Los largos viajes de Marco me permitían distanciarme de la invariabilidad de mi vida. Mi mayor ocupación era esperar a mi esposo. Los
repetía con frecuencia y le alejaban de Venecia, y de mí. Pasaba los días junto a Antonella, mi sirvienta favorita. Era dispuesta, amable y sobre todo, discreta. Para huir del estado de vigilia permanente, mi distracción consistía en no despegar la vista, desde la balconada, del mercado de Rialto. La importancia del mercado y el auge de las
embarcaciones obligaron a sustituir el antiguo puente flotante por uno de madera, el
puente de Rialto. A diario, todo tipo de embarcaciones descargaban frutas
y verduras, en una atmósfera en movimiento que se reflejaban en el canal en una
combinación de colores ondulados y contorno impreciso. El agua de Venecia tenía una atracción
especial, serpenteaba por los canales, senderos de amor, y alcanzaba, sin rubor,
el Gran Canal.
Mi esposo
pertenecía a una familia ilustre de mercaderes y viajeros. La posición
que ocupaba en la sociedad veneciana nos permitía vivir en un palacete a
orillas del Gran Canal, en el margen patricio, envidia de los
desvalidos. Las góndolas doradas llegaban hasta él. El agua relamía los
primeros peldaños de la amplia escalera, que servía de paseo al desamor y conducía a
los aposentos. Estaba rematada por un pasamano dorado, de espesor y
fulgor imposibles de despreciar.
Cada regreso de Marco
suponía una agresión al poco cariño que quedaba. Los gritos en la estancia
principal alarmaban a Antonella. Los golpes se repetían cuando estaba enfurecido y abofeteaba mi cara; los que buscaban un placer no consentido eran poco visibles e inalterables. Antonella no sabía cómo ayudarme.
Marco me obligaba a asistir, con sonrisa prefabricada, a las fiestas que el Gran Dux organizaba en el Palacio Ducal para celebrar sus hazañas. El engreído de mi esposo relataba en los salones, los descubrimientos y viajes, a la nobleza veneciana. En los rincones aparecía la tristeza. No me contenía. Me sentía observada. En uno de estos apartados, se acercó un joven discreto, de aspecto sensible y mirada sostenida.
Marco me obligaba a asistir, con sonrisa prefabricada, a las fiestas que el Gran Dux organizaba en el Palacio Ducal para celebrar sus hazañas. El engreído de mi esposo relataba en los salones, los descubrimientos y viajes, a la nobleza veneciana. En los rincones aparecía la tristeza. No me contenía. Me sentía observada. En uno de estos apartados, se acercó un joven discreto, de aspecto sensible y mirada sostenida.
-¿Os conozco señora?-
preguntó con voz temblorosa.
-Yo a usted,
no-respondí
-Me llamo Leonardo. Soy
capitán en una de las naves del señor Marco Polo.
A solas, en casa, pensé
en vengarme de Marco coqueteando con Leonardo. Pero no era suficiente.
Entregué una nota a Antonella, para concertar un encuentro. La nota decía. “Mi
nombre es Donata, soy la esposa de Marco Polo. Te espero mañana al
atardecer en el sestiere de San Polo, bajo el Puente de Rialto, en el mercado”.
Antonella se la
entregó. Leonardo me esperaba antes de que el sol se ocultase. Bajo el puente,
a solas, le pedí. “En el próximo viaje, drogarás a Marco y lo
echarás por la borda”. Me pidió que le besara. Giré la cara y tomé su mano: “Prométemelo, al regreso te recompensaré con lo que desees”
Las galeras, en el
muelle de San Marcos, se preparaban para el largo viaje. Las tripulaciones
estibaban víveres y mercancías, para intercambiar con los pueblos lejanos. Zarparon. Muchos días en el mar y Leonardo no encontraba la forma de
verter el alucinógeno en la copa de Marco. Nos carteábamos utilizando las
embarcaciones auxiliares de la flota cuando estaba en aguas del Mediterráneo. Las cartas llegaban puntuales, cada siete días. A
la tercera semana se interrumpieron.
En una las cenas que daba a los oficiales al regresar de los exitosos viajes, se servían, junto a los manjares, envidias y reproches. Llegando a Génova, Leonardo había conseguido depositar el alucinógeno.
En la calle, desde mi casa, se oían vítores y gritos. Envié a Antonella al muelle para asegurarme de que Leonardo había cumplido la promesa. Cuando todos habían
desembarcado vio a un hombre oculto bajo una túnica y a un marinero,
rezagados. Antonella, dirigiéndose al marinero, se interesó por el viaje y por
lo ocurrido cuando entraron en aguas del Mediterráneo.
“Todo transcurría con
normalidad hasta el día en que perdimos a un hombre. Lo oficiales estaban cenando,
se levantó viento de poniente y alguien gritó: ¡Capitán! ¿Izamos la mayor?
“El capitán subió a cubierta a dirigir la maniobra. Todos esperaron al capitán; los oficiales se retiraron a los camarotes. Marco Polo y el capitán
Leonardo se quedaron apurando sus copas en la sala de oficiales”.
“En un mar suavemente
ondulado, se oía el silencio. Lo rompió un grito ¡Hombre al agua! A pesar de
las maniobras no encontramos el cuerpo”.
Estaba confundida,
Leonardo y Marco no habían vuelto. El marinero que contó lo ocurrido a
Antonella le entregó una nota y ella a mí. “Amor mío nos podemos ver esta noche
bajo el Puente de Rialto, junto al mercado. Ven sola”.
No lo pensé, estaba impaciente por ver a Leonardo para
corresponder con lo prometido. El hombre ocultaba su cara, yo mi esperanza. Los dos bajo las entrañas del Puente de Rialto.
No lo pensé, estaba impaciente por ver a Leonardo para
corresponder con lo prometido. El hombre ocultaba su cara, yo mi esperanza. Los dos bajo las entrañas del Puente de Rialto.
Javier Aragüés (junio 2016)