Al salir del refectorio, la monja se derrumbó y se apoyó en los senos turgentes de la madre superiora. Pero su gesto arrojaba
duda entre la congregación.
-¿Ese encontronazo, es casual o lo ha provocado? - se preguntaban las hermanas.
Se repetía en demasiadas ocasiones para atribuirlo al azar, aunque para la mayoría de las monjas, de esa exigua cofradía, no era más que otra torpeza de sor María del Silencio.
Sor Déspota -así se llamaba la superiora- descubrió la falsa claudicación, la
ayudó a incorporarse y la cogió de una mano; juntas se alejaron dejando atrás
al resto de la comunidad. Caminaron por el ala oeste del claustro de
la abadía, hasta la gran sala capitular, se detuvieron a la entrada y se inició
un monólogo.
MONASTERIO DE VALLBONA |
-¿Otra vez, hermana? No hay excusas para tan notable obstinación. ¡Soy tu madre espiritual! -gritaba
-Te amparas en tu voto de silencio para encubrir tus irrefrenables deseos de amor. En esto, también te confundes ¡Solo puedes amar a Dios!- le dijo a voces la priora.
-Tienes los amores desorientados. Te disculpo, pero no entiendo tú pasión por las mujeres y, menos aún, la que me sugieres para subyugarme -le susurró la superiora.
La monja, temerosa, parecía hablar por sus ojos, proyectaba su amor e
intentaba acariciar con la mirada el rostro sonrosado y dehiscente de la abadesa, que no parecía
aceptar los mimos.
La madre espiritual ocultaba la debilidad que le producía aquel candor, que al llegar a su espíritu, se transformaba en deseo y a la vez, se esforzaba en distanciarse de aquella pusilánime.
En el intercambio de sinrazones, la joven monja sustituía su voz por hipidos, condensados en lágrimas, que transitaban por sus pómulos, se dispersaban por los pliegues del hábito y las más audaces, se deshacían, al percutir contra las frías losas del suelo del monasterio.
La madre espiritual ocultaba la debilidad que le producía aquel candor, que al llegar a su espíritu, se transformaba en deseo y a la vez, se esforzaba en distanciarse de aquella pusilánime.
En el intercambio de sinrazones, la joven monja sustituía su voz por hipidos, condensados en lágrimas, que transitaban por sus pómulos, se dispersaban por los pliegues del hábito y las más audaces, se deshacían, al percutir contra las frías losas del suelo del monasterio.
Por más que los gemidos de la novicia quisieran convertirse en súplicas, no se apreciaban gestos de ternura en la avezada abadesa. Ante la insistencia de la débil monja, se despertó la duda en Sor Déspota y continuó presionándola para que se manifestara.
Parecía que Sor María del Silencio no quería romper el precepto de su
voto, por fidelidad a su promesa.También era posible que no pudiera verbalizar sus sentimientos y a la vez especulaba sobre lo sencillo que sería articularlos, en clave de armonía y
afecto.
Pero la realidad tenía que ver con lo ocurrido aquella noche, en el callejón de la sórdida ciudad. Dejó su vida sumergida en el terror y la condenó de forma predeterminada, a retorcer su existencia.
La violencia que ejerció el violador le provocó la pérdida de la voz. No podía hablar. Tampoco podía ignorar que la violación y el hijo no deseado habían dibujado en ella, un tormentoso silencio. Estaba obligada a transformar en virtud lo que era una tara y una lacra para su subsistencia. Decidió tomar los votos y enclaustrase acompañada de su mentira.
Transcurrió el tiempo en el monasterio entre medias verdades, dentro del silencio más absoluto.
Pero la realidad tenía que ver con lo ocurrido aquella noche, en el callejón de la sórdida ciudad. Dejó su vida sumergida en el terror y la condenó de forma predeterminada, a retorcer su existencia.
La violencia que ejerció el violador le provocó la pérdida de la voz. No podía hablar. Tampoco podía ignorar que la violación y el hijo no deseado habían dibujado en ella, un tormentoso silencio. Estaba obligada a transformar en virtud lo que era una tara y una lacra para su subsistencia. Decidió tomar los votos y enclaustrase acompañada de su mentira.
Transcurrió el tiempo en el monasterio entre medias verdades, dentro del silencio más absoluto.
Dado el extremo a donde había recalado, era obligado e inevitable, sincerarse con la superiora. Intentó llamar la atención de su madre espiritual. Le pidió papel e hizo el gesto de escribir. La curiosidad irrumpió en la priora, que fijaba la vista en la cuartilla y parecía empujar con sus ojos la mano de la víctima. En ese instante, Sor María del Silencio comenzó a escribir.
Javier
Aragüés (Noviembre de 2017)
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