martes, 27 de octubre de 2020

LA ESCALERA





Soy Pável  Nikoláyevich Miliukov, un soldado sin ninguna cualidad reseñable, excepto mi mirada perdida, los hombros arqueados por la miseria y unas manos sobredimensionadas para combatir el hambre, pero siempre caía derrotado. Respecto a mis deseos, prevalecía el de no pasar penurias.




Estaba acuartelado en Petrogrado en octubre de 1917 y la revolución me estalló sin permiso. Junto a otros obreros y campesinos, formaba parte de la Guardia Roja, embrión del futuro Ejército revolucionario y yo me sentía enrolado como aprendiz de hombre. El azar y la confusión lo hicieron todo.  

Las exigencias de disciplina y uniformidad de la milicia  contrastaban con la nostalgia que sentía. No podía olvidar Shlisselburg, mi pueblo, a mis padres y a  mi mujer — Natalia Sedova— madre de mis tres hijos, que la enfermedad  y el dolor redujeron a uno. Las noches en mi pueblo transcurrían alrededor de un fuego pobre que alimentaba lo infortunado de nuestras vidas y las brasas avivaban un rescoldo en el que era fácil interpretar  que estábamos condenados a pasar desapercibidos.

Empujado, más que convencido, me vi con un fusil en las calles de Petrogrado. Una mujer, Elena Stasova, hija de un jurista liberal, se acercó a mí pidiendo protección en medio de la revuelta. La aparté de la algarada y  se aproximó hasta que nuestros cuerpos se sintieron muy próximos, primero para protegerse del frío y después de la soledad, mientras, en las calles, los disparos rompían el silencio. Caminamos con urgencia apoyados el uno en el otro. Ella se sentía resguardada y yo, junto a una mujer que me proporcionaba seguridad. Se comportaba como  si nos conociéramos desde siempre. Me indicó que caminásemos hacia una avenida ocupada por palacetes que parecía conocer. Sin mediar palabra, nos dirigimos hacia el jardín de una mansión e hizo un gesto para refugiarnos. Al abrir la puerta principal apareció una gran escalera central; esbelta, cuidada, guarnida con un tejido rojo intenso aterciopelado que invitaba a dar un primer paso positivo y alentador. En unos instantes mi pensamiento se fue de la escalera a  esa mujer que me invitaba a ascender. Era muy diferente a las campesinas, únicas muchachas  que yo había conocido. Sentí como se borraba la nostalgia. Sonaban distantes las voces. La de Natalia, que me pedía ayuda. Mi hijo lloraba y la del silencio de mis padres, que  habían muerto. Aquel fuego del recuerdo se apagaba. 

Yo, incapaz de reaccionar, miraba la escalera. Ella se comportaba como si estuviera en su casa. Elena me cogió de la mano y me invitó a subir. Titubeé.

Un estruendo, seguido del lamento de los goznes. y la puerta del palacete se abrió. Murmullos, voces... Un grupo armado de rusos blancos irrumpió al pie de la escalera, cargaron sus fusiles, apuntaron y se oyó la orden del oficial.


Javier Aragüés (noviembre 2020)
















martes, 20 de octubre de 2020

AROMAS Y CARICIAS







Al llegar al quinto piso, por el olor sabía si ella estaba en casa; una mezcla a jabón Heno de Pravia y ternura impregnaba la silueta de aquella anciana y eran las señas de identidad que me tranquilizaban. Yo  lo asociaba a ese aroma que adquiría mi ropa cuando me acariciaba  "La señora Dolores". Así era como la llamaban el resto de los vecinos y solo a mi me dejaba llamarle "Doloritas". Yo  quería ir a su casa, con cualquier excusa y la aprobación de mi madre, si es que no había salido. 

Mi profesión, durante los primeros años de mi vida, era la de ser obediente con aquella viejecita de cuento de hadas y no era difícil hacerlo. Su rostro adelantaba  las dificultades y el cariño que le había arrebatado la vida. Al observar el movimiento de sus labios yo veía como balbuceaba bondad y ella siempre estaba dispuesta a encontrar y ofrecer comprensión. Las manos surcadas por las ausencias y las tareas domésticas presentaban un ligero temblor incontrolado, preludio de peores pronósticos. Con sus gestos alejaba a los adultos, ajenos a  su vida.  

Tenerla cerca, puerta con puerta, era la única compañía los largos días de cualquier época del año. Yo procuraba arrimarme al descansillo de la escalera y, desde mi casa, sentir como penetraba el olor a cariño y proximidad. A estos intangibles deseos  se superponía un tufo a cocina económica de carbón que apenas tenía nada que calentar. Dudo si era por su ropa o el amor que desprendía, pero inmediatamente que mi madre salía de casa yo llamaba a la suya. Éramos vecinos y yo quería que, cada noche, me protegiera de los monstruos que  acechaban  mi habitación. Ella se sentaba en el borde de la cama, sobre la colcha buscaba mis pies y los ponía entre sus manos; el calor del cariño llegaba a mi cuerpo, mientras canturreaba alguna canción popular, hasta que me quedaba dormido.


Me hice mayor y desde entonces desapareció aquel aroma de mi vida.


Javier Aragüés (octubre 2020)

 

viernes, 16 de octubre de 2020

CUANDO LA VIDA TE REGALA TRAZOS




Jordi Plana y Javier Aragüés

 





Un cielo apretado de grises y plomos reventaba esa tarde de otoño en el Empordá, que no necesitaba brisa para respirar mar. El final de una cuesta discreta se remataba con una casa entrañable que cobijaba lo más preciado y desconocido, la esencia de lo humano. A la entrada estaban los dos, Jordi y Adela,  pareja y protagonistas de una vida compartida.   En el interior, una acogida  razonable y sin  aspavientos  permitía acercarme, como si nos conociéramos desde siempre. Estar frente a  Jordi Plana era encontrarse con lo humano, escucharle y paladear  la sinceridad. La mirada cansada no impedía que  buscara lo mejor de ti. Desde la ventana de su despacho lleno de vida y dibujos, tapizado de un ambiente  marrón cálido —preludio del frío—, Jordi sostenía la sonrisa y te hacía cómplice.











Él, además de enseñar a vivir con dignidad,  aprendía como despedirse de lo más querido para los hombres, el amor a la vida. Nada le hacía turbarse, ni siquiera conocer  lo irremediable. Desde la quietud, perfilaba el silencio y en los trazos sombreaba el humanismo que no le abandonaba. En sus dibujos,  bastaba detenerse en las insinuaciones implícitas y descarnadas de maldad. Rotulaba verdad y encontraba el amor que la mayoría de los seres humanos escondían o disimulaban y que en sus dedos cobraba vida.





 

El Jordi de los pájaros, del mar, el de las casas en el bosque, el de las tertulias de amigos y el de los insectos agraciados e imprevistos; el de la ciudad sin salida, el de las flores rotas por el color  del deseo, el de las plantas relajantes, el que tendía puentes a la vida, el de las mujeres con los labios de un rojo preciso, el de los niños tristes y hombres melancólicos.

En sus trazos hay tantos "Jordis" como sentimientos y afectos podemos encontrar en los seres humanos. Pero solo él, con sus dibujos, es capaz de humedecer nuestros ojos y conmovernos al respirar su  amistad.

Gracias  Jordi por tus trazos de vida.


Javier Aragüés (octubre de 2020)


miércoles, 7 de octubre de 2020

EL MENDIGO









La falaise de La grève blanche - Felix Vallotton


El tono de voz apremiante que se coló por el telefonillo era el de Becca. Sin terminar de vestirme, salí del apartamento. No esperé al ascensor, tropecé y me fui escaleras abajo. Di varios tumbos. Evité la caída gracias al pasamanos. Me precipité en el portal. Al no verla, sentí miedo. En la puerta de entrada, una mujer yacía en el suelo. Un grupo de personas la rodeaban. Las aparté hasta poder estar junto a ella, era Becca. Su cara presentaba hematomas. Los dedos infinitos eran la prolongación de su capacidad de dar y acariciar el arte. Las manos semicerradas se apoyaban en el torso y una de ellas ocultaba un papel arrugado.  Su rostro retenía la expresión de miedo. Abrió los ojos muy poco a poco y al verme sonrió.

La expresión de Becca cambió. Era la de la mujer que me había hecho feliz al conocernos. Ella sentada en la terraza de un café junto al Museo de Órsay. Mi mirada insistente buscaba una justificación para dirigirme a ella. Cualquier cosa que pensaba me parecía demasiado trivial para aproximarme. Desde aquel instante me sorprendió. Fue ella la que me habló con un tono firme.

— ¿Vienes con frecuencia a al museo?

— No soy asiduo, pero algunas tardes lo visito —titubeé.

—Yo vengo cada día.  

Un largo silencio. Mientras me ocultaba tras la taza de té. Me atreví a mirarla discretamente y sus ojos me esperaban. Me hizo un gesto para que la acompañara y yo no dudé. Nos dirigimos a la entrada principal del museo y en seguida, junto a ella, paseaba por una sala, la de los Nabis. Se detuvo ante un cuadro que para mí no resultaba conocido.

— ¿Conoces a Félix Valloton?

Miré el cuadro para justificar mi silencio y pude leer en la cartela una fecha que me ayudó a salir del comprometido mutismo.

— No soy un especialista en la pintura del siglo XIX.

—Es uno de los pintores que formó parte de los Nabis —continuó en un tono cuidadoso para no acorralarme por mi ignorancia.

Yo no me pronuncié y ella continuó explicándose. Pero con mi gesto le pedía que  dilatase la aclaración, y prosiguió.

— Lo más característico de este grupo de artistas es la relación que aparece en sus lienzos entre el color y sentimiento.

No dejaba  de observarme. Un vigilante se dirigió a ella recordándole la hora. Al salir un mendigo nos miró. Recogió unos cartones, su dormitorio habitual, y me pareció comprobar que nos seguía a cierta distancia.

Sin ninguna justificación, salvo algunos comentarios intrascendentes e intercambiar nuestros nombres, cruzamos el Sena. Ella parecía no tener prisa. Yo no esperaba que permaneciera tanto tiempo a mi lado. No sé cómo nos plantamos en el portal de mi  casa  que ella parecía conocer. No me atreví a invitarle a subir.  Me despedí y le anoté mi teléfono en una hoja de papel que encontré en un bolsillo y que ella cogió con normalidad. Se despidió con una sonrisa sostenida.

Entré en el portal a oscuras y decidí  salir por si la veía de nuevo. A lo lejos, caminaba junto al mendigo.

No la volví a ver aunque acudí varias veces al museo. Pero esa mañana, muy temprano, sonó el telefonillo.

 

 

Javier Aragüés (octubre de 2020)