domingo, 7 de enero de 2018

LA VENTANA

Llegaba la noche. Los zapatos estaban descordados y descansaban en el zócalo de una pared, a la espera de un acontecimiento. Era el muro mayor de la casa, que estaba rasgado por nuestra ventana por la que penetraba el olor de las viviendas que daban a ese patio interior. El aroma de vida impregnaba el ambiente y permitía identificar a cada uno de los inquilinos: A los recién casados del segundo izquierda, con ese tufo a fritos  y a loción barata para después del afeitado; a la chica del tercero se la reconocía por el vaho de la infusión de té verde  y por un perfume de moda; a los niños de la pareja que habitaban el quinto,  porque impregnaban su habitación con efluvios a escuela poco ventilada, unidos al de los lápices de colores y "colacao"; y a nosotros, que estábamos en esa edad en la que todo estaba permitido, se nos distinguía por el de ropa recién lavada, tendida al brillo tenue de la luna, mezclado por el tufillo a linimento. La combinación de todos ellos ascendía por el patio de luces y caracterizaba a la humilde vecindad.

En esa noche todos esperábamos algo. Creíamos que la  magia nos aportaría una porción de felicidad. A la espera de que cambiara  nuestras apesadumbradas vidas. Los más jóvenes con la esperanza de lograr una mejor subsistencia, los niños para jugar más, la joven con el pretendiente que la hiciera feliz y María y yo, con que llegar juntos al final de nuestra existencia.






Vincent Van Gogh



Un fulgor penetró en cada vivienda, haciendo que todos tembláramos ante el inesperado fenómeno. Duró unos segundos, y con la misma rapidez desapareció. Los vecinos nos asomamos a las ventanas que daban al patio para corroborar lo sucedido. Gritábamos a la vez, aunque María y yo fuimos los primeros en silenciar nuestras voces para dar paso a las exclamaciones de los demás.

Pensó la recién casada: "Pronto podremos cambiar de piso, a mi pareja le van a ascender en el trabajo y  el nuevo sueldo nos permitirá un cambio sustancial de nuestras vidas". 

La joven soltera balbuceaba: "He conocido a José Luis, es un brillante ingeniero, me va a proporcionar la vida que he soñado"

"¡Yupi!" Los niños esperaban que sus abuelos les regalaran ese tren eléctrico, con una preciosa maqueta que figuraba un pueblo de Los Alpes.

Nosotros, esperábamos permanecer juntos el resto de nuestras vidas sin achaques.

Ese día parecía que iba a cambiar nuestras vidas. Impacientes, solo contemplábamos el resplandor, una densa polvareda y quedamos ajenos al fuerte estruendo. 

La guerra había estallado y un obús de elevado calibre se colaba por el patio interior haciendo retumbar el edificio. No dejo nada a su paso, pero había logrado despertar los deseos de la comunidad al menos por unos instantes.

Ninguno pudo sobrevivir para cumplir con lo imaginado, excepto María y yo. Yacíamos en nuestra cama cogidos de la mano y veíamos cumplir nuestro deseo junto a ese par de zapatos destartalados.


Javier Aragüés (enero de 2018)

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