Llegó el día. Bajo un cielo radiante, repasaba en voz baja para no olvidar los detalles:
"Un amanecer mediterráneo de matices rutilantes. No falta el blanco en paredes encaladas y en el rizo de las olas. Están los ocres de portones y vigas. Contrasta el azul cielo y el inagotable verde mar junto al verdín de las rocas, y también los lilas y fucsias de las buganvilias adosadas a los recuerdos. ¡Ah, sí! Me olvidaba del amarillo pastel de las paredes del dormitorio”.
Tuvo que
mentir para llevarla hasta el lugar elegido. Era ingenua en los temas
cotidianos. En los asuntos trascendentes se mantenía firme en sus convicciones.
Era esplendida en el cariño e imprescindible en el amor.
Lo tenía pensado, le pediría que se pusiera el
vestido blanco y comerían juntos.
En el lugar que había elegido, los rostros de los que la querían, esperaban semiocultos en un
salón. Confiaban nerviosos en que apareciera.
Pasaron unos minutos y todo ocurrió en un instante.
Irrumpieron los dos cogidos de la mano. El rostro de ella
dibujaba una sonrisa impaciente y la mirada ilusionada.
Se la veía condicionada por los recuerdos, que al superponerse con la nostalgia y la felicidad, humedecieron sus ojos.
Se la veía condicionada por los recuerdos, que al superponerse con la nostalgia y la felicidad, humedecieron sus ojos.
Él había logrado plasmar el instante imaginado. Ella expresaba sorpresa y
emoción contenida. Coexistían indicios de complicidad entre los dos.
Se sentaron para apreciar lo importante de
la vida.
Javier Aragüés (julio 2013)