sábado, 3 de febrero de 2018

LA PEONZA

Ramonín era un hombre corpulento y entrado en años, me recordaba al leñador bonachón que aparecía en casi todos los cuentos con un bosque encantado. Tenía el pelo corto y blanco, cejas pobladas del mismo color y labios sonrosados y carnosos. Pero lo que le distinguía eran sus manos mayúsculas, como verdaderas palas.

Yo le veía como a un gigante bondadoso que corría en auxilio de los desdichados. 

Como si me fuera a contar un cuento decía:




la peonza 


—Vamos a jugar a la peonza. Es un juguete antiguo, muy antiguo. Jugaban mis abuelos, los abuelos de mis abuelos, y los abuelos de los abuelos de mis.., estoy seguro de que te gustará. 

Aquella tarde sacó un objeto de madera de uno de los bolsillos de su chaqueta, extendió su manaza y me lo ofreció:

—Ten Luisito, —yo muy atento, agarré con una mano el objeto de madera, macizo y en forma de pera, acabado en punta metálica—,  sujétalo entre tus dedos.

—¿Así está bien?

— Por ahora sí. Esta cosa se llama peonza, otros la llaman trompo. Tienes que aprender a cogerla. Pon el dedo índice, en la parte más ancha y el pulgar  en la punta de hierro del otro extremo— dijo muy serio.

Yo inseguro, le miraba con la peonza entre mis dedos, buscando su aprobación. Él me corregía de manera protectora, una y otra vez, hasta que exclamó: 

—¡Así! ¡Así! Aprieta bien los dedos, no se te puede escapar.

Yo hacía lo que podía, cerraba fuerte los ojos para subrayar el esfuerzo, y a pesar de eso se me caía más de una vez. 

Me ensimismaba el cuidado que ponía en las explicaciones y el cariño con que me enmendaba. Tras varios días de enseñarme a cogerla y a familiarizarme con el juguete conseguí que no se me cayera.

Una tarde, después de clase y en su casa, a la que acudía después de hacer los deberes, mirándome con sus ojos fatigados, me dijo:

— No hemos acabado. Ahora tienes que prestar mucha atención. No hace falta que la aprietes, basta con que la sujetes. 

Me dio un cordel.

— ¿Qué hago?

— Tienes que enrollarlo por completo alrededor de la peonza, empezando desde la punta. Lía la cuerda alrededor del trompo, una vuelta y otra, sujetándolo con el dedo pulgar, y con la otra mano sigue enrollándolo en círculos hasta recubrir toda la peonza. 
Cuando hayas acabado, coloca el dedo pulgar en la punta metálica y los dedos índice y corazón en la parte superior del trompo, apretando fuerte los tres. Es importante que la cuerda quede enganchada entre estos dos dedos. Te he puesto una moneda de dos reales con un nudo para que la sujetes. Todo esto es necesario para prepararte porque la tienes que lanzar, y al hacerlo  no se te puede escapar —me explicaba sin detenerse y a la vez, de manera pausada.

Todo lo que me decía Ramonín, para mí era lo más importante que me estaba ocurriendo desde hacía años. Tenía la misma sensación que cuando fui al cine por primera vez, mi madre me lo prometía pero nunca llegaba el momento. 


Él y su mujer, Doloritas, así la llamaba, eran mis vecinos; un día me llevaron al cine. Ella encarnaba a una anciana de cabello albo, débil y recogido en forma de rodete apretado, en lo más alto de su escaso entendimiento que quedaba compensado, con creces, con la bondad que cultivaba. Para mí, eran los abuelos que no había tenido.


Yo era un niño gordito, no muy alto, se reían de mí y de mi escasa habilidad en los juegos habituales de los chavales de esa edad; y yo pensaba que si aprendía a hacer bailar la peonza podría ser respetado.  


Ya estaba dispuesto para alcanzar la destreza que me iba a permitir codearme con los compañeros del colegio que, como poco, me ignoraban. 

Ramonín, era consciente de los malos ratos que me hacían pasar los chicos de mi clase y de que no tenìa amigos. 

En un tono más serio de lo habitual, para remarcar la importancia de lo que me iba a contar, me acercó hacia sí, con sus poderosos brazos.

— Ramonín, ¿ahora que hago?

— Antes de lanzar la peonza la sujetas en la palma de la mano y agarras el extremo del cordel con la moneda entre los dos dedos, el índice y el corazón. Como te he dicho, con fuerza, para que no se escape al lanzarla, colocas el dedo índice en la parte superior y el pulgar en la punta,— en cada frase me cogía con su manaza, que guiaba y rodeaba completamente a la mía— : ya puedes lanzar el trompo. ¡Tira fuerte del cordel!








Aunque se hizo un silencio, la expresión en su rostro reflejaba que yo estaba a punto de ser respetado.


En la peonza que me había regalado Ramonín había pintado círculos de distintos colores sobre la madera. Cuando la lanzaba y conseguía hacerla bailar, en su movimiento, los círculos se convertían en infinidad de collares que se terminaban reduciendo a un punto, en la punta de la púa, y continuaban en un eterno movimiento inagotable como mis sueños. Al contemplarla, me veía esbelto y rodeado de amigos, todos jugando con nuestras peonzas que bailaban sin detenerse.


Ramonín me había prometido enseñarme algún nuevo truco cuando dominara bailar la peonza. Seguí practicando todos las tardes.


Despertó un día anubarrado sin rendijas para la luz. Al terminar mis clases, como siempre, me dirigí a casa, mientras, un grupo de vecinos se apilaban en el portal. Ellas, llorosas, rodeaban a Doloritas que me acerco a su cara, me besó en la mejilla y susurró: 


 "Ramonín no podrá verte, ha emprendido un largo viaje. Hasta que regrese me ha dicho que no dejes de hacer bailar la peonza".




Javier Aragüés (febrero de 2018)





No hay comentarios: