Aunque jamás había estado en
prisión, hubiese preferido que los olores a letrina, del catre y de la manta, no resumieran los de
todos los que habían pasado por aquella celda. Semidesnudo, involuntariamente,
apoyé mi espalda en los barrotes. El escalofrío inesperado suprimió todas las
sensaciones. El cierre sincrónico y el
chirrido de las aldabas de la hilera de calabozos quedaron amortiguadospor los
cuchicheos de los agentes. Yo no había apagado
la luz cuando el grito del funcionario retumbó en mis oídos.
Sin pensarlo y atemorizado busqué el cordón
mugriento unido al casquillo de la tulipa de la única lámpara y luz leve iluminaba el calabozo. Solo tenía un pequeño trozo de papel, superviviente de
la brutal detención y un pedazo de lápiz
del que asomaba una mínima punta roma. Sentí alivio, eran los únicos nexos con
el exterior para poder despedirme de manera escueta y civilizada de mis seres
más queridos. Por un momento ellos paseaban por mis retinas y cruzábamos las
miradas, en silencio y con el atisbo de amor del que éramos cómplices.
-Para Joaquim, Carme,
Merçona, Montse e Immaculada.Ya poco os puedo decir, dentro de unas horas
sentiré de nuevo el escalofrío definitivo de la muerte apoyado en mi cuello. No
me arrepiento de lo que la vida me ha consentido. Vuestro hermano que
no os olvida”. Salvador
Javier Aragüés (Octubre de 2015)
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