El dormitorio vestía de oscuridad. Elena, acostada junto a mí, aprovechaba los últimos minutos de la noche tímidamente arropada. Ronroneaba mimosa para hacerse notar, y le costaba iniciar un nuevo día. Hizo un esfuerzo, se incorporó a medias para levantarse, y con los ojos semicerrados consiguió sentarse en el borde de la cama. Se tomó un tiempo hasta que se desperezó y fue a la cocina para preparar el café. Entonces, yo me incorporé, calcé mis desgastadas zapatillas y las arrastré por el pasillo. Mi perro Klaus me reconoció, comenzó a brincar a mi alrededor, él también estaba allí, vivo, y precisaba de mí. Luego le miré y pensé que los dos nos necesitábamos. Ya conocía la rutina, esperaba en la puerta del piso a que le ensartase el arnés y cogiera la correa. Un amortiguado portazo era la señal de salida. En el portal nos encontramos con la vecina del segundo, la que vivía sola y esperaba más que nadie "el buenos días", con independencia que en el exterior hiciera un tiempo infernal. Me subí el cuello de la gabardina y una cortina tupida de gotas frías golpeó mi cara y un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, me hizo dudar si daba el paso para plantarme en la acera. Sin pensarlo más, dejé salir a Klaus, que me miró con la duda de si continuábamos o no, ignoré su gesto y comenzamos a pasear.
Sobre el primer charco se reflejaba la luz blanquecina estridente del puesto de periódicos. Era tan temprano que los paquetes de papel impreso, teñidos de noticias y sucesos se humedecían antes de que Tomás, el quiosquero, los aposentase en las repisas del puesto, que fiel a la cita tenía abierto cada día. Inquieto, iba de acá para allá, para colocar la selecta mercancía, que no llegaba a hojear. Dejaba a mano los ejemplares de los asiduos y los encargos de los comercios y bares próximos al mercado para repartirlos. Estaba solo pero le acompañaba la nostalgia por una guerra que nunca ganó y una enorme bufanda con la que se protegía del frío y de las miradas no deseadas.
Para mí, lo más importante del barrio era el mercado que a esas horas bullía entre el color y el griterío. La mezcla de olores hacía que me detuviera cada día ante los puestos de verduras simulando indecisión. Aunque a esas horas nunca compraba, aprovechaba esos instantes para inspirar con fuerza hasta casi saborear los aromas frescos y verdes de los alimentos.
En el bar del mercado, los asentadores de pescado se recostaban en la barra tras un café, mientras fumaban y hablaban sin parar. Vestían mandiles con rayas verdinegras, salpicados por más de una escama, y sus botas de caucho de media caña como si acabaran de faenar.
Diego, el vendedor de cupones, era una de las personas inseparables del barrio, le imprimía carácter. Estaba completamente ciego. Siempre alegre desde que se había liberado de tener que vender a la intemperie y repetir siempre la misma cantinela: "¿Quiere un cupón? Es para hoy. Oiga, que sale hoy". Su familia había conseguido que pudiera tener un pequeño quiosco que le protegía de los cambios de tiempo y le hacía sentirse seguro e importante.
Me gustaba entretenerme y hablar con los comerciantes que llevaban instalados en el barrio desde siempre, pero con este tiempo hoy daba por finalizado el paseo. Klaus tiraba de la correa, era la señal de que debíamos volver a casa. Él sabía que le esperaba su comida y a mí Elena.
Desde el portal, me ayudaba a remontar la escalera el olor a café y pan tostado que ella preparaba a esas horas y sobretodo esperaba su beso, el que me daba en la mejilla como anuncio de vida y sello del amor. Abrí la puerta, Klaus se dirigió a su rincón; Elena nos esperaba en el salón sentada frente a las tazas de café caliente. Antes de acercarme a su mejilla, nos miramos y me quedé inmóvil. Las escenas de nuestra vida pasaron veloces ante mi retina, tan rápidas que en las últimas apenas veía a Elena.
En la sala solo quedaba ese olor a vida agotada que apostillaba el de café y pan tostado. Klaus, a mis pies, me miraba mordisqueando una de mis zapatillas. Los dos nos necesitábamos
Sobre el primer charco se reflejaba la luz blanquecina estridente del puesto de periódicos. Era tan temprano que los paquetes de papel impreso, teñidos de noticias y sucesos se humedecían antes de que Tomás, el quiosquero, los aposentase en las repisas del puesto, que fiel a la cita tenía abierto cada día. Inquieto, iba de acá para allá, para colocar la selecta mercancía, que no llegaba a hojear. Dejaba a mano los ejemplares de los asiduos y los encargos de los comercios y bares próximos al mercado para repartirlos. Estaba solo pero le acompañaba la nostalgia por una guerra que nunca ganó y una enorme bufanda con la que se protegía del frío y de las miradas no deseadas.
Para mí, lo más importante del barrio era el mercado que a esas horas bullía entre el color y el griterío. La mezcla de olores hacía que me detuviera cada día ante los puestos de verduras simulando indecisión. Aunque a esas horas nunca compraba, aprovechaba esos instantes para inspirar con fuerza hasta casi saborear los aromas frescos y verdes de los alimentos.
En el bar del mercado, los asentadores de pescado se recostaban en la barra tras un café, mientras fumaban y hablaban sin parar. Vestían mandiles con rayas verdinegras, salpicados por más de una escama, y sus botas de caucho de media caña como si acabaran de faenar.
Diego, el vendedor de cupones, era una de las personas inseparables del barrio, le imprimía carácter. Estaba completamente ciego. Siempre alegre desde que se había liberado de tener que vender a la intemperie y repetir siempre la misma cantinela: "¿Quiere un cupón? Es para hoy. Oiga, que sale hoy". Su familia había conseguido que pudiera tener un pequeño quiosco que le protegía de los cambios de tiempo y le hacía sentirse seguro e importante.
Me gustaba entretenerme y hablar con los comerciantes que llevaban instalados en el barrio desde siempre, pero con este tiempo hoy daba por finalizado el paseo. Klaus tiraba de la correa, era la señal de que debíamos volver a casa. Él sabía que le esperaba su comida y a mí Elena.
Desde el portal, me ayudaba a remontar la escalera el olor a café y pan tostado que ella preparaba a esas horas y sobretodo esperaba su beso, el que me daba en la mejilla como anuncio de vida y sello del amor. Abrí la puerta, Klaus se dirigió a su rincón; Elena nos esperaba en el salón sentada frente a las tazas de café caliente. Antes de acercarme a su mejilla, nos miramos y me quedé inmóvil. Las escenas de nuestra vida pasaron veloces ante mi retina, tan rápidas que en las últimas apenas veía a Elena.
En la sala solo quedaba ese olor a vida agotada que apostillaba el de café y pan tostado. Klaus, a mis pies, me miraba mordisqueando una de mis zapatillas. Los dos nos necesitábamos
Javier Aragüés (octubre de 2018)
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