Soy
Pável Nikoláyevich Miliukov, un soldado sin ninguna cualidad
reseñable, excepto mi mirada perdida, los hombros arqueados por la miseria y
unas manos sobredimensionadas para combatir el hambre, pero siempre caía
derrotado. Respecto a mis deseos, prevalecía el de no pasar penurias.
Estaba acuartelado en Petrogrado en
octubre de 1917 y la revolución me estalló sin permiso. Junto a otros obreros y
campesinos, formaba parte de la Guardia Roja, embrión del futuro Ejército revolucionario
y yo me sentía enrolado como aprendiz de hombre. El azar y la confusión lo
hicieron todo.
Las exigencias de disciplina y uniformidad
de la milicia contrastaban con la nostalgia que sentía. No podía
olvidar Shlisselburg, mi pueblo, a mis padres y a mi mujer
— Natalia Sedova— madre de mis tres hijos, que la enfermedad y
el dolor redujeron a uno. Las noches en mi pueblo transcurrían alrededor de
un fuego pobre que alimentaba lo infortunado de nuestras vidas y las brasas avivaban un rescoldo
en el que era fácil interpretar que estábamos condenados a pasar
desapercibidos.
Empujado, más que convencido, me vi con un fusil en las calles de Petrogrado. Una mujer, Elena Stasova, hija de un jurista liberal, se acercó a mí pidiendo protección en medio de la revuelta. La aparté de la algarada y se aproximó hasta que nuestros cuerpos se sintieron muy próximos, primero para protegerse del frío y después de la soledad, mientras, en las calles, los disparos rompían el silencio. Caminamos con urgencia apoyados el uno en el otro. Ella se sentía resguardada y yo, junto a una mujer que me proporcionaba seguridad. Se comportaba como si nos conociéramos desde siempre. Me indicó que caminásemos hacia una avenida ocupada por palacetes que parecía conocer. Sin mediar palabra, nos dirigimos hacia el jardín de una mansión e hizo un gesto para refugiarnos. Al abrir la puerta principal apareció una gran escalera central; esbelta, cuidada, guarnida con un tejido rojo intenso aterciopelado que invitaba a dar un primer paso positivo y alentador. En unos instantes mi pensamiento se fue de la escalera a esa mujer que me invitaba a ascender. Era muy diferente a las campesinas, únicas muchachas que yo había conocido. Sentí como se borraba la nostalgia. Sonaban distantes las voces. La de Natalia, que me pedía ayuda. Mi hijo lloraba y la del silencio de mis padres, que habían muerto. Aquel fuego del recuerdo se apagaba.
Yo, incapaz de reaccionar, miraba la escalera. Ella se comportaba como si estuviera en su casa. Elena me cogió de la mano y me invitó a subir. Titubeé.
Un estruendo, seguido del lamento de los
goznes. y la puerta del palacete se abrió. Murmullos, voces... Un grupo armado
de rusos blancos irrumpió al pie de la escalera, cargaron sus fusiles,
apuntaron y se oyó la orden del oficial.
Javier Aragüés (noviembre 2020)
4 comentarios:
Lo de "aprendiz de hombre" no me convence en alguien que tiene ya esposa y un hijo, aunque entiendo lo que quieres decir. Por lo demás, excelente. (Es que me gusta poner peros, je, je).
Gracias Jaume.
Javier un relato digno de tí, espero los del 2021. Un fuerte abrazo
el comentario anterior me pertenece
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