Lara de Cervelló el 4 de febrero de 1352 había
cumplido dieciséis años y parecía toda una mujer. Vivía en un Palacio de
la calle Montcada.
Con el alba, salió de casa acompañada por su madre; al pasar el zaguán, dejaron un obrador atrás y enfilaron por las callejuelas retorcidas y húmedas hasta el atrio de Santa Mª del Mar. Entraron por una de las puertas, la más próxima al sarcófago de Santa Eulalia. La madre se adelantó susurrándole: "Lara, aquí te bautizamos". Ella no se detuvo, estaba absorta. Solo pensaba en el responsable de aquel instante eterno de dolor que había acabado con su ingenuidad sin alterar su belleza.
En el templo, se oficiaba la santa misa y un fraile
franciscano, ordenado sacerdote, se disponía a administrar el sagrado
sacramento. Las dos se dirigieron a la fila para recibir la
comunión. Lara preocupada porque llegase su turno, adoptaba una
postura innatural, trataba de encubrir su preocupación porque ya apuntaba
la combadura en la que balbuceaba un nuevo ser. Procuraba ocultarse ante
los ojos de todos y más aún, ante los de Oleguer, ese joven apuesto con el
que siempre habían cruzado miradas al salir de la Iglesia.
En la hilera, Lara no dejaba de pensar en aquel momento que había recibido un golpe de falso de amor bajo su vientre. La joven se aproximó temerosa ante la incertidumbre de estar en pecado. El clérigo imponía por su aspecto y según se iba acercando a él, su pánico aumentaba. Estaba arropado con una artificiosa casulla imposible de ceñir por sus abultadas carnes y que se engalanaba con repujados y ásperos bordados amarillentos a modo de escudos contra el pecado. Lara, atemorizada por recibir al Señor su estado, inclinó la cabeza, cerró los ojos y con la lengua semiavanzada se armó de coraje dispuesta a incorporar una nueva duda. En esos instantes, antes de soportar el peso de la eucaristía sobre su lengua reseca, temblaba al recordar cómo fue asediada. No sabía ante quién, pero pensaba en el hombre que la violentó y se sentía dispuesta a sufrir esa angustia por el ser que llevaba dentro.
Ya de noche, cuando estaba en el Palacio recordaba
—mientras su madre dormía— como su padre abandonaba el tálamo conyugal
y con sigilo se dirigía a su lecho. Después, el silencio roto, el descorrer de cortinas y el sonido renuente de la puerta de madera de su habitación.
Un hombre entró y se abalanzó sobre ella. Con una mano tapó su boca y con la otra, urgente, la deslizó sin amor, mientras la apretaba con fuerza contra él; agitado, respiraba sobre ella a golpes de exhalaciones entrecortadas y sin control. Todo le provocó un intenso dolor y desfallecida, perdió el sentido.
Al despertar no supo si fue el gallardo Oleguer, o realmente era Mefistófeles quién se había adueñado de ella.
Un hombre entró y se abalanzó sobre ella. Con una mano tapó su boca y con la otra, urgente, la deslizó sin amor, mientras la apretaba con fuerza contra él; agitado, respiraba sobre ella a golpes de exhalaciones entrecortadas y sin control. Todo le provocó un intenso dolor y desfallecida, perdió el sentido.
Al despertar no supo si fue el gallardo Oleguer, o realmente era Mefistófeles quién se había adueñado de ella.
(*) Utilizo el oximoron: instante eterno (una cosa y la
contraria) que me ha sugerido al leer el blog http://bocaccio-barcelona.tumblr.com/ de nuestro
compañero "tallerista" Joan Portales y por el
que recomiendo navegar.
Javier Aragüés (noviembre de 2018)