lunes, 1 de enero de 2018

LA PARTIDA

Mi madre nunca estuvo enamorada de su marido. No le quería. Cuando mi padre pudo huir del hogar ella empezó a urdir una estrategia de vida para poderla explicar a terceros. El argumento defendía que mi padre era un jugador sin remedio y que la había arrastrado a la ruina, pero en realidad era ella la que solo pensaba en el juego. Con el tiempo descubrí, que la ludópata sin remisión era ella. Se jugaba permanentemente la dignidad.

No pasó un año del abandono del hogar de Paco, mi padre, cuando se reunía con un grupo de amigos, todos compañeros de la administración de justicia -ironía- para montar timbas bajo la apariencia de juegos de mesa con la justificación de pasar el rato, según decían. Era una ceremonia que alargaba la sobremesa de los sábados y domingos y en la que no se probaba más que café con unos pastelitos que se encargaba de traer un procurador, Enrique Vigueras. Era un hombre maduro y con amplias entradas; casposo, embutido en un traje príncipe de gales, que alguna vez había estado de moda, y con una cintura que solo admitía tirantes. Todos le llamaban el "babas" porque al hablar deslizaba la saliva por la comisura de los labios. Se insinuaba a todo el personal femenino del Tribunal Supremo. Acudía acompañado de su amante oficial, una chica andaluza, desaborida, a la que todos llamaban Laly y que en aquella temporada eran inseparables. Los compañeros pensaban que la relación era de conveniencia, ella por la protección económica y profesional que le aseguraba Enrique, y él, por disponer de un fetiche con pocas exigencias en el amor. 


En realidad la utilizaba para el juego. Laly era el gancho para hacer trampas en las partidas pues se jugaban cantidades significativas de dinero, si consideramos que estábamos en la España de los cincuenta y la escasa capacidad económica de los jugadores. 








Cuanto más insinuante era el vestido y abierto su escote, era más fácil adivinar que en la partida se iban a mover cantidades importantes. No se sabe porque Vigueras era el que más veces repartía las cartas, aunque siempre preguntaba a los demás, sin convencimiento: "¿A quien le toca ahora?", pero no soltaba el mazo de cartas de sus manos. Todos callaban y consentían,  mientras que a Laly la sentaba a su derecha, para asegurase que fuera mano de la jugada  cada vez qué repartía; por la manera de darlas, le permitía ver muchas de las cartas, con el dorso al aire hasta que se posaban sobre el tapiz de juego. El procurador cortaba y daba las cartas con más habilidad que un crupier.


Aquel día se incorporó a la partida un muchacho de la edad de mi madre, de unos cuarenta años, prudente, bien parecido, que llamaba la atención de las mujeres y que en más de una ocasión Vigueras reprendió a Laly por fijarse demasiado en él.


Al ser convidado a la partida Eduardo, así se llamaba el joven que era oficial de la administración, se le reconocía una consideración en el grupo, que aunque fuera informal no era intrascendente. Significaba permisión en el plazo de entrega de los asuntos, bastaba recordar que entonces todas las sentencias, autos y diligencias debían mecanografiarse; y lo que era más importante y confidencial, se le iba a permitir participar en el fondo de comisiones que algunos interesados entregaban para acelerar o retrasar la evolución de los pleitos y en algunos casos excepcionales, llegar a torcer las sentencias. Para ello jugaba un papel determinante Laly y algunas compañeras con sus mismas habilidades, dispuestas a la complacencia, aunque el verdadero capo era el procurador Vigueras que indicaba que hacer en cada caso y estipulaba el montante correspondiente a cambio del favor. Eduardo siempre se negó a participar en el reparto y para no levantar sospechas se las entregaba a mi madre. 


Eduardo acudía las reuniones a regañadientes, lo hacía por complacer a mi madre que ya iba urdiendo un plan en torno a él. El muchacho estaba muy enamorado y consentía sus desplantes y evidencias ante el resto, incluso le provocaba ataques de celos tonteando con cualquiera de los hombres del grupo. También lo hacia con Vigueras, cosa que Eduardo no soportaba al encontrar menos justificación. 


Las partidas se repetían y con ellas las discusiones entre ellos, en mi presencia en la mayoría de las ocasiones. Las acciones y la conducta de mi madre hacían que yo tomara partido por Eduardo sin ningún esfuerzo. Consiguió,  también a regañadientes del joven, salir con él. Eduardo odiaba las discusiones, a que le sometía sin descanso.  


La situación se prolongaba en el tiempo hasta que una tarde un ring, seco y repetitivo, sonó en medio de la partida. Con muestras de confusión, mi madre cogió el teléfono  y dirigió al vació del pasillo un "dígame" sin convicción. La voz al otro lado del aparato la inspiraba respeto por lo que contestaba con monosílabos, "si, un momento, ahora mismo se pone". Se dirigió al comedor y urgió. "Ponte niño, es la policía,  este señor quiere hablar contigo". La voz tomada  de un hombre maduro, confirmaba con pocas palabras que a Paco, mi padre, lo habían encontrado muerto en una pensión de Zaragoza y que podía pasar con mi madre,  a recoger sus pertenencias, que eran escasas, no tenía ni maleta, solo un encendedor de gasolina que no funcionaba y un viejo monedero con treinta y cinco pesetas.







No pude colgar el teléfono. No pronuncié ni un suspiro. Mi madre, antes de que yo lo hiciera, dijo: 
"no llores". Miré a los presentes que a su vez se miraban. Todos permanecieron sentados, incluso mi madre, solo Eduardo se levantó y me abrazó  susurrándome, todo va a ir bien. Al verano siguiente Eduardo se casaba con mi madre. 

Durante años sentí alivio a costa de la infelicidad de Eduardo, que soportaba y padecía junto a mi madre;  hasta que un otoño siniestro, yo trabajaba fuera de Madrid cuando de madrugada, llamaron a la puerta, era la Guardia Civil: "Vístase tiene que salir con urgencia de viaje, su madre nos ha contactado para que le comuniquemos que Eduardo Navarro, usted le conoce, ha muerto de un infarto".


Mi madre, ya sin referencias, siguió desbocada, había conseguido sacar de su vida a todos los hombres que la querían. Yo, hacía años que no me hablaba con ella.




Javier Aragüés (enero de 2018)

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