Los días eran más largos, las noches sin final. La
ausencia de esfuerzo físico provocaba que el sueño se retrasara y durante
la noche no se presentase. Aturdido en las primeras horas de la tarde y con
los ojos semicerrados, Jerry atendía al reflejo sobre la pantalla del televisor
apagado. Las lamas de las persianas venecianas que envolvían el ático se
reproducían sobre el gris perla velado del cristal y cobraban vida. Aprovechaba
los momentos cuando el sol se despedía y dejaba pasar los últimos rayos
rezagados, para fijar la mirada en el vacío y liberar los sentidos. A esas
horas acudía una mujer, Dyana, bien definida, de cuello descascarado y frente
sin complejos, que le tendía la mano pero él no se atrevía a corresponder. Eran manos firmes que
sabían acariciar y convencer, aunque él jamás se hubiera atrevido. Ella guardaba
un secreto. Miraba sus ojos, repasaba los pliegues de la piel en los
extremos de los párpados, que hablaban. Al redirigir la mirada, se
detenía en las manos de él que eran, junto con los labios, expresión de vida. Sin perturbarse,
Jerry las despertaba, comenzaba a mover las puntas de los dedos como lo hacía
al acariciar las teclas el piano. Una pausa y, la mano adoptaba la posición
para coger el pincel y estirar los tonos sobre el lienzo. Los colores de la
paleta se agitaban y la vida tomaba formas, a veces una simple mancha ilustraba un sueño. A Jerry le estimulaba Dyana. Era enigmática y
próxima; firme y delicada; locuaz y paciente. Era una mujer que cautivaba desde
la ausencia.
El cenit del encuentro se producía cuando Dyana le ofrecía una hoja de papel en blanco. Jerry turbado, reconocía la señal y ahora le parecía que le estaba permitido; él era el que ahora reiniciaba el paseo por los sentidos, intercambiando los roles. Solo pensar en eso le fascinaba. Jerry sabía que la tendría que mirar, detenerse en los ojos, disculpar los frunces de su piel y sin reflejarlo en un ademán entregado, detenerse en los labios. Era más que un deseo. Pero la duda le atenazaba.
Esperaba la agonía de la tarde para que ella acudiera y él, así en la penumbra, sentirse protegido. Los ojos de ella consentían. Su cuerpo se aproximaba al de Dyana,
acomodaba la mirada en la frente y cogía su mano. Los dos sabían que la llamada
inequívoca era aquella hoja de papel vacía, que esperaba en silencio. Él, sin dejar
reposar los ojos, sentía la proximidad de los labios de Dyana sin atreverse a
besarla. Los dos se miraban. En el reflejo del cristal dos palabras de amor escritas en el
papel y un atardecer eterno.
1 comentario:
Hola
Pensaba que con el confinamiento la inspiración disminuya , pero en tu caso veo que esto no ocurre . Reflejos es un reflejo de un estilo muy personal
Felicidades
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