martes, 20 de octubre de 2020

AROMAS Y CARICIAS







Al llegar al quinto piso, por el olor sabía si ella estaba en casa; una mezcla a jabón Heno de Pravia y ternura impregnaba la silueta de aquella anciana y eran las señas de identidad que me tranquilizaban. Yo  lo asociaba a ese aroma que adquiría mi ropa cuando me acariciaba  "La señora Dolores". Así era como la llamaban el resto de los vecinos y solo a mi me dejaba llamarle "Doloritas". Yo  quería ir a su casa, con cualquier excusa y la aprobación de mi madre, si es que no había salido. 

Mi profesión, durante los primeros años de mi vida, era la de ser obediente con aquella viejecita de cuento de hadas y no era difícil hacerlo. Su rostro adelantaba  las dificultades y el cariño que le había arrebatado la vida. Al observar el movimiento de sus labios yo veía como balbuceaba bondad y ella siempre estaba dispuesta a encontrar y ofrecer comprensión. Las manos surcadas por las ausencias y las tareas domésticas presentaban un ligero temblor incontrolado, preludio de peores pronósticos. Con sus gestos alejaba a los adultos, ajenos a  su vida.  

Tenerla cerca, puerta con puerta, era la única compañía los largos días de cualquier época del año. Yo procuraba arrimarme al descansillo de la escalera y, desde mi casa, sentir como penetraba el olor a cariño y proximidad. A estos intangibles deseos  se superponía un tufo a cocina económica de carbón que apenas tenía nada que calentar. Dudo si era por su ropa o el amor que desprendía, pero inmediatamente que mi madre salía de casa yo llamaba a la suya. Éramos vecinos y yo quería que, cada noche, me protegiera de los monstruos que  acechaban  mi habitación. Ella se sentaba en el borde de la cama, sobre la colcha buscaba mis pies y los ponía entre sus manos; el calor del cariño llegaba a mi cuerpo, mientras canturreaba alguna canción popular, hasta que me quedaba dormido.


Me hice mayor y desde entonces desapareció aquel aroma de mi vida.


Javier Aragüés (octubre 2020)

 

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