Javier
Aragüés (abril de 2020)
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jueves, 23 de abril de 2020
UN LIBRO Y UNA ROSA SON INSUSTITUIBLES
martes, 21 de abril de 2020
LA LIBRERA
Hoy es el día. Te diriges como cada año al
puesto de libros del paseo que se abre a la imaginación. Buscas sin dudar y
allí está la mujer que espera indiscreta, con sus gafas necesarias y el cordón
ajustable que se comba en las patillas; viste jersey negro y labios
inquietantes. Miras discretamente, porque no quieres que te reconozca, como lo
has hecho en años anteriores; ella no falta a la cita, tú tampoco. Te
llama la atención su manera de ocupar el stand siempre sola, permanece erguida
tras las hileras de libros apilados con esmero, tan solo espera al
paseante con interés por la lectura y quizás a ti. Te fijas en sus ojos que han
consumido tantas páginas y más vida, pero no renuncian a seguir
haciéndolo; observas las manos que pasean cerciorándose que no ha
huido ningún ejemplar. Todo sigue el riguroso protocolo porque es primera hora
y todavía nadie se ha acercado. Ninguno ha roto el encanto del lugar y los
libreros siguen formados ante los puestos y firmes ante su devoción. En el
quiosco de la librera destaca un orden canónico; los libros de narrativa
erectos, los ensayos expectantes y las tragedias clásicas tumbadas casi sin
fuerzas. Destaca un expositor de plástico en color imposible de olvidar, que
reclama la atención de los iletrados y recepciona un best seller cuya
portada recaba, a través de un cuerpo de mujer con mirada lasciva, algún
amorío imposible.
Has completado la hilera de tenderetes y
te decides a caminar zigzagueante en busca de la idealizada
librera. Tú haces como si no la hubieras visto pero te es difícil ignorarla. No
te atreves a dirigirle la mirada sin complejos, ella simula colocar un ejemplar
rebelde. Por fin te animas y te acercas con cautela por miedo a que con sus
ojos averigüe tu intención. Antes de llegar, recuerdas la imagen del
mismo lugar veinticinco años atrás.
Entonces te acompañaba Paula, una
compañera de facultad. Era también primavera para los dos. Os
escapasteis de la última clase para acercaros a los libros. Tú intención
era justificar unas horas juntos. Te detuviste ante el puesto de
una mujer morena de belleza extrema que remarcaba su incipiente madurez y ceñía
su cuerpo; te invitó a que os acercarais y os atrajo mostrando un libro.
Siempre lo recordarás, era un libro de poesía cuyo autor desconocías.
Preguntaste a la señora, que esperaba deseosa que lo hicieras. Se encumbró tras
la pila de volúmenes adormecidos y te lo acercó para que pudieras
reconocerlo. Leíste en voz alta el título, ella lo remarcó y dijo el nombre del
autor. Mirastes a Paula y decidiste comprarlo. La invitaste a sentarse en
uno de los bancos del paseo; lo abriste al azar, y comenzaste a leer
cogiéndola una mano. Notabas que tu voz se tambaleaba al avanzar el
poema y ella agarraba cada vez más fuerte. De aquel momento
solo recuerdas algunos versos.
La Voz a ti debida
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
Pedro Salinas
Los ojos de Paula insistían para que leyeras la poesía otra vez, y así lo hiciste, tantas veces hasta que se te hizo el
invierno.
Hoy de nuevo te has atrevido a encontrarte
con ella, estás a unos pasos. En el quiosco, silencio y un rótulo, LIBRERÍA
PAULA.
Javier Aragüés (Abril de
2020)
sábado, 11 de abril de 2020
REFLEJOS
Los días eran más largos, las noches sin final. La
ausencia de esfuerzo físico provocaba que el sueño se retrasara y durante
la noche no se presentase. Aturdido en las primeras horas de la tarde y con
los ojos semicerrados, Jerry atendía al reflejo sobre la pantalla del televisor
apagado. Las lamas de las persianas venecianas que envolvían el ático se
reproducían sobre el gris perla velado del cristal y cobraban vida. Aprovechaba
los momentos cuando el sol se despedía y dejaba pasar los últimos rayos
rezagados, para fijar la mirada en el vacío y liberar los sentidos. A esas
horas acudía una mujer, Dyana, bien definida, de cuello descascarado y frente
sin complejos, que le tendía la mano pero él no se atrevía a corresponder. Eran manos firmes que
sabían acariciar y convencer, aunque él jamás se hubiera atrevido. Ella guardaba
un secreto. Miraba sus ojos, repasaba los pliegues de la piel en los
extremos de los párpados, que hablaban. Al redirigir la mirada, se
detenía en las manos de él que eran, junto con los labios, expresión de vida. Sin perturbarse,
Jerry las despertaba, comenzaba a mover las puntas de los dedos como lo hacía
al acariciar las teclas el piano. Una pausa y, la mano adoptaba la posición
para coger el pincel y estirar los tonos sobre el lienzo. Los colores de la
paleta se agitaban y la vida tomaba formas, a veces una simple mancha ilustraba un sueño. A Jerry le estimulaba Dyana. Era enigmática y
próxima; firme y delicada; locuaz y paciente. Era una mujer que cautivaba desde
la ausencia.
El cenit del encuentro se producía cuando Dyana le ofrecía una hoja de papel en blanco. Jerry turbado, reconocía la señal y ahora le parecía que le estaba permitido; él era el que ahora reiniciaba el paseo por los sentidos, intercambiando los roles. Solo pensar en eso le fascinaba. Jerry sabía que la tendría que mirar, detenerse en los ojos, disculpar los frunces de su piel y sin reflejarlo en un ademán entregado, detenerse en los labios. Era más que un deseo. Pero la duda le atenazaba.
Esperaba la agonía de la tarde para que ella acudiera y él, así en la penumbra, sentirse protegido. Los ojos de ella consentían. Su cuerpo se aproximaba al de Dyana,
acomodaba la mirada en la frente y cogía su mano. Los dos sabían que la llamada
inequívoca era aquella hoja de papel vacía, que esperaba en silencio. Él, sin dejar
reposar los ojos, sentía la proximidad de los labios de Dyana sin atreverse a
besarla. Los dos se miraban. En el reflejo del cristal dos palabras de amor escritas en el
papel y un atardecer eterno.