. Pensé que la tortura por el desconocimiento había acabado. Pues no. Sacó otro tema en el que se sentía más cómoda. El compromiso que se debía adquirir con todo lo relacionado con los temas sociales. Insistía: “Estamos alienados”. “Hay que someter todo a crítica”. “Utilicemos un método científico. El Materialismo Dialéctico”. Estaba sorprendido. Quería convencernos, espertar la simpatía por los movimientos de estudiantes. En este asunto nuestra pasividad fue mayor, por la mala puesta en escena. No podía contar a sus amigos -los camaradas- que había conseguido formar un circulo de simpatizantes. En uno de los gestos me miró, ignorando a Pablo. Una de sus piernas buscó la mía bajo la mesa del café. Gloria observó la expresión de Nacho en el espejo para asegurarse de que no notaba sus movimientos. Dejó de hablar. Dio por acabada la charla. Se las ideó para que Nacho y Pablo salieran primero. Se despidió con un: “Óscar, espera. Te acompaño”.







Me vi a su lado caminando en silencio hacia mi casa. Al llegar al portal nos detuvimos. Me habló de la importancia de madurar. Temí una continuación de la charla en el café.  Me preguntó: ”¿Te ha gustado alguna chica?”. No fui capaz de responder. Gloria insistió. “Sí hombre. Una compañera de clase, o una vecina”. Solo en aquel momento sentí la posibilidad de mantener  un tú a tú con ella.
“Sí, se llama Celia. Es una vecina. Ella no lo sabe. Vive en el cuarto piso de la escalera exterior, de las dos de casa, "la de los ricos". Si coincidimos, no soy capaz de mirarla.  Cuando estoy en el portal oigo bajar el viejo ascensor de madera y descolgarse por las poleas. Confío que nunca llegue. En elvestíbulo, dudo si abrir la puerta o permanecer inmóvil. Espero que pase a mi lado y se aleje. Sigo en silencio. Nunca se si es verdad o quiero vivirlo”. Gloria, sonrió:”Lo que importa es lo que quieres”.

Atardecía. La luz tenue de invierno y el silencio de la calle invitaban a entrar al portal. Fijó sus ojos en los míos. No sabía qué hacer. Me cogió de la mano y me estrechó contra su cuerpo.

Celia entró en el portal. Al vernos se giró: “Espero cada día tu sonrisa, una frase".

Se apagó la luz en el portal. 

Sentí una mano en la nuca. Noté que unos labios me besaron.


 Javier Aragüés (febrero 2016)