Los cuatro habían sido
citados en el Museo del Prado por Mercedes Santa Olalla, la jefa del
departamento de pintura flamenca. Eran un grupo convocado al azar entre los
visitantes del museo que lo integrado por Salvador, Rebeca, Cosme y Elena. El
museo los había seleccionado entre profanos en pintura, pero asiduos al
museo. El objetivo era establecer una opinión —la suya— respecto al cuadro el
Jardín de las Delicias del Bosco. El premio consistía en un viaje para visitar
las pinacotecas más importantes de Europa.
Salvador era un
reconocido historiador. Había pasado su juventud recluido en un convento de
jesuitas como hermano lego, no era sacerdote y por supuesto, además de orar,
había dedicado gran parte de ese tiempo a dar clases de historia. Se podía
decir que no era muy piadoso, más bien era refractario a todo lo que tenía que
ver con la iglesia. Las dudas que le habían perseguido durante su época monacal
le habían conducido a abandonar la orden y también a perder la complexión
redondeada de fraile del medievo. En la actualidad exhibía una extremada
estrechez de carnes rematada por incipientes canas que le hacía interesante
ante hombres y mujeres. Era el primero en opinar.
—Para mí la
tabla solo tiene sentido si nos fijamos en el panel central. El pintor se
recrea en la sensualidad. No oculta la lujuria y la exhibe sin pudor
caricaturizando el pecado original, que lo muestra como algo natural en la
relación entre un hombre y una mujer. Son numerosos los hombres y mujeres
desnudos que "pecan" sin miedo a ser castigados. Me siento como
uno de los hombres del cuadro, pero sin pareja. (Sonrió irónicamente).
Rebeca
estaba nerviosa antes que Salvador hubiera terminado. En la entrevista
previa a la selección había mentido —siempre lo hacía— al contestar a su
profesión había dicho que era directora de marketing en una
multinacional. En realidad trabajaba en un club nocturno frecuentado por
empresarios tomando copas hasta altas hora de la madrugada, que a veces se
prolongaban hasta el día siguiente, siempre que el acompañante se mostrara
"espléndido"; no pedía que fuera amable o cariñoso, hacía años que a
eso había renunciado. Comenzó a hablar sin llamar la atención.
—Mis ojos se van a la
parte derecha del cuadro. Allí se representa el final de nuestras vidas.
Representa el infierno cruel y despiadado. Espera a los pecadores porque
reciben su condena, y el resto, ante el temor de pecar,
sueña con formas demoníacas que castigan a los
mortales. Es una referencia continua al pecado de la lujuria; de nuevo lo señala al utilizar los instrumentos musicales gigantes que en este caso simbolizan —para mí— el amor y
la obscenidad. Todo esto aparece como si el pintor al realizar la obra, hubiera pensado dirigiéndose a mí.
Le tocaba a Cosme, pero
al terminar Rebeca se tensó el ambiente y se alargó el silencio.
Cosme cuidaba a su madre.
Era una mujer enferma desde hacía años postrada en una cama. La mujer no tenía
movilidad y necesitaba a su hijo en todo momento. Solo tenía la ayuda de una
prima que le sustituía dos horas cada día. Él soñaba con ese momento para así poder
visitar la vida. Desde siempre buscaba la felicidad, sin encontrarla. Cosme y
el mármol se confundían: las vetas con sus venas, la frialdad con su
disposición ante la vida y la dureza con la insensibilidad. Cosme, sin decirlo,
esperaba una oportunidad mientras supervivía en la más amarga condena. No se
distinguía si su amaneramiento era fingido o era por la falta del amor de una
mujer. Sin apenas observar al resto, comenzó a hablar mirando continuamente su reloj.
—Para mí el pintor resume
la vida —las aspiraciones nobles del hombre— en el tríptico de la
izquierda, el resto del cuadro no me conmueve. Es impensable que no podamos
gozar del paraíso tal y como fue concebido para cobijar a los primeros seres
humanos. Representa a la fuente de la vida en el centro del jardín, que es el
edén. La rodea de agua que simboliza la tentación y la falsedad y que
incluso tienen cabida dentro del paraíso junto a la demostración de lo salvaje.
Pero el hombre y la mujer se ven obligados a convivir con ello y en esa lucha
se sitúan por encima del comportamiento animal, con el sacrificio intentan
vencerlo.
Se hizo el silencio. Todos la miraron. Le tocaba el turno a Elena.
Se hizo el silencio. Todos la miraron. Le tocaba el turno a Elena.
Al presentarse dijo:
"Me llamo Elena. Soy escritora". Lo dijo tan despacio que
parecía que masticaba cada sílaba. Era muy duro apuntalar una vocación a
caballo entre ser artista y colaboradora esporádica en un periódico. A la vez que se
explicaba, en su interior hacía balance de lo que significaba vivir con
incertidumbres, combatir la falta de inspiración, y lo peor, ser dueña de sus
fracasos. Pero debía luchar sin desfallecer y transmitir el arte de expresarse.
Estaba en una edad que los conocidos dudaban si llamarla de usted o tutearla. Había desistido
de cuidarse y solo vivía por y para la literatura, pero esperaba poder decir
“de”.
—No puedo imaginar el
cuadro sin contemplarlo en su conjunto. ¿Por qué no hacerlo cerrado? Oculta lo
que sugiere en su interior. Veo el proyecto del mundo. Todo está por hacer, incluso
el hombre puede escoger ser libre, puede fabricar su destino. Vivir en paz en
el paraíso, pecar y gozar de los placeres que él mismo elucubra, y si es así,
vivir permanentemente en las tinieblas. Es como un libro que espera al escritor
para tener vida propia. Sin duda, para mí el tríptico cerrado lo dice todo.
Santa Olalla, después de
escucharlos, se retiró visiblemente emocionada y les pidió que esperaran hasta conocer la
decisión; la última palabra estaba en manos del director del museo.
Javier Aragüés (abril de
2019)
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