No hay marcha atrás, Akay recibe la cantidad convenida. Espero a las dos de la madrugada en la pasarela junto al yate de mayor eslora. Llego una hora antes con mi mujer y mi hijo. Vamos o no, dice el falso patrón. Quiero ver en él un marino experimentado. Desconfío. Nervioso, miro a Hala, mi mujer. Un grito desde la pequeña lancha reclama la atención. De prisa, los guardacostas están a punto de zarpar, dice. Me siento responsable de la decisión. Hala me mira. Protege a nuestro hijo Amhad, con sus brazos. Están tumbados y ateridos de frío, en el fondo de la neumática; para todos, un trasatlántico, el Libertad. El agua alcanza un palmo. Llega a las cabezas de las mujeres, que alzan a los niños sobre su pecho. Seguimos órdenes de Akay, el negrero. Así podemos pasar desapercibidos, dice. Como los viajeros de cualquier embarcación de turistas que costea las playas turcas, aclara.
El tirano ordena lanzar al mar todo el lastre. Indica el fondo de la lancha. Preguntamos, todo, dice, sí todo. El tono de voz es cualquiera, menos inaudible. Los más jóvenes no dudan. Zambullen a las mujeres e hijos que desaparecen tras la estela del navío macabro. Después el improvisado capitán los lanza a ellos. Los hombres de mediana edad lo piensan un momento, solo un momento. El resto se aferra a sus mujeres. El desalmado les anima con un último empujón a sus conciencias. Caen al mar juntos a sus parejas. Quedamos mi familia y yo. Aykel, el turco, me mira a los ojos. Sé lo que pide. Dos mejor que cuatro. Así pòdemos alcanzar el cementerio de las ilusiones con remordimientos y sin estorbos. Tienen falsos chalecos amarillos, dice, pero flotan. Me convence. Me agacho, cojo a mi mujer junto con Amhad en sus brazos y los lanzo al agua. Ya está. Soy capaz. Con un remo aplasto la cabeza del otomano. No tengo piedad. Giro el timón y vuelvo a la costa. Busco, desesperado, dos manchas amarillas en medio de la negritud de la noche y la del mar. Acelero el motor. Con dificultad recupero a Hala y Amhad. Mi hijo sigue en sus brazos como si se tratase de una sola figura. Llegamos a la playa, los dos con frío e hipotermia de cariño. Perplejos. Otras lanchas están a punto de zarpar con el mismo número de tripulantes apiñados a sendas bandas de la barcaza, los mismos deseos, un motor y un traficante de sueños al gobierno. El puerto de partida es el horror; la miseria y el hambre los de llegada. Todos en un mar de desigualdades a orillas de la ignorancia. Sin rumbo, pierden por el camino la dignidad. Las tibias solidaridades son insuficientes para hacer saltar las cómodas convivencias de otros ciudadanos. Todo sigue igual, todo, menos la verdad.
La travesía comienza desde el puerto turco de Bodrum . Mi mujer no entiende la manera de abandonar la pesadilla. Se oye el silencio del discreto oleaje en la noche. A mi alrededor, hombres somnolientos y exhaustos a la espera de abandonar la vida. Akay al timón, susurra. No llevas dinero. No, digo. Me extraña la pregunta. Hemos pagado por anticipado el entierro o la pérdida de un ser querido. Me ofrece algo especial. No sé si escucharle. Disimulo y giro la cabeza. Busco otras embarcaciones con el mismo destino y con capitanes de marina de la misma escuela que Akay. Me enseña unas prendas de nylon para mi mujer y mi hijo, en el caso que la embarcación naufrague, explica. Digo que son trozos de plástico de color amarillo. No tengo otra cosa, dice. Busco en lo más recóndito de mi maltrecha conciencia. Digo sí. Pago. La mar se agita, en la embarcación inestable, entra agua por la proa. Los gritos de mujeres y niños se vuelven lamentos. Ellas no apartan los ojos del mafioso. Piden clemencia y venganza a la vez.
El tirano ordena lanzar al mar todo el lastre. Indica el fondo de la lancha. Preguntamos, todo, dice, sí todo. El tono de voz es cualquiera, menos inaudible. Los más jóvenes no dudan. Zambullen a las mujeres e hijos que desaparecen tras la estela del navío macabro. Después el improvisado capitán los lanza a ellos. Los hombres de mediana edad lo piensan un momento, solo un momento. El resto se aferra a sus mujeres. El desalmado les anima con un último empujón a sus conciencias. Caen al mar juntos a sus parejas. Quedamos mi familia y yo. Aykel, el turco, me mira a los ojos. Sé lo que pide. Dos mejor que cuatro. Así pòdemos alcanzar el cementerio de las ilusiones con remordimientos y sin estorbos. Tienen falsos chalecos amarillos, dice, pero flotan. Me convence. Me agacho, cojo a mi mujer junto con Amhad en sus brazos y los lanzo al agua. Ya está. Soy capaz. Con un remo aplasto la cabeza del otomano. No tengo piedad. Giro el timón y vuelvo a la costa. Busco, desesperado, dos manchas amarillas en medio de la negritud de la noche y la del mar. Acelero el motor. Con dificultad recupero a Hala y Amhad. Mi hijo sigue en sus brazos como si se tratase de una sola figura. Llegamos a la playa, los dos con frío e hipotermia de cariño. Perplejos. Otras lanchas están a punto de zarpar con el mismo número de tripulantes apiñados a sendas bandas de la barcaza, los mismos deseos, un motor y un traficante de sueños al gobierno. El puerto de partida es el horror; la miseria y el hambre los de llegada. Todos en un mar de desigualdades a orillas de la ignorancia. Sin rumbo, pierden por el camino la dignidad. Las tibias solidaridades son insuficientes para hacer saltar las cómodas convivencias de otros ciudadanos. Todo sigue igual, todo, menos la verdad.
Javier Aragüés (marzo 2016)