Desde la cama, oía pisadas cortas que se acercaban. Alguien, empujó la puerta con violencia, entró y se plantó ante Víctor dispuesto a todo. Esperaba someterlo con una sonrisa forzada y que él, dócil, permaneciera en silencio.
Lo intentaba un día tras otro. A cualquier hora de la noche, entraba y salía para observarle. Paseaba el terror con la luz de una linterna con la que se ayudaba y eso le delataba. Víctor se escondía entre la ropa, hasta que cesaba esa luz, se perdían los pasos y se transformaban en silencio. La expresión de espanto en su rostro permanecía hasta el alba. Solo conseguía dormir unos minutos.
Por la mañana en el pasillo, se oían los murmullos entremezclados con voces estridentes de personas. Para Víctor, todo este
alboroto era la señal de que había pasado el peligro, porque cada mañana se repetía lo mismo, hasta que dominaba el silencio y se alcanzaba un orden inquietante. Volvía la noche, el cambio de turno y la angustia.
Pero una madrugada, un hombre vestido de desesperanza rompió la rutina; le sacó de la habitación y sin darle explicaciones, pronunció con voz apagada: "es la hora". Le condujo por largos pasillos, que Víctor no conocía, hasta que llegaron al sótano. Le entregó, debilitado y casi dormido, a un grupo reducido de hombres y mujeres: Pudo contar hasta seis, — ¿dos hombres y cuatro mujeres ?— apenas lo recordaba; con los rostros semicubiertos, comenzaron a manosearle, sintió un pinchazo y se desvaneció.
Pasaron bastantes horas. Se tranquilizó al verse junto a su mujer y su hija, que abatidas, le miraban fijamente y rompían a llorar.
alboroto era la señal de que había pasado el peligro, porque cada mañana se repetía lo mismo, hasta que dominaba el silencio y se alcanzaba un orden inquietante. Volvía la noche, el cambio de turno y la angustia.
Pero una madrugada, un hombre vestido de desesperanza rompió la rutina; le sacó de la habitación y sin darle explicaciones, pronunció con voz apagada: "es la hora". Le condujo por largos pasillos, que Víctor no conocía, hasta que llegaron al sótano. Le entregó, debilitado y casi dormido, a un grupo reducido de hombres y mujeres: Pudo contar hasta seis, — ¿dos hombres y cuatro mujeres ?— apenas lo recordaba; con los rostros semicubiertos, comenzaron a manosearle, sintió un pinchazo y se desvaneció.
Pasaron bastantes horas. Se tranquilizó al verse junto a su mujer y su hija, que abatidas, le miraban fijamente y rompían a llorar.
Javier Aragüés (octubre de 2018)
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