No había nadie en la orilla. Nos encontramos pisando el mar por una de esas inacabables alfombras de reflejos. Nos detuvimos ante un
horizonte expectante, apenas había distancia entre nosotros y un testigo. Al mirarnos descubrimos el silencio; las manos y las miradas dispuestas a leer los sentimientos, mientras la timidez se disipaba. A su lado se avivaban deseos y sueños. Hacía que me sintiera libre, vivo, irreconocible y dueño de mí. Seguimos andando sin abandonar la felicidad.
horizonte expectante, apenas había distancia entre nosotros y un testigo. Al mirarnos descubrimos el silencio; las manos y las miradas dispuestas a leer los sentimientos, mientras la timidez se disipaba. A su lado se avivaban deseos y sueños. Hacía que me sintiera libre, vivo, irreconocible y dueño de mí. Seguimos andando sin abandonar la felicidad.
Aquella tarde viajamos hasta el final del fulgor y el sol se mostraba renuente a dejar el día. Desde la mirada, nos sentíamos vivos, disponibles para amarnos. Permanecí a su lado sin atreverme a expresar lo evidente por miedo a equivocarme.
No quería que se agotara ese instante; intenté retenerla entre palabras y sueños. Me agaché y ella conmigo. Cogí un puñado de arena, se escapaba entre mis dedos, ella me imitó. No me atreví a hablar. Me aproxime insinuante y la toqué, su olor estimulaba mis sentidos.
Abandoné los complejos y la inseguridad sin importarme a no ser correspondido; ella me miró y sin reparos me rodeó con su cuerpo.
El sol decía adiós y ella se difuminaba sobre la alfombra de reflejos.
El sol decía adiós y ella se difuminaba sobre la alfombra de reflejos.
Javier
Aragüés (Febrero de 2015)
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