El
tono de voz apremiante que se coló por el telefonillo era el de
Becca. Sin terminar de vestirme, salí del apartamento. No esperé al ascensor, tropecé
y me fui escaleras abajo. Di varios tumbos. Evité la caída gracias al pasamanos.
Me precipité en el portal. Al no verla, sentí miedo. En la puerta de entrada,
una mujer yacía en el suelo. Un grupo de personas la rodeaban. Las aparté hasta
poder estar junto a ella, era Becca. Su cara presentaba hematomas. Los dedos infinitos eran la prolongación de su capacidad de dar
y acariciar el arte. Las manos semicerradas se apoyaban en el torso y una de
ellas ocultaba un papel arrugado. Su
rostro retenía la expresión de miedo. Abrió los ojos muy poco a poco y al verme
sonrió.
La expresión de Becca cambió. Era la de la mujer que me había hecho feliz al conocernos. Ella sentada en la terraza de un café junto al Museo de Órsay. Mi mirada insistente buscaba una justificación para dirigirme a ella. Cualquier cosa que pensaba me parecía demasiado trivial para aproximarme. Desde aquel instante me sorprendió. Fue ella la que me habló con un tono firme.
—
¿Vienes con frecuencia a al museo?
— No
soy asiduo, pero algunas tardes lo visito —titubeé.
—Yo vengo
cada día.
Un
largo silencio. Mientras me ocultaba tras la taza de té. Me atreví a mirarla discretamente y sus ojos me esperaban. Me
hizo un gesto para que la acompañara y yo no dudé. Nos dirigimos a la entrada principal
del museo y en seguida, junto a ella, paseaba por una sala, la de los Nabis. Se
detuvo ante un cuadro que para mí no resultaba conocido.
— ¿Conoces
a Félix Valloton?
Miré
el cuadro para justificar mi silencio y pude leer en la cartela una fecha que
me ayudó a salir del comprometido mutismo.
— No
soy un especialista en la pintura del siglo XIX.
—Es
uno de los pintores que formó parte de los Nabis —continuó en un tono cuidadoso
para no acorralarme por mi ignorancia.
Yo no
me pronuncié y ella continuó explicándose. Pero con mi gesto le pedía que dilatase la aclaración, y prosiguió.
— Lo más característico de este grupo de artistas es la relación que aparece en sus lienzos entre el color y sentimiento.
No dejaba de observarme. Un vigilante se dirigió a ella recordándole la hora. Al salir un mendigo nos miró. Recogió unos cartones, su dormitorio habitual, y me pareció comprobar que nos seguía a cierta distancia.
Sin ninguna
justificación, salvo algunos comentarios intrascendentes e intercambiar
nuestros nombres, cruzamos el Sena. Ella parecía no tener prisa. Yo no esperaba
que permaneciera tanto tiempo a mi lado. No sé cómo nos plantamos en el portal
de mi casa que ella parecía conocer. No me atreví a
invitarle a subir. Me despedí y le anoté
mi teléfono en una hoja de papel que encontré en un bolsillo y que ella cogió
con normalidad. Se despidió con una sonrisa sostenida.
Entré en
el portal a oscuras y decidí salir por si la veía de nuevo. A lo lejos, caminaba junto al mendigo.
No la
volví a ver aunque acudí varias veces al museo. Pero esa mañana, muy temprano,
sonó el telefonillo.
Javier Aragüés (octubre de 2020)
2 comentarios:
Me encantó, y Siempre en sus relatos la puerta abierta para un final que deberá imaginar el lector.
Me encantó, y Siempre en sus relatos la puerta abierta para un final que deberá imaginar el lector. Gracias infinitas
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