Las palabras sin
altisonancias, tan solo atentas a las relaciones interpersonales, subrayan con
precisión la evolución del protagonismo del ser humano. Un encuentro
fortuito, el amor o la amistad trastocan los elementos de la oración sin
perder el sentido completo.
En gran parte de nuestro
recorrido vital predomina el Yo, y si ese sujeto corresponde a una
persona inquieta que se relaciona intelectualmente para aprender, sentir
el amor o, lo más difícil, reconocer la amistad hace que ese yo se
trastoque y el sujeto ahora es el Tú que pasa a ser protagonista del juicio con
sentido completo. Ese tú esconde al amigo o al amor y las formas sociales
permiten hablar de nosotros de manera indiscriminada ocultando lo más
importante, el sentimiento hacia la otra persona.
Sin darme cuenta, mi yo se deslizaba
erosionándose con el tiempo hasta que encontré el primer amigo. Pasaron unos
años, pocos comparados con los que me quedaban de vida. Me costó esfuerzo pero
reconocí que era él y me llenaba la boca con la palabra: "Es mi
amigo". Era moreno, sincero. Habíamos pactado decir siempre la
verdad por miedo a mi tendencia a fantasear. Era de trato afable, de verbo
continuo y esmerado; hacía por agradar sin rebajarse. Su mirada limpia esperaba
paciente la mía que no le defraudaba.
Pasaron años sin vernos, pero daba igual,
al reencontrarnos no dudábamos que podríamos presentar nuestras vidas sin
ocultar detalles y con la seguridad que los dos escucharíamos sin reproches. Y
así fue.
Un reencuentro inesperado nos puso de
nuevo en la vida y Alfonso —mi amigo— continuó enseñándome como el yo es
capaz de ser, sin perder la amistad, ni menguarla,
hasta entender que esa lealtad infinita se alimenta desde la
tolerancia.
Javier Aragüés (septiembre de 2020)