Teresa y yo parecíamos una pareja convencional, o al menos yo
lo pretendía. Nuestra relación era tan endeble, que para
mantenerla debía transigir. Teresa no se inmutaba y continuaba con
su vida. Yo sufría y, aunque me sentía humillado, persistía en la búsqueda de
su amor. Solo aspiraba a sobrevivir a aquel idilio asimétrico.
Deseaba que alguna vez hubiera estado enamorada de mí. Pero la realidad era cruel. Si hubiera sido posible, la habría cautivado con mis estudiados silencios y ese tenue barniz de intelectual que impregnaba mis veinte años, de la mano de un efímero inconformismo. Todo era insuficiente. Si en algún momento tuve algún atractivo para ella, el tiempo se había encargado de difuminarlo. Me refugiaba en la lectura para sobrellevar una vida sentimental sin expectativas .
Con Teresa, me veía obligado a mostrarme prudente, incluso sumiso. Me obsesionaba con no perderla. Disimulaba mis defectos. Era egocéntrico y mi amor, en apariencia sin condiciones, era posesivo y enfermizo.
Teresa era una mujer tan firme, como atractiva. Añadía a su
encanto, la capacidad de gestear con sus manos, coordinándolas con una mirada
incisiva. Dominaba y convencía. Era una cualificada docente en un instituto de
la ciudad. La intentaba halagar elogiando su capacidad y dedicación. Le
decía en muchas ocasiones: “No suele coincidir en una profesora, que sea
excelente pedagoga y solo viva para la enseñanza".
Teresa, sin mirarme, desaprobaba con un gesto insistente de negación, moviendo la cabeza a ambos lados.
Teresa, sin mirarme, desaprobaba con un gesto insistente de negación, moviendo la cabeza a ambos lados.
Ella nunca se definía ideológicamente, pero simpatizaba con el pensamiento ácrata. Muy impulsiva, vital y de respuestas tajantes. Preparaba las clases exhaustivamente, para lograr intervenciones críticas por
parte de los alumnos.
Su frase preferida era: "Educar es conseguir que cada persona actúe con su propio criterio y tenga el derecho a equivocarse".
Su frase preferida era: "Educar es conseguir que cada persona actúe con su propio criterio y tenga el derecho a equivocarse".
La soledad me atormentaba. Pensaba que me era infiel. Sin controlar mi mente, aparecían repetidos flashes: ¿Cuándo y dónde se verían? No encontraba contestación. Prefería continuar sumergido en un mundo absurdo que conocer la verdad.
Después comprendí que los encuentros eran posibles, sin
necesidad de excusas. Eran docentes en el mismo instituto, acudían a las
actividades que desarrollaba el centro educativo fuera del horario
escolar. Visitaban exposiciones, asistían a conciertos y a los viajes de
prácticas, que en la mayoría de ocasiones se hacían en fin de
semana.
Para Teresa y para mí, los días transcurrían dentro de una
normalidad caracterizada por una relación impostada. Una tarde de invierno
estábamos en casa bien instalados, ella corregía trabajos de sus alumnos y
yo leía a Paulo
Coelho . Al releer un capítulo, encontré justificado preguntarle:
— ¿Qué opinas del adulterio?
Tras unos segundos en silencio, me contestó, ostensiblemente
molesta.
— Aunque sé que tu pregunta es otra, te voy a responder y así
Comenzó a agitar sus manos como nunca la había visto. Sus largos dedos
acompañaban cada afirmación y con la mirada conseguía inyectar con contundencia sus argumentos. Comenzó a hablar, después elevó el tono y terminó gritándome.
— A ver si lo entiendes. Si dos personas buscan la felicidad
al margen de una tercera, provocan una situación
que ya no escandaliza a nadie y se habla de engaño, o popularmente que "le
ponen cuernos". Para las que se consideran víctimas, no hay
justificación. Él o ella optan por rebelarse, pero si son débiles de carácter, terminan por claudicar. Buscan una explicación y si la encuentran no
quieren entenderla.
Se calló, parecía que tras la escena, daba el tema por zanjado. Hice un esfuerzo para sobreponerme. Me sorprendió la frialdad
de la explicación. Muy irritado, le mostré mi carácter más agrio, la miré con ira y sentí miedo a su reacción, me atreví a preguntar:
— ¿Desde cuándo os veis?
— Desde que llegó al instituto. Nuestras miradas se cruzaban en
las reuniones de profesores y quedábamos al salir de clase. Besos,
caricias,..., era vivir un amor con la pasión que siempre había soñado.
¿Quieres saber algo más? —se dirigió a mí, enfatizando y continuó.
— Vivíamos el sexo y la infidelidad con
mutua satisfacción.
Me tambaleó la respuesta. Necesitaba conocer el porqué del
alejamiento a pesar del vértigo que me producía. Tras un breve silencio y con un hilo de voz le pregunté.
alejamiento a pesar del vértigo que me producía. Tras un breve silencio y con un hilo de voz le pregunté.
— ¿Te importa decirme, cómo se llama “el otro”?
Teresa contestó muy molesta.
— De nuevo tu ignorancia aparece en nuestra inexistente relación.
Con esta pregunta vuelves a poner de manifiesto que desconoces a la
persona con la que convives tantos años.
Hizo una pausa, tomó aire y deseando concluir, me preguntó.
— ¿Conoces a la profesora de Historia? —sin darme tiempo a
contestar, me dijo.
— No hay “otro”, ella es mi amante.
Javier Aragüés (octubre 2014)
1 comentario:
Eres com los buenos vinos, mejorando dia a dia.
Fantàstico relato, cruel y cotidiano, real y no por ello menos veraz.
No pares, sigue sigue...
Un abrazo.
Josep M
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