jueves, 25 de enero de 2018

LA CARTA

La carta recriminaba a Serafín que no había atendido a su hija. A penas su vista le permitía entrever los reproches que se desprendían en cada renglón. Antonia, su mujer, le escribía. Conocía la historia con detalle y le reclamaba desde lo más recóndito de su ser:

"Tu hija Nuria necesita tener una conversación contigo, tiene que verte". 

Serafín había estado separado de su hija durante todos los otoños necesarios como para sentirse queridos y los suficientes como para presagiar el olvido. Les emplazaba a reencontrarse y a enfrentarse a los aspectos que la vida se había encargado de difuminar.

El padre vivía en un barrio lúgubre de  una población de la costa, en una casa invadida por un olor a humedad y paredes destartaladas, como su vida. En sus continuas salidas al mar había surcado los océanos y ellos su rostro. Las huellas del desamor habían rotulado su alma y su piel, junto a las señas de las profundas marcas de enfermedades que configuraban sus peculiares facciones. Su semblante testimoniaba el no haber vivido la infancia de su hija y el exceso de amores interesados. Era un viejo enfrentado a su carácter. Cuando quiso conocer a Nuria, había huido del hogar junto con su madre. Habían marchado a otra ciudad sin mar, donde el horizonte no era tan infinito, ni se respiraba libertad y el sol no se sumergía cada tarde, en esa ciudad se lo comía el horizonte.

Nuria había sido una joven desconfiada, su vida se definía por lo que le había otorgado el destino, sin preguntarle. Era el soporte de su madre, Antonia, entregada y obligada a una misión: que no olvidara quién era Serafín y a enseñarle a disculpar sus ausencias. 

Por la calle inclinada del barrio marítimo, caminaba junto a su madre, sin fuerzas aparentes para afrontar este episodio del reencuentro. Su delgadez extrema no dejaba rastro bajo la luz amarillenta de las farolas que se apostaban en cada rincón; ellas testificaban su carácter y su sufrimiento. Caminaba vacilante, apoyada en su madre, hasta que se detuvieron ante un oscuro y sucio portal. Se soltó del brazo de Antonia y enfiló unos peldaños que acababan en el primer piso. Ante ella una puerta sin signos de vida, solo la humedad y el deterioro conformaban las sucesivas capas de pintura que soportaba. Hizo un esfuerzo para llamar. Sonaron tres golpes inseguros. El viejo se dirigió con lentitud y entreabrió la puerta. Ante él, una joven a la que la nostalgia había hecho mella. Entre los dos, el silencio. Él, indeciso, esperó su reacción.  





—Nuria, pensaba que no te volvería a ver — balbuceó .

— Padre, cuanto tiempo. No te recuerdo,..., no te reconozco. 


—Todavía podemos reaccionar aunque me  haya perdido tu inocencia, tu ingenuidad, pero me queda por conocer a la mujer que ha estado junto a su madre y...

La aptitud de Nuria se transformó y muy excitada le pisó la palabra.


— No creo que ya sea posible. Nos has ignorado y hasta olvidado. ¿Esperas que entienda tus ausencias, tu falta de cariño? Te has desentendido de las dos, para hacer tu vida —le reprochaba Nuria, fuera de sí.

Serafín había perdido la escasa compostura y solo pensaba en detener a esa máquina de odiar e intentó seguir hablando.

— He deseado tenerte junto a mí pero mi egoísmo me lo impedía — el hombre hizo un ademán de protegerse el rostro con los brazos intuyendo que Nuria le fuera a agredir.reaccionó.

— Sería fácil golpearte pero deseo que sientas lo que yo padecía día tras día. Nada es comparable a sentirte ignorada, a vivir permanentemente sin cariño.

El viejo se arrodilló mientras suplicaba. Ella miraba a su madre y Antonia se situaba junto a Serafín, parecía que quería interceder. Se hizo un silencio eterno y comenzó a hablar el padre, ahora desairado.

—Nuria, quizás hay una parte de la historia que ignoras y te haría cambiar de opinión. Tu madre me reconoció que tú no eras mi…

Sonó un golpe seco. Antonia no dejó acabar la frase a Serafín.


Javier Aragüés (enero de 2018)

miércoles, 17 de enero de 2018

AL FILO DE LA REALIDAD

Suspendido del acantilado espero que un nuevo golpe de mar me dé ánimos. No soy capaz de situarme alejado de mis sueños que vencen a la razón. El fuerte viento golpea las olas, me alcanzan y me hacen retroceder hasta mis fantasías aunque me avivan las imágenes junto a Raquel. 





El faro rodeado de bruma, se mantiene erguido a pesar de mis dudas y es refugio en mi soledad. Me salpican los recuerdos de ella. La luz intermitente me devuelve a aquellos días refulgentes por su presencia y para mí, insuficientes de cariño. Raquel me ignora. Si me acompañara por el tajamar, le regalaría el glauco mar, que al rociar junto con las salpicaduras de mis besos, resaltaría su tez tostada y resultaría mas atractiva. Ella accede, y le invito a subir a la carroza tirada por los deseos de compartir la vida y llegar a la fortaleza del amor. Nos reciben los anhelos de felicidad junto a las columnas barrocas del placer, situadas a la entrada del gran patio, repleto de mujeres y hombres desnudos, que miran con aparente indiferencia pero envidiosos de nuestro destino. 




Venus y Marte Botticelli


Las grandes escalinatas nos proponen ascender por balaustradas de coral, cortejados por las bestias marinas mas excitantes: centauros con cabeza de tiburón, sirenas de apéndice deslumbrante y morenas de diente puntiagudos, inusualmente cariñosas; también se adornan con ostras trivalvas con más de una perla en su corazón, coros de peces kilis y arco iris que forman escolanías multicolor y todos atentos a las instrucciones y a los gestos del emperador Poseidón, que con su tridente agita el mar para que no cesen las olas junto al acantilado, y da ordenes a la disciplinada fauna, para que no abandone su sincrónico movimiento. 






Una anguila gigante nos acompaña al lecho cubierto por algas pardas, rojas y verdes, para el descanso de nuestros cuerpos y antesala del placer. Nos besamos y las burbujas de amor al liberarse acarician nuestras mejillas. 








Tanto  tiempo abrazados y fundidos hasta el extremo de  que el agua no fluya por nuestra piel. Solo circula el deseo, suficiente para llegar hasta el origen del placer y nos hace permanecer suspendidos por la pérdida de la noción del yo para convertirse en nosotros.  Volteados una y otra vez por la pasión y prendidos por el fuego de amor, nos recostamos en el cabecero nacarado, descanso de pasiones y sostén de sueños perdidos. 




Transcurren muchas mareas hasta que vuelve  la calma al mar. En uno de los prolongados reflujos me deposita en una caleta a los pies del talud. Las olas serpentean por mi cuerpo desnudo y en contacto con mi rostro me devuelven el sentido. Busco a Raquel entre mis brazos, solo arena y salitre en las manos, en mis ojos lágrimas y en el mar mi pasión.



Javier Aragüés (enero 2018)  

miércoles, 10 de enero de 2018

A PESAR DE SER ICONOCLASTA

Trato de buscar algo que invoque un sentimiento y revuelva los pensamientos que acompañan en la vida a pesar de mi negativa al culto a las imágenes. De existir, ha de ser algo sensible y útil, tanto para los momentos de felicidad, como para los de turbación y siempre tiene que ser una enseña para vivir con dignidad.

Para poder acertar conviene aproximarse a quien va a ser la posible destinataria del icono y observarla:

Llega siempre puntual, austera en la mirada y generosa al regalar sus conocimientos. Vestida de discreción y observadora profesional, se pasea por los microrrelatos con voz propia y mirada literaria. No se deja mediatizar por su intimidad y es capaz de soportar con dignidad las cargas que, sin consultar, le ha trasladado la vida. Ella no lo sabe pero sus más próximos celebran su presencia como un verdadero aniversario cada día que muestra su saber hacer.

Estar cerca de ella supone alcanzar el equilibrio para progresar en las disciplinas más diversas relacionadas con el desarrollo intelectual. Sabe rodearse de la armonía. Maneja el arte y la cultura y se desenvuelve con soltura en el origen de las palabras. Cualquiera desearía tenerla como guía en el museo de la vida. 

Sus comentarios motivan la necesidad de leer, de entender lo leído y disfrutar con los tiempos de espera entre frase y dialogo, entre los dos puntos y la admiración, entre el beso de los personajes y su adiós sobre el papel.




Escritura Creativa


No se siente cómoda al elegir una imagen que represente su trabajo, aunque dentro de los símbolos opta por algo pequeño y frágil como un barco de papel, que aun así, es capaz de navegar por las aguas que rodean al Archipiélago de las Extinta, sin tocar tierra. En esa itinerancia sin fin, surca los mares de los deseos, de las pasiones, de las esperas y sin perder las referencias se escabulle de los pecados de tierra firme, escapando de la envidia, del sometimiento y de la mentira. 

Todos buscamos una referencia en el momento de expresar nuestros sentimientos y ordenarlos sin preferencias y para eso algunos nos ayudamos de la escritura. Si queremos sentirnos identificados por una imagen, una estatuilla, un objeto o un recuerdo admitimos que el encanto surge cuando, cualquiera que sea el icono elegido, al ponerlo  ante nuestros ojos, no debe ser un condicionante y sí, un gesto de amor hacia lo intangible, hacia lo que perdura.

En este caso, el regalo que mejor se adapta al simbolismo consentido y a tenor de su sensibilidad, toma la forma de sendos objetos: una estilográfica robusta que se desliza fácil sobre un papel a la espera de que vierta sus sentimientos y deseos, preparada para discurrir con la tinta rebajada por alguna gota salada procedente de su llanto incontenible, ante la belleza de sus propias palabras; y el otro fetiche es un libro en blanco, donde cada día escribe y está siempre inconcluso, faltan las últimas palabras que llenan el espíritu de literatura.




Javier Aragüés (enero de 2018) 

domingo, 7 de enero de 2018

LA VENTANA

Llegaba la noche. Los zapatos estaban descordados y descansaban en el zócalo de una pared, a la espera de un acontecimiento. Era el muro mayor de la casa, que estaba rasgado por nuestra ventana por la que penetraba el olor de las viviendas que daban a ese patio interior. El aroma de vida impregnaba el ambiente y permitía identificar a cada uno de los inquilinos: A los recién casados del segundo izquierda, con ese tufo a fritos  y a loción barata para después del afeitado; a la chica del tercero se la reconocía por el vaho de la infusión de té verde  y por un perfume de moda; a los niños de la pareja que habitaban el quinto,  porque impregnaban su habitación con efluvios a escuela poco ventilada, unidos al de los lápices de colores y "colacao"; y a nosotros, que estábamos en esa edad en la que todo estaba permitido, se nos distinguía por el de ropa recién lavada, tendida al brillo tenue de la luna, mezclado por el tufillo a linimento. La combinación de todos ellos ascendía por el patio de luces y caracterizaba a la humilde vecindad.

En esa noche todos esperábamos algo. Creíamos que la  magia nos aportaría una porción de felicidad. A la espera de que cambiara  nuestras apesadumbradas vidas. Los más jóvenes con la esperanza de lograr una mejor subsistencia, los niños para jugar más, la joven con el pretendiente que la hiciera feliz y María y yo, con que llegar juntos al final de nuestra existencia.






Vincent Van Gogh



Un fulgor penetró en cada vivienda, haciendo que todos tembláramos ante el inesperado fenómeno. Duró unos segundos, y con la misma rapidez desapareció. Los vecinos nos asomamos a las ventanas que daban al patio para corroborar lo sucedido. Gritábamos a la vez, aunque María y yo fuimos los primeros en silenciar nuestras voces para dar paso a las exclamaciones de los demás.

Pensó la recién casada: "Pronto podremos cambiar de piso, a mi pareja le van a ascender en el trabajo y  el nuevo sueldo nos permitirá un cambio sustancial de nuestras vidas". 

La joven soltera balbuceaba: "He conocido a José Luis, es un brillante ingeniero, me va a proporcionar la vida que he soñado"

"¡Yupi!" Los niños esperaban que sus abuelos les regalaran ese tren eléctrico, con una preciosa maqueta que figuraba un pueblo de Los Alpes.

Nosotros, esperábamos permanecer juntos el resto de nuestras vidas sin achaques.

Ese día parecía que iba a cambiar nuestras vidas. Impacientes, solo contemplábamos el resplandor, una densa polvareda y quedamos ajenos al fuerte estruendo. 

La guerra había estallado y un obús de elevado calibre se colaba por el patio interior haciendo retumbar el edificio. No dejo nada a su paso, pero había logrado despertar los deseos de la comunidad al menos por unos instantes.

Ninguno pudo sobrevivir para cumplir con lo imaginado, excepto María y yo. Yacíamos en nuestra cama cogidos de la mano y veíamos cumplir nuestro deseo junto a ese par de zapatos destartalados.


Javier Aragüés (enero de 2018)

lunes, 1 de enero de 2018

LA PARTIDA

Mi madre nunca estuvo enamorada de su marido. No le quería. Cuando mi padre pudo huir del hogar ella empezó a urdir una estrategia de vida para poderla explicar a terceros. El argumento defendía que mi padre era un jugador sin remedio y que la había arrastrado a la ruina, pero en realidad era ella la que solo pensaba en el juego. Con el tiempo descubrí, que la ludópata sin remisión era ella. Se jugaba permanentemente la dignidad.

No pasó un año del abandono del hogar de Paco, mi padre, cuando se reunía con un grupo de amigos, todos compañeros de la administración de justicia -ironía- para montar timbas bajo la apariencia de juegos de mesa con la justificación de pasar el rato, según decían. Era una ceremonia que alargaba la sobremesa de los sábados y domingos y en la que no se probaba más que café con unos pastelitos que se encargaba de traer un procurador, Enrique Vigueras. Era un hombre maduro y con amplias entradas; casposo, embutido en un traje príncipe de gales, que alguna vez había estado de moda, y con una cintura que solo admitía tirantes. Todos le llamaban el "babas" porque al hablar deslizaba la saliva por la comisura de los labios. Se insinuaba a todo el personal femenino del Tribunal Supremo. Acudía acompañado de su amante oficial, una chica andaluza, desaborida, a la que todos llamaban Laly y que en aquella temporada eran inseparables. Los compañeros pensaban que la relación era de conveniencia, ella por la protección económica y profesional que le aseguraba Enrique, y él, por disponer de un fetiche con pocas exigencias en el amor. 


En realidad la utilizaba para el juego. Laly era el gancho para hacer trampas en las partidas pues se jugaban cantidades significativas de dinero, si consideramos que estábamos en la España de los cincuenta y la escasa capacidad económica de los jugadores. 








Cuanto más insinuante era el vestido y abierto su escote, era más fácil adivinar que en la partida se iban a mover cantidades importantes. No se sabe porque Vigueras era el que más veces repartía las cartas, aunque siempre preguntaba a los demás, sin convencimiento: "¿A quien le toca ahora?", pero no soltaba el mazo de cartas de sus manos. Todos callaban y consentían,  mientras que a Laly la sentaba a su derecha, para asegurase que fuera mano de la jugada  cada vez qué repartía; por la manera de darlas, le permitía ver muchas de las cartas, con el dorso al aire hasta que se posaban sobre el tapiz de juego. El procurador cortaba y daba las cartas con más habilidad que un crupier.


Aquel día se incorporó a la partida un muchacho de la edad de mi madre, de unos cuarenta años, prudente, bien parecido, que llamaba la atención de las mujeres y que en más de una ocasión Vigueras reprendió a Laly por fijarse demasiado en él.


Al ser convidado a la partida Eduardo, así se llamaba el joven que era oficial de la administración, se le reconocía una consideración en el grupo, que aunque fuera informal no era intrascendente. Significaba permisión en el plazo de entrega de los asuntos, bastaba recordar que entonces todas las sentencias, autos y diligencias debían mecanografiarse; y lo que era más importante y confidencial, se le iba a permitir participar en el fondo de comisiones que algunos interesados entregaban para acelerar o retrasar la evolución de los pleitos y en algunos casos excepcionales, llegar a torcer las sentencias. Para ello jugaba un papel determinante Laly y algunas compañeras con sus mismas habilidades, dispuestas a la complacencia, aunque el verdadero capo era el procurador Vigueras que indicaba que hacer en cada caso y estipulaba el montante correspondiente a cambio del favor. Eduardo siempre se negó a participar en el reparto y para no levantar sospechas se las entregaba a mi madre. 


Eduardo acudía las reuniones a regañadientes, lo hacía por complacer a mi madre que ya iba urdiendo un plan en torno a él. El muchacho estaba muy enamorado y consentía sus desplantes y evidencias ante el resto, incluso le provocaba ataques de celos tonteando con cualquiera de los hombres del grupo. También lo hacia con Vigueras, cosa que Eduardo no soportaba al encontrar menos justificación. 


Las partidas se repetían y con ellas las discusiones entre ellos, en mi presencia en la mayoría de las ocasiones. Las acciones y la conducta de mi madre hacían que yo tomara partido por Eduardo sin ningún esfuerzo. Consiguió,  también a regañadientes del joven, salir con él. Eduardo odiaba las discusiones, a que le sometía sin descanso.  


La situación se prolongaba en el tiempo hasta que una tarde un ring, seco y repetitivo, sonó en medio de la partida. Con muestras de confusión, mi madre cogió el teléfono  y dirigió al vació del pasillo un "dígame" sin convicción. La voz al otro lado del aparato la inspiraba respeto por lo que contestaba con monosílabos, "si, un momento, ahora mismo se pone". Se dirigió al comedor y urgió. "Ponte niño, es la policía,  este señor quiere hablar contigo". La voz tomada  de un hombre maduro, confirmaba con pocas palabras que a Paco, mi padre, lo habían encontrado muerto en una pensión de Zaragoza y que podía pasar con mi madre,  a recoger sus pertenencias, que eran escasas, no tenía ni maleta, solo un encendedor de gasolina que no funcionaba y un viejo monedero con treinta y cinco pesetas.







No pude colgar el teléfono. No pronuncié ni un suspiro. Mi madre, antes de que yo lo hiciera, dijo: 
"no llores". Miré a los presentes que a su vez se miraban. Todos permanecieron sentados, incluso mi madre, solo Eduardo se levantó y me abrazó  susurrándome, todo va a ir bien. Al verano siguiente Eduardo se casaba con mi madre. 

Durante años sentí alivio a costa de la infelicidad de Eduardo, que soportaba y padecía junto a mi madre;  hasta que un otoño siniestro, yo trabajaba fuera de Madrid cuando de madrugada, llamaron a la puerta, era la Guardia Civil: "Vístase tiene que salir con urgencia de viaje, su madre nos ha contactado para que le comuniquemos que Eduardo Navarro, usted le conoce, ha muerto de un infarto".


Mi madre, ya sin referencias, siguió desbocada, había conseguido sacar de su vida a todos los hombres que la querían. Yo, hacía años que no me hablaba con ella.




Javier Aragüés (enero de 2018)