martes, 30 de octubre de 2018

LARA DE CERVELLÓ






Lara de Cervelló el 4 de febrero de 1352 había cumplido dieciséis años y parecía toda una mujer. Vivía en un Palacio de la calle Montcada. 

Con el alba, salió de casa acompañada por su madre; al pasar el zaguán, dejaron un obrador atrás y enfilaron por las callejuelas retorcidas y húmedas hasta el atrio de Santa Mª del Mar. Entraron por una de las puertas, la más próxima al sarcófago de Santa  Eulalia. La madre se adelantó susurrándole: "Lara, aquí te bautizamos". Ella no se detuvo, estaba absorta. Solo pensaba en el responsable de aquel instante eterno de dolor que había acabado con su ingenuidad sin alterar su belleza. 

En el templo, se oficiaba la santa misa y un fraile franciscano, ordenado sacerdote, se disponía a administrar el sagrado sacramento. Las dos se dirigieron a la fila para recibir la comunión. Lara preocupada porque llegase su turno, adoptaba una postura innatural, trataba de encubrir su preocupación porque ya apuntaba la combadura en la que balbuceaba un nuevo ser. Procuraba ocultarse ante los ojos de todos y más aún, ante los de Oleguer, ese joven apuesto con el que siempre habían cruzado miradas al salir de la Iglesia. 

En la hilera, Lara no dejaba de pensar en aquel momento que había recibido un golpe de falso de amor bajo su vientre. La joven se aproximó temerosa ante la incertidumbre de estar en pecado. El clérigo imponía por su aspecto y según se iba acercando a él, su pánico aumentaba. Estaba arropado con una artificiosa casulla imposible de ceñir por sus abultadas carnes y que se engalanaba con repujados y ásperos bordados amarillentos a modo de escudos contra el pecado. Lara, atemorizada por recibir al Señor su estado, inclinó la cabeza, cerró los ojos y con la lengua semiavanzada se armó de coraje dispuesta a incorporar una nueva duda. En esos instantes, antes de soportar el peso de la eucaristía sobre su lengua reseca, temblaba al recordar cómo fue asediada. No sabía ante quién, pero pensaba en el hombre que la violentó y se sentía dispuesta a sufrir esa angustia por el ser que llevaba dentro.



Ya de noche, cuando estaba en el Palacio  recordaba —mientras su madre dormía— como su padre abandonaba el tálamo conyugal y con sigilo se dirigía a su lecho. Después, el silencio roto, el descorrer de cortinas y el sonido renuente de la puerta de madera de su habitación. 

Un hombre entró y se abalanzó sobre ella. Con una mano tapó su boca y con la otra, urgente, la deslizó sin amor, mientras la apretaba con fuerza contra él; agitado, respiraba sobre ella a golpes de exhalaciones entrecortadas y sin control. Todo le provocó un intenso dolor y desfallecida, perdió el sentido.

Al despertar no supo si fue el gallardo Oleguer, o realmente era Mefistófeles quién se había adueñado de ella. 




(*) Utilizo el oximoron: instante eterno (una cosa y la contraria) que me ha sugerido al leer el blog http://bocaccio-barcelona.tumblr.com/ de nuestro compañero "tallerista" Joan Portales y por el que recomiendo navegar.


Javier Aragüés (noviembre de 2018)

lunes, 22 de octubre de 2018

MÁS DE UNA VEZ (microrrelato)

Desde la cama, oía pisadas cortas que se acercaban. Alguien, empujó la puerta con violencia, entró y se plantó ante Víctor dispuesto a todo. Esperaba someterlo con una sonrisa forzada y que él, dócil, permaneciera en silencio.

Lo intentaba un día tras otro. A cualquier hora de  la noche, entraba y salía para observarle. Paseaba el terror con la luz de una linterna con la que se ayudaba y eso le delataba. Víctor se escondía entre la ropa, hasta que cesaba esa luz, se perdían los pasos y se transformaban en silencio. La expresión de espanto en su rostro permanecía hasta el alba. Solo conseguía dormir unos minutos.

Por la mañana en el pasillo, se oían los murmullos entremezclados con voces estridentes de personas. Para Víctor, todo este 
alboroto era la señal de que había pasado el peligro, porque cada mañana se repetía lo mismo, hasta que dominaba el silencio y se alcanzaba un orden inquietante. Volvía la noche, el cambio de turno y la angustia.


Pero una madrugada, un hombre vestido de  desesperanza rompió la rutina; le sacó de la  habitación y sin darle explicaciones, pronunció con voz apagada: "es la hora". Le condujo por largos pasillos, que Víctor no conocía, hasta que llegaron al sótano. Le entregó, debilitado y casi dormido, a un grupo reducido de hombres y mujeres: Pudo contar hasta seis, — ¿dos hombres y cuatro mujeres ?—  apenas lo recordaba; con los rostros semicubiertos, comenzaron a manosearle, sintió un pinchazo y se desvaneció. 

Pasaron bastantes horas. Se tranquilizó al  verse junto a su mujer y su hija, que abatidas, le miraban fijamente y rompían a llorar.





Javier Aragüés (octubre de 2018)


martes, 16 de octubre de 2018

PERSONAJE DESDIBUJADO

La pieza que no encajaba era una parte  determinante de mi biografía. Me condicionó  la infancia, viví incompleto durante la madurez.
Y sin desistir racionalmente, no esperaba poder encontrarla.

Estaba anocheciendo cuando abrí el ordenador y en la pantalla un mensaje. Una mujer que no conocía escribía: "¿Tu padre se llamaba Francisco?"

Me sentí descubierto. Experimenté esperanza y, a la vez, miedo a que no fuera él. Le pedí a Rosa, la mujer que me había localizado, más datos, que releí hasta asegurarme de que era mi padre. 

Me incliné  hacia la pantalla para mirar las imágenes con detalle. Me sentí extraño, ajeno a los roles en este tipo de intercambios. Ella me lo puso fácil y con una frase me sentí acogido: 
"Javier, soy tu prima Rosamary, la hija de un hermano de tu padre".

Me mandó unas fotos. Allí estaba él. Se me nublaba la vista. ¡Qué ridículo resultaba emocionarse ante un ordenador! Había esperado mucho tiempo ese momento. 

Al fin  alguien podía hablar de mi padre con solvencia. Rosa comenzó a describirlo, tal y como le había recordado su propio padre.








"En apariencia era un joven bien plantado, esbelto y de figura alargada, tanta como su ausencia. Al expresarse gesticulaba con un
cigarrillo en la mano, con tal habilidad que no importaba en cuál de las dos lo llevaba; parecía que el pitillo era una prolongación de su carácter; al moverlo, daba la sensación de libertad. Pero algo le apretaba de tal forma, que era prisionero de sus propios dedos. Raras veces se llevaba las manos a los bolsillos del pantalón, porque el cigarro no se lo permitía. El pantalón era negro, de caja alta, con pinzas que arrancaban disciplinadas desde la cintura y continuaban como rayas infinitas hasta morir en los empeines. Los zapatos, también negros, lucían relucientes solo los días de fiesta. 

Cuando cambiaron los tiempos, no solo para él, estuvo dispuesto a alzar la voz en nombre de la libertad, vestía camisa blanca con los dos primeros botones abiertos y los puños remangados por debajo del codo que hacían más ostensible su forma de pensar.

Pero llegaron los malos momentos que la historia le obligó a soportar. Se refugiaba bajo prendas de abrigo y cuellos considerables, que al levantarlos remarcaban su personalidad, por lo que le fue difícil pasar inadvertido y le  detuvieron".







Rosa se tomó un respiro y me invitó a que me detuviera ante una de las fotografías. 

Al observarle, mis ojos se toparon con una cabeza poblada por un denso cabello negro, que arrancaba desde una frente limpia, acotada por dos cejas con signo de asombro contenido y una mueca que se resistía a sonreír. ¿Si se lo impedía lo vivido, o el no vivir?


La mirada imperturbable alojada en un rostro aguileño y unos labios delgados que parecían esperar al amor de una mujer. Los ojos reafirmaban bondad y tristeza, como si no estuvieran preparados para soportar la vida.

Rosa continuó. con una de las fotos en la mano:

"Se despidió de tu abuelo un día como hoy. Por 
la mañana lo encontraron muerto en una pensión." 






Al quedarme solo, comencé a escribir deteniéndome en las fotografías que me había enviado Rosa, y en sus palabras. Las imágenes me permitieron reconstruir lo que quizás había sido, aunque continué sin estar seguro. 

Mientras le descubría me parecía sentir como si hubiera estado siempre junto a mí, y que hubiera sido yo, el que me había alejado.  




Javier Aragüés (octubre de 2018)


martes, 9 de octubre de 2018

RUTINAS

El dormitorio vestía de oscuridad. Elena, acostada junto a mí, aprovechaba los últimos minutos de la noche tímidamente arropada. Ronroneaba mimosa para hacerse notar, y le costaba iniciar un nuevo día. Hizo un esfuerzo,  se incorporó a medias para levantarse, y con los ojos semicerrados consiguió sentarse en el borde de la cama. Se tomó un tiempo hasta que se desperezó y fue a la cocina para preparar el café.  Entonces, yo me incorporé, calcé mis desgastadas zapatillas y las arrastré por el pasillo. Mi perro Klaus me reconoció, comenzó a brincar a mi alrededor, él también estaba allí, vivo, y precisaba de mí. Luego le miré y pensé que los dos nos necesitábamos. Ya conocía la rutina, esperaba en la puerta del piso a que le ensartase el arnés y cogiera la correa. Un amortiguado portazo era la señal de salida. En el portal nos encontramos con la vecina del segundo, la que vivía sola y esperaba más que nadie "el buenos días", con independencia que en el exterior hiciera un tiempo infernal. Me subí el cuello de la gabardina y una cortina tupida de gotas frías golpeó mi cara y un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, me hizo dudar si daba el paso para plantarme en la acera. Sin pensarlo más, dejé salir a Klaus, que me miró con la duda de si continuábamos o no, ignoré su gesto y  comenzamos a pasear. 








Sobre el primer charco se reflejaba la luz blanquecina estridente del puesto de periódicos. Era tan temprano que los paquetes de papel impreso, teñidos de noticias y sucesos se humedecían antes de que Tomás, el quiosquero, los aposentase en las repisas del puesto, que fiel a la cita tenía abierto cada día. Inquieto, iba  de acá para allá, para colocar la selecta mercancía, que no llegaba a hojear. Dejaba a mano los ejemplares de los asiduos y los encargos de los comercios y bares próximos al mercado para repartirlos. Estaba solo pero le acompañaba la nostalgia por una guerra que nunca ganó y una enorme bufanda con la que se protegía del frío y de las miradas no deseadas.

Para mí, lo más importante del barrio era el mercado que a esas horas bullía entre el color y el griterío. La mezcla de olores hacía que me detuviera cada día ante los puestos de verduras simulando indecisión. Aunque a esas horas nunca compraba, aprovechaba esos instantes para inspirar con fuerza hasta casi saborear los aromas frescos y verdes de los alimentos.

En el bar del mercado, los asentadores de pescado se recostaban en la barra tras un café,  mientras fumaban y hablaban sin parar. Vestían mandiles con rayas verdinegras, salpicados por más de una escama, y sus botas de caucho de media caña como si acabaran de faenar. 

Diego, el vendedor de cupones, era una de las personas inseparables del barrio, le imprimía carácter. Estaba completamente ciego. Siempre alegre desde que se había liberado de tener que vender a la intemperie y repetir siempre la misma cantinela: "¿Quiere un cupón? Es para hoy. Oiga, que sale hoy". Su familia había conseguido que pudiera tener un pequeño quiosco que le protegía de los cambios de tiempo y le hacía sentirse seguro e importante. 

Me gustaba entretenerme y hablar con los comerciantes que llevaban instalados en el barrio desde siempre, pero con este tiempo hoy daba por finalizado el paseo. Klaus tiraba de la correa, era la señal de que debíamos volver a casa. Él sabía que le esperaba su comida y a mí Elena. 

Desde el portal, me ayudaba a remontar la escalera el olor a café y pan tostado que ella preparaba a esas horas y sobretodo esperaba su beso, el que me daba en la mejilla como anuncio de vida y sello del amor. Abrí la puerta, Klaus se dirigió a su rincón; Elena nos esperaba en el salón sentada frente a las tazas de café caliente. Antes de acercarme a su mejilla, nos miramos y me quedé inmóvil. Las escenas de nuestra vida pasaron veloces ante mi retina, tan rápidas que en las últimas apenas veía a Elena. 

En la sala solo quedaba ese olor a vida agotada que apostillaba el de café y pan tostado. Klaus, a mis pies, me miraba mordisqueando una de mis zapatillas. Los dos nos necesitábamos



Javier Aragüés (octubre de 2018)