Abril de 1983. Por las
calles proliferan los modelos masculinos con trajes de campaña y toques
asilvestrados. Griterío en las calles. Para muchos, días de alegría. ¡Adiós, a
los de siempre! En la Lisboa adoquinada desfilan inusuales guerreros de la
paz. Lanzan piropos a la libertad.
De pie, en el café A
BRASILEIRA, comento con Amália la sentencia de Pessoa. "Auxiliar a
alguien, amiga mía, es considerarlo incapaz; y si no lo es, es suponerlo o
convertirlo en tal” (El banquero anarquista). Discutimos. Opino que la
primera parte significa desprecio. Amalia disiente. “Toda la afirmación conduce
a la tiranía”. La discusión se enmaraña. Ahora, de la mano, nos
concedemos la reconciliación. Los habituales desencuentros se zanjan con apasionamientos fugaces. Yo, con más fuerza. Ella lo imprescindible.
Las exaltaciones en las
calles se amortiguan con la noche. Caminamos hasta el Chiado. Descubro una pensión sin
pretensiones. En el cuarto, el sosiego y las sombras del silencio consienten impulsos sensuales. Me entrego sin condiciones. Busco su sonrisa. Mientras, Amália mira al
techo. No encuentra a su amante. Fermín, camarero del A BRASILEIRA, irrumpe en
la estancia. Yo, atónito. Amália, le invita a pasar. A mí, a olvidarla.
Fermín alterna la
profesión de mozo del café, con la de proxeneta por las noches en el barrio de
Mouraria. Repeina los cabellos con la carda. Esconde la herramienta en el
bolsillo trasero del pantalón, mientras apoya la espalda y un pie en la fachada
mugrienta de una casa. Es responsable, junto al fado, de que no caiga. Protege
a sus chicas. No las deja reposar. Vigila a los clientes y convence a Amália.
Por las mañanas, las mujeres buscan a Fermín. Ella le espera.
Un café de Lisboa (Josep Mª Cabruja)
Vuelvo años más tarde. En
la habitación de un nuevo hotel, sobre la cama, me parece ver un ejemplar
abierto de LA CORTESANA. Sarah Dunant. Fermín es el barman del hotel.
Acostumbrado a manejar las manos como palabras. Dueño de la noche me
susurra. “Si no has amado, no has vivido”. Atónito de nuevo, tomo en
parte como un desprecio lo que en cierto modo es un reproche. ¡Quizás, todo
vuelve a empezar! No parece igual. Me acerco al A BRASILEIRA. Hay tanto
humo en el ambiente que apenas veo a Amália. Algo envejecida, es incapaz
de permanecer en pie. Apenas se apoya en los recuerdos, pero me reconoce.
Fermín maltrata a Amalía
hasta someterla. Ya no es la favorita. No le espera ¿Qué ocurre si aquella
noche, al mirar al cielo, no encuentra nada? y ¿Si no permite la irrupción del
camarero? Hoy, nuestro amor incipiente pasea por las calles de la Mouraira. Ella
busca mis manos para que no escapen los deseos. Yo, la mirada. Por
las ventanas abiertas, huyen los fados. Volvemos al A BRASILIA. En una de la mesas un ejemplar de Cien años de soledad.
Javier Aragüés (Diciembre 2015)
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