En una tarde de octubre, Raúl se encontraba en aquel jardín
poblado de esperanza. Vestía de gris soledad y anhelaba cambiar el disfraz para pasearse de la mano con la persona deseada. Ataviado de un carácter
acharolado y exuberante, podía codearse, de tú a tú, con la vida. Pero todo era
una ilusión provocada y perseguida por él. Continuaba buscando, recorría una dilatada travesía en compañía de sombras, sin rasgos de afecto,
llena de murmullos y rumores que enmascaraban la voz nítida de un cariño sosegado.
Hasta aquella tarde, Raúl rodeado de una frondosa vegetación,
seguía solo. Meditaba sobre el porqué de su dificultad para encontrar a otra
persona y poder compartir fragmentos, episodios, o lo que sería el sumun, seguir a su lado toda una vida. Lo
atribuía a su falta de preparación para empatizar en ambientes intelectuales y a su escasa experiencia vital, cuando prolongaba las noches de copas
y tertulias. Su continuo mimetismo hacia los otros y su enfermiza comparación con sus
cualidades, ahondaban en su tristeza, provocando abatimiento y una gran desazón. Todo, por no poseer los atributos, ni las cualidades de otros, al compararse con ellos. La carencia de esas aptitudes le impedía conquistar lo que más
deseaba, amar a una mujer.
En aquel anochecer, todo empezó en uno de los parterres, con la charla informal de una pareja, Olga y Marco. Eran dos personas sin
esencias de ternura. Conversaban alimentando reproches, lo que a distancia
significaba desamor. Entre los matorrales se oyeron unos susurros, que se amplificaron hasta conformarse en gritos inconfundibles entre los dos. Se avivaron con frases
gruesas, intercambiadas sin que ninguno esperara a escuchar, ni a terminar, la frase siguiente del otro. Se trazaba un anunciado desencuentro. Cuando Raúl observaba a distancia, sus ojos brillaban con nocturnidad, se sincronizaban con la intensidad de las exclamaciones, que titilaban a cada golpe de voz.
-¡Qué gran ventaja ante este desastre! -pensaste, y yo te di la razón
-¡Qué gran ventaja ante este desastre! -pensaste, y yo te di la razón
Se descubrían espacios ante Raúl para poder mostrar esas cualidades que envidiaba en los otros, le incitaban a
mostrarse como el compañero ideal y a ser el candidato ante Olga dispuesto a sustituir de forma apresurada al
intruso, para construir una intimidad consistente.
Al deshacerse de Marco con bravuconadas, se quedó solo junto a Olga y sometido a su criterio. Ella le inducía bienestar y le proporcionaba seguridad. Le bastaba mostrarse tal y como era, no tenía necesidad de moldear su personalidad.
Los dos, sin dejar de mirarse y con las manos próximas, se contaban de forma atropellada lo que habían sido sus vidas, esperaban el relato y la siguiente vivencia del otro, para incorporarlos y tomar juntos el tren de la vida.
Al deshacerse de Marco con bravuconadas, se quedó solo junto a Olga y sometido a su criterio. Ella le inducía bienestar y le proporcionaba seguridad. Le bastaba mostrarse tal y como era, no tenía necesidad de moldear su personalidad.
Los dos, sin dejar de mirarse y con las manos próximas, se contaban de forma atropellada lo que habían sido sus vidas, esperaban el relato y la siguiente vivencia del otro, para incorporarlos y tomar juntos el tren de la vida.
Para Raúl, eran días de duda, entre buscar el amor, o esperar. Deseaba conocer a Olga, sentirse vivo, expuesto a todo tipo
de motivaciones, sin alertas para seguir existiendo y vivir con plenitud, en
brazos de la ternura. Al lado de esa mujer, con su forma de hablar
y querer, nada sería imposible, si no volvía a la
tristeza por emular lo que no poseía. A partir de ahora, no podría desear, apetecer, ansiar, en resumen, dejaría de envidiar. Consciente, se comprometió a no claudicar, ante la propensión de ansiar lo ajeno.
En la puerta principal del jardín, apareció un hombre en la penumbra. Parecía que ella lo reconocía. Con naturalidad fue a su encuentro, le cogió del brazo y juntos caminaron hacia Raúl. Él comenzó a sentir temblor en las manos y a la vez su rostro se enrojecíó. Le pareció más que un hombre, la torre del campanario de una iglesia. Era esbelto, airoso, rotundo y de ojos abiertos como las aberturas de un ajimez.
Se precipitaron los temores. No pudo impedir el deseo de querer ser aquel hombre, de envidiarle. Intuyó que Olga interpretó su debilidad y Raúl sintió miedo a perderla. Solo la podría recuperar si conseguía que ella rechazara a aquel portento de ser humano. Cuando la mujer se aproximó a Raúl, con gesto de presentárselo, él rehuyó el saludo. Olga confundida, reaccionó con una mirada inquisitorial y bastó ese instante para deshacer el sueño de amor que parecía surgir entre los dos.
Raúl se dirigió a la puerta del parque, abatido, arrastrando sus convicciones, zigzagueante al ritmo de una tristeza provocada por carecer de las cualidades de aquel ser, o al menos eso le parecía. Vio como Olga y su acompañante se dirigían a la puerta opuesta, se soltaron del brazo y él, mirándola a los ojos, le dijo:
- Olga, en mi opinión ese hombre no te conviene, tómalo como un consejo, porque soy tu hermano.
Yo no pude participar en esa conversación, pero estaba totalmente de acuerdo, aunque no era su hermano.
(Javier Aragüés, octubre de 2017)
En la puerta principal del jardín, apareció un hombre en la penumbra. Parecía que ella lo reconocía. Con naturalidad fue a su encuentro, le cogió del brazo y juntos caminaron hacia Raúl. Él comenzó a sentir temblor en las manos y a la vez su rostro se enrojecíó. Le pareció más que un hombre, la torre del campanario de una iglesia. Era esbelto, airoso, rotundo y de ojos abiertos como las aberturas de un ajimez.
Se precipitaron los temores. No pudo impedir el deseo de querer ser aquel hombre, de envidiarle. Intuyó que Olga interpretó su debilidad y Raúl sintió miedo a perderla. Solo la podría recuperar si conseguía que ella rechazara a aquel portento de ser humano. Cuando la mujer se aproximó a Raúl, con gesto de presentárselo, él rehuyó el saludo. Olga confundida, reaccionó con una mirada inquisitorial y bastó ese instante para deshacer el sueño de amor que parecía surgir entre los dos.
Raúl se dirigió a la puerta del parque, abatido, arrastrando sus convicciones, zigzagueante al ritmo de una tristeza provocada por carecer de las cualidades de aquel ser, o al menos eso le parecía. Vio como Olga y su acompañante se dirigían a la puerta opuesta, se soltaron del brazo y él, mirándola a los ojos, le dijo:
- Olga, en mi opinión ese hombre no te conviene, tómalo como un consejo, porque soy tu hermano.
Yo no pude participar en esa conversación, pero estaba totalmente de acuerdo, aunque no era su hermano.
(Javier Aragüés, octubre de 2017)
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