La carta recriminaba a Serafín que no había atendido
a su hija. A penas su vista le permitía entrever los reproches que se
desprendían en cada renglón. Antonia, su mujer, le escribía. Conocía la historia con detalle y
le reclamaba desde lo más recóndito de su ser:
"Tu hija Nuria
necesita tener una conversación contigo, tiene que verte".
Serafín había estado separado de su hija durante
todos los otoños necesarios como para sentirse queridos y los suficientes como
para presagiar el olvido. Les emplazaba a reencontrarse y a
enfrentarse a los aspectos que la vida se había encargado de difuminar.
El padre vivía en un barrio
lúgubre de una población de la costa, en una casa invadida por un olor a
humedad y paredes destartaladas, como su vida. En sus continuas salidas al mar
había surcado los océanos y ellos su rostro. Las huellas del desamor
habían rotulado su alma y su piel, junto a las señas de las profundas
marcas de enfermedades que configuraban sus peculiares facciones. Su semblante
testimoniaba el no haber vivido la infancia de su hija y el exceso de amores
interesados. Era un viejo enfrentado a su carácter. Cuando quiso conocer a
Nuria, había huido del hogar junto con su madre. Habían marchado a otra ciudad
sin mar, donde el horizonte no era tan infinito, ni se respiraba libertad y el sol no se sumergía cada tarde, en esa ciudad se lo comía el horizonte.
Nuria había sido
una joven desconfiada, su vida se definía por lo que le había otorgado el destino, sin preguntarle. Era el soporte de su madre, Antonia, entregada y obligada a una misión: que no olvidara quién era Serafín y a enseñarle a disculpar sus ausencias.
Por la calle inclinada del barrio marítimo, caminaba junto a su madre, sin fuerzas aparentes para afrontar este episodio del reencuentro. Su delgadez extrema no dejaba rastro bajo la luz amarillenta de las farolas que se apostaban en cada rincón; ellas testificaban su carácter y su sufrimiento. Caminaba vacilante, apoyada en su madre, hasta que se detuvieron ante un oscuro y sucio portal. Se soltó del brazo de Antonia y enfiló unos peldaños que acababan en el primer piso. Ante ella una puerta sin signos de vida, solo la humedad y el deterioro conformaban las sucesivas capas de pintura que soportaba. Hizo un esfuerzo para llamar. Sonaron tres golpes inseguros. El viejo se dirigió con lentitud y entreabrió la puerta. Ante él, una joven a la que la nostalgia había hecho mella. Entre los dos, el silencio. Él, indeciso, esperó su reacción.
Por la calle inclinada del barrio marítimo, caminaba junto a su madre, sin fuerzas aparentes para afrontar este episodio del reencuentro. Su delgadez extrema no dejaba rastro bajo la luz amarillenta de las farolas que se apostaban en cada rincón; ellas testificaban su carácter y su sufrimiento. Caminaba vacilante, apoyada en su madre, hasta que se detuvieron ante un oscuro y sucio portal. Se soltó del brazo de Antonia y enfiló unos peldaños que acababan en el primer piso. Ante ella una puerta sin signos de vida, solo la humedad y el deterioro conformaban las sucesivas capas de pintura que soportaba. Hizo un esfuerzo para llamar. Sonaron tres golpes inseguros. El viejo se dirigió con lentitud y entreabrió la puerta. Ante él, una joven a la que la nostalgia había hecho mella. Entre los dos, el silencio. Él, indeciso, esperó su reacción.
—Nuria, pensaba que no te volvería
a ver — balbuceó .
— Padre, cuanto tiempo. No te recuerdo,..., no te reconozco.
—Todavía podemos reaccionar aunque me haya perdido tu inocencia, tu
ingenuidad, pero me queda por conocer a la mujer que ha estado junto a su madre
y...
La aptitud de Nuria se transformó y muy excitada le pisó la palabra.
— No creo que ya sea posible. Nos has ignorado y hasta olvidado. ¿Esperas que entienda tus ausencias, tu falta de cariño? Te has desentendido de las dos, para hacer tu vida —le reprochaba Nuria, fuera de sí.
La aptitud de Nuria se transformó y muy excitada le pisó la palabra.
— No creo que ya sea posible. Nos has ignorado y hasta olvidado. ¿Esperas que entienda tus ausencias, tu falta de cariño? Te has desentendido de las dos, para hacer tu vida —le reprochaba Nuria, fuera de sí.
Serafín había perdido la escasa
compostura y solo pensaba en detener a esa máquina de odiar e intentó seguir hablando.
— He deseado tenerte junto a mí pero mi egoísmo me lo impedía — el hombre hizo un ademán de
protegerse el rostro con los brazos intuyendo que Nuria le fuera a agredir.reaccionó.
— Sería fácil golpearte pero
deseo que sientas lo que yo padecía día tras día. Nada es comparable a sentirte
ignorada, a vivir permanentemente sin cariño.
El viejo se arrodilló mientras suplicaba. Ella miraba a su madre y Antonia se situaba junto a Serafín, parecía que quería interceder. Se hizo un silencio eterno y comenzó a hablar el padre, ahora desairado.
—Nuria, quizás hay una parte de la historia que ignoras y te haría
cambiar de opinión. Tu madre me reconoció que tú no eras mi…
Sonó un golpe seco. Antonia no dejó acabar la frase a Serafín.
Javier
Aragüés (enero de 2018)