lunes, 29 de junio de 2020

IDA Y VUELTA







Rafael era el guardés, también cuidaba el jardín y, con el tiempo,  de lo más íntimo de la casa; era un hombre tosco y fuerte del que casi todas las mujeres del pueblo estaban enamoradas porque sabía deslizar delicadeza en los momentos más inesperados. Siempre parecía ocupado en tareas que no exigían inmediatez pero por sus gestos, con el espinazo doblado, anunciaban alguna falsa urgencia y tintes de servilismo. Pero nada de eso era real.

Al pasar junto a él, extrañado, se incorporó para saludarme como si hubiesen  pasado siglos. Sin preguntarle me dijo. "¿La señorita Sofía? Está detrás, en el porche". No entendí porque titubeó al nombrar a Sofía. Le ignoré  y continué por el camino de piedra desgastada por el tiempo, por el paso del carruaje y por los cascos de los caballos de tiro que hacían ese camino desde siempre, para llevar al dueño del caserón de piedra, desde los almacenes del muelle hasta el arco del portalón plagado de hortensias. Aquel hombre que era un indiano y  bisabuelo de Sofía, fue el que mandó levantar la mansión. Así me lo  contaron los descendientes de los habitantes más antiguos del lugar, que nunca me reconocieron como a uno de esa casa  en la que  yo siempre me sentí como huésped.

Los últimos pasos se me hicieron infinitos y parecía que la mansión y ella se alejaran, pero era yo el que había  huido de Sofía. ¿Cómo explicárselo?  ¡Había pasado tanto tiempo! Me conformé al pensar que si mis primeras palabras propiciaban  silencio, sería sinónimo de resignación o indiferencia, conocía a Sofía y no me atreví a pronunciarlas. Mientras caminaba recordé los rincones del inmenso jardín y las tardes en las que  nos prometíamos  amor y cómo educar a nuestros hijos que nunca tuvimos. Como si se tratara de un pacto, pasaron los años. Hasta el día, en el que dejamos de mirarnos, se instaló el silencio y los rictus de los dos se congelaron. Yo simulaba desgana e indiferencia y Sofía hastío, que en su caso era cierto. Continuaron los silencios sin amor y sobrevinieron los menosprecios. Busqué la excusa de viajar a ultramar para ocuparme de los negocios que tenía la familia de Sofía y ocultar los continuos desencuentros que estaban destrozando nuestro matrimonio. Ella accedió y el viaje que tenía prevista la duración de unos meses cambió mi vida y la de Sofía.

Yo rehice mi agonía y aunque se lo ocultaba, ella en sus cartas parecía entender y consentir la prolongada ausencia. 


Seguí caminando hacia el porche; confiaba que al reencontrarnos me perdonaría. Al llegar, Sofía hizo un gesto para saludarme, que no terminó. Levantó la voz y gritó "Rafael, creo que os conocéis".


 Javier Aragüés (julio 2020)



lunes, 1 de junio de 2020

EL CUARTO PODER






Era  27 de enero de 1901. El silencio retumbaba  entre las casuchas del pequeño pueblo del sur de Europa en el que predominaban la tierra árida y color amarillento intenso a  las horas de sol. 

Ese día lo que destacaba era el mutismo en las calles. Era algo desconocido. Después de años de moderación, en los que los habitantes solo se atrevían a hablar en corrillos, los tiempos de crudeza habían incrementado las palabras veladas hasta propagar la rabia  sin contemplaciones. Los jornaleros decían basta. ¿Por qué esa repulsa?

Ocupaban las calles en filas alineadas por el hambre y paseaban el dolor de la impotencia. Como un solo, con paso decidido marcaban el final de la sumisión. Enlazados por los brazos,  mirada al frente  y empujados por la dignidad; junto a  la ternura y el amor de madre que encaraba  el rostro de las mujeres. Ellas sabían que sus hijos estaban predestinados a ser  braceros, como lo habían sido sus padres, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. 

Todo el pueblo trabaja para el terrateniente, don Filippo, un hombre no demasiado alto, soberbio, con un bigote negro potente que le falseaba la sonrisa. Vestía chaleco negro con los tres últimos botones imposibles de ajustar y camisa blanca de domingo, acompañado de su inseparable bastón. Desde hacía meses que un bracero enjuto y siniestro llamado Flavio, al terminar la jornada,  de forma discreta, llamaba a la puerta de la casa  don Filippo que le esperaba, le ponía la mano en el hombro con suavidad, dos golpecitos y le hacía entrar. Aquella noche pasó más rato de lo habitual y cuando terminó se dirigió al cuartel de los carabinieri.

Al día siguiente nadie fue a trabajar. Hombres y mujeres se concentraron en la plaza mayor. Esperaron en silencio hasta que llegó el maestro —don Leonardo— una persona frágil, querido y respetado por todos; en su mano derecha llevaba un papel en la  izquierda la  determinación. Empezaron a caminar  con paso lento y demoledor hacia la casa de don Filippo. 

Encabezaba la marcha don Leonardo, uno de los braceros más  decido y entre los dos, una mujer —Brizna— con su hijo en brazos  arropado con una manta rojo sangre y los ojos llorosos porque sabía, como todo el pueblo, que  don Filippo era el padre.

Cruzaron la plaza. Al llegar a los soportales una voz que parecía la de Flavio gritó: "Disparad al maestro". Sonó una descarga de fusilería. Don Leandro cayó desplomado. Todos aceleraron el paso, las mujeres estrecharon a sus hijos y ellos cerraron los puños.



Javier Aragüés (junio de 2020)