Después de una larga jornada, el
martilleo agudo del motor de los pesqueros rompía la calma instalada en la
dársena. Desde el muelle, los pescadores recostados en las cubiertas de los barcos parecían ajados, con un rictus estático e indefinido; se
mostraban somnolientos y en silencio, solo cuando las capturas y la mar
eran propicias lucían semblantes radiantes, resaltados por su piel curtida y el
salitre.
Esa mañana las redes estaban a punto de
rasgarse. Al izarlas una y otra vez, esparcían por la cubierta capas
espesas y homogéneas de luminosas lentejuelas que rebrincaban sin
control. El patrón gritó: "¡buena pesca!". La tripulación,
sin dejar de faenar, levantaba ligeramente la cabeza y algunos marineros
le saludaban con una sonrisa y un gesto de aprobación. El patrón, desde el puente, gobernaba la embarcación. Era un marino experto, zarandeado por muchas horas de mar; para él, su única misión era de devolver el barco y
la tripulación a puerto.
Cuando el pesquero asomaba por la
rada, hombre y barco no se diferenciaban. Los habitantes del
pueblo costero al avistarle gritaban: "¡Ya llega EL CENTAURO!";
así se llamaba el barco y también era el apodo del capitán.
Diego era uno de los tripulantes del pesquero; cada día al finalizar su trabajo y cuando regresaban a puerto, se apoyaba en la borda y pensativo mirando el mar, daba un repaso a la jornada agarrado a una botella de aguardiente. Ese día no recordaba si se había despedido de Teresa, — su compañera— desde hacía dieciocho años que vivían juntos. Le decía adiós, antes de salir a pescar. Ella le correspondía esperándolo cada tarde en el muelle.
Diego logró asirse a un viejo tablón, resto
de algún naufragio. El mar después de varios días lo devolvió a una playa próxima al pueblo,
después de jugar con él sin descanso hasta desfigurarlo.
Acostumbrada a vivir sin él, sacó del armario la ropa fría y sin vida para deshacerse de ella como tratando de difuminar lo evidente. El olor le recordaba a la entrada a puerto, cuando él bajaba bebido del CENTAURO y se arrastraba a trompicones hasta llegar a casa; sin mediar palabra, la pegaba hasta que ella era insensible a los golpes.
La mujer lo encontró sin síntomas de vida. Le puso en la boca un pañuelo
empapado en agua dulce para aliviar la sed y el escozor de las llagas en
los labios desollados. Diego abrió los ojos.
Extenuado, con la visión turbia, no reconocía el lugar; la textura de la arena le resultaba familiar; era tan fina que al caminar se hundía sin permiso hasta poder dar el siguiente paso. Lo intentaba, no podía mantenerse erguido y la mujer, cogiéndole
bajo los hombros, lo arrastró hasta su casa con gran dificultad. Lo tumbó sobre un camastro donde permaneció durante muchos días.
Ella le hablaba. Diego, impasible, no veía ni sentía. Permaneció postrado y ausente durante varios meses. La fuerte conmoción le mantenía inconsciente. Ella siguió atendiéndole hasta que comenzó a caminar, pero Diego seguía sin recuperar la razón.
Extenuado, con la visión turbia, no reconocía el lugar; la textura de la arena le resultaba familiar; era tan fina que al caminar se hundía sin permiso hasta poder dar el siguiente paso. Lo intentaba, no podía mantenerse erguido y la mujer, cogiéndole
bajo los hombros, lo arrastró hasta su casa con gran dificultad. Lo tumbó sobre un camastro donde permaneció durante muchos días.
Ella le hablaba. Diego, impasible, no veía ni sentía. Permaneció postrado y ausente durante varios meses. La fuerte conmoción le mantenía inconsciente. Ella siguió atendiéndole hasta que comenzó a caminar, pero Diego seguía sin recuperar la razón.
Esa mañana, después de cuidarle como hacía todos los días, abrió el armario del dormitorio que llevaba cerrado desde que Diego volvió a casa.
Al abrirlo, un fuerte olor a humedad y a ropa usada invadió la estancia; un aluvión de recuerdos se precipitó, como el cúmulo de sufrimientos que había soportado durante tiempo.
Al abrirlo, un fuerte olor a humedad y a ropa usada invadió la estancia; un aluvión de recuerdos se precipitó, como el cúmulo de sufrimientos que había soportado durante tiempo.
Acostumbrada a vivir sin él, sacó del armario la ropa fría y sin vida para deshacerse de ella como tratando de difuminar lo evidente. El olor le recordaba a la entrada a puerto, cuando él bajaba bebido del CENTAURO y se arrastraba a trompicones hasta llegar a casa; sin mediar palabra, la pegaba hasta que ella era insensible a los golpes.
Diego no se recuperaba. Las consecuencias de la caída al mar se hicieron irreversibles; perdió la vista, la movilidad y era incapaz de recordar.
A Teresa, la vida le había dado un vuelco y asumió la coexistencia junto a un ser desconocido.
Se consolaba al pensar que no volvería a acudir cada tarde a la llegada del CENTAURO.
Se consolaba al pensar que no volvería a acudir cada tarde a la llegada del CENTAURO.
Javier Aragüés (marzo 2015)
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