En la Costa Brava, ese verano, se preparaban para construir un
decorado y arrancar la vida en pareja; todo el resto, lo imprescindible, estaba
oculto y al alcance de sus manos. La convivencia, la empatía, la solidaridad y
los objetivos comunes. Recuerdos de lo vivido, las ansias para elaborar nuevos,
en una memoria positiva y recíproca para compartir todo lo que pudiera
sobrevenir. Es atrevido pretender enumerar todos los elementos necesarios par intentar
resumir el sentimiento de afecto.
Todo arrancaba
según lo previsto, incluso las apariencias estaban bajo control y dejaban
intacta la predisposición a la felicidad. Era una pareja que vivía el momento
como los niños la noche de reyes, que a sabiendas de que son sus padres, por
los gestos, las miradas y la sonrisa integra, no hacían sospechar su
ingenuidad. Mónica y Robert
vivían una tarde tan deseada, que al estar sumergidos pensaban que no era
la de ellos. Eran incapaces de alterar sus miradas, se dejaban ir, todos los invitados eran cómplices del encanto de lo que estaba ocurriendo. Ellos eran los
protagonistas de esa felicidad sin esfuerzo. Entrar en detalle sobre la fiesta
sería regodearse en lo evidente. Todo se celebraba bajo una gran luz que
avivaban todos los que les rodeaban.
Para mi, se estaba
cumpliendo el objetivo, participar en el momento de la vida de dos personas que
quieres y son capaces de hacerte feliz sin esfuerzo. Era suficiente para
justificar mi vida. Logré alcanzarlo pero podía no haber sido así. Hubo un
aviso insospechado, una enfermedad grave llamo a la puerta y me apartó de la
felicidad. Una intervención quirúrgica complicada, seguida de la fase en
la que hay que luchar para que las posibilidades de recidiva disminuyan. Mi mujer, a mi lado, como siempre, hacía que todo fuera menor y me empujaba a seguir viviendo sin decaer. Todo era llevadero, a pesar del dolor y el miedo al desenlace. Transmitía el sentido a seguir luchando por mantener lo alcanzado y disfrutar del cariño de los que me rodeaban