jueves, 8 de marzo de 2018

MATICES

Eran las doce en punto de un día ardiente del mes de agosto. El reloj se detenía un instante para cumplir con su cometido y sonaron los doce gong. Las calles estaban huecas. La terraza del bar invadía la explanada de la plaza mayor. En el centro, una fuente de un solo caño vertía su caudal al pilón donde borboteaba. El agua salía por la boca de la escultura tosca de un mozalbete mofletudo, de cabello ensortijado y cubierto a medias por una túnica con numerosos pliegues rígidos desgastados por el tiempo, en actitud inmóvil.

Ander y Violeta se conocieron en el instituto. Hicieron juntos la carrera de magisterio, se enamoraron y desde entonces no se habían separado. Sus vidas transcurrían dentro de la satisfacción que produce estar junto a la persona amada, sin más exigencias. 

Frecuentaban un pueblo, próximo a la ciudad, donde habían alquilado un caserón. Eran de costumbres fijas y aburridas que se agudizaban con el paso del tiempo. Cuando estaban en el pueblo, Ander, mientras Violeta preparaba el desayuno, se desperezaba en el dormitorio de la casa que tenían alquilada. Su único oficio era recordar. Revivía los veranos que pasó en aquel pueblo junto a unos parientes lejanos, que se hacían más próximos cuando se acercaban las vacaciones. A todos los efectos, sus padres le depositaban en aquel lugar perdido. Ellos visitaban los lugares de moda, convencidos de que el chaval era lo que deseaba, aunque jamás se lo preguntaron. Entre los recuerdos se detenía al verse como un pintor, junto a telas imaginarias que recreaban la atmósfera de las calles de la población, con un expresionismo en el que la realidad se conjugaba como la representación de los sentimientos y los estados de ánimo de Ander. Expresaba las sensaciones, frente a la lógica de la amargura por querer cambiar su vida. Utilizaba colores fuertes y trazos firmes para plasmar el diálogo de angustia frente al mundo. Alguna vez pintaba algún personaje, que siempre representaba triste y desfigurado.


Al levantarse precipitado, por el olor a café y pan tostado, se apremiaba para encontrar su paquete de cigarrillos, encendía uno tras otro, y este gesto se repetía durante el día con escasas interrupciones. Era un pretexto para iniciar cualquier acción o justificar su indiferencia. Ander era un hombre cuyo aspecto estaba a mitad de camino entre el fracaso y la desesperación. 

Violeta pasaba las tardes leyendo y soñaba con largos paseos junto al mar cogidos de la mano del hombre que no se atrevía a amar verdaderamente. En el sueño siempre amenazaba el temporal y una gran ola irrumpía en el paseo, devolviéndola a la realidad. 


Ander y Violeta pasaban temporadas en aquel pueblo, sobre todo los fines de semana. Ander se distinguía por sus costumbres extravagantes. Ocupaba la misma mesa, a la misma hora, con idéntica forma de sentarse y de cruzar las piernas; una mezcla entre desgana y presunción.
Cuando se acercaba al bar de la terraza lanzaba un: "Oye. Por favor". Como un clamor que precedía a la petición de dos cervezas. La voz resonaba, amplificada por el cinturón de arcos que abrazaban la plaza del pueblecito, a continuación se dirigía a los  clientes y les invitaba a participar en sus disquisiciones, sin mucho éxito. La estatua era la única que parecía absorta ante las estridencias de Ander. Era un hombre que no le importaba destacarse gesticulando o mostrándose histriónico, y en muchas ocasiones elevaba la entonación para conseguirlo, aunque a partir de la tercera jarra de cerveza, no necesitaba ningún esfuerzo para hacerlo. 






Siempre le acompañaba Violeta, su pareja. E
n apariencia era frágil pero encerraba un fuerte carácter controlado por los años junto a Ander. Llevaba algunas veces un vestido color pastel, lila apagado, salpicado por lo que parecían florecillas discretas y en realidad eran motivos amarillos rematados por un pequeño guion verde a modo de interrogante. Parecía el boceto de una pintura al óleo, oculto bajo el expresionismo agitado de aquel hombre. 


Siempre estaba junto a él, le cedía todo el protagonismo y le hacía sentirse encumbrado ante una parroquia inexistente. Ella era una joven afable, de sonrisa contenida ante las imprevistas y desafiantes miradas de Ander. Se balanceaba entre una complacencia artificial hacia Ander y el sufrimiento acumulado por el tiempo junto a él. Se sentaba después de que él hubiera ocupado su lugar en la terraza del bar de la plaza, con la única misión de servirle de silenciosa compañía. 

Las estancias en la casa del pueblo se prolongaban, pasaron a durar meses por iniciativa de él, empeñado en la búsqueda de una pretendida inspiración para hacer de la pintura un refugio. Violeta observaba como el hastío de sus vidas, les deslizaba a un mundo de convivencia ficticia, plagado de significativos silencios, que él provocaba y ella no se atrevía a deshacer. 

Después de varios años repitiendo las visitas a la población, en la más profunda soledad, Ander comenzó a sufrir una enfermedad que deterioraba su capacidad cognitiva y que hasta entonces, se había mantenido oculta, por la aparente vivacidad en sus repuestas, ante nulos contrincantes.

La locuacidad y las rápidas contestaciones habían dejado de sorprender, hasta los que hasta entonces se decían amigos, y cada vez eran menos frecuentes y lúcidas sus intervenciones. 



 John Singer Sargent (1856–1925) Pintor estadounidense.



Violeta iba descubriendo que Ander se alejaba de la realidad que habían construido y que entre ellos solo quedaba la costumbre de estar en compañía. Estaba lejos el joven del que se había enamorado y que era sensible a las desigualdades. Para él, hablar de amor era sinónimo de cercanía, que se alcanzaba desde la generosidad; según él, era la cualidad para entender las diferencias. 

Todo lo había perdido. Ante ella aparecía un monstruo cuyo rostro había dejado de ser razonable, y lo ocupaba el semblante del que no esperaba nada. Se había vuelto agresivo hasta el extremo de que Violeta temía por su integridad.

Volvieron a la ciudad. Esa mañana, ella se preparó para acompañarle al médico. Él arrastraba una mirada perdida, ojos vidriosos y barba tupida que tiznaba su cara.Violeta hizo un sobresfuerzo y le adecentó. Sacó un vestido de escote valiente, que colgaba en su armario y que no se atrevía a ponerse. A Ander le parecía extremado. Al verlo a la luz, reflejaba un cárdeno intenso que resaltaba el color de sus venas, llenas de fuerza, dispuestas a combatir. 

Caminaban. Ander, sin fuerzas, extendía la mano para buscar la de Violeta, y se encontraron. A través de su piel transmitía que no le tenía miedo y estaba dispuesta a luchar para volver a ese amor que ambos habían conocido y solo la enfermedad, su condescendencia y el carácter de Ander se habían encargado de fragmentar. 

Al salir de la consulta pasearon cogidos de la mano hasta su casa. El sol comenzaba a ocultarse en un horizonte cubierto de tonos lilas y violetas que se mostraban sin complejos. Era el preludio de un atardecer plagado de esperanza.



Javier Aragüés (8 de marzo de 2018)


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