Aquel día
empezaba el curso de narrativa. Habíamos cambiado de centro. En cierta forma, la tallerista era responsable. Ella había dejado de dar clase en Villa Magnolia y algunos
la seguimos; le teníamos un gran apego y cierta fobia al cambio.
Al entrar
al vestíbulo sorprendía la mampostería: los tableros de virutas de madera reciclada que las guarnecían, y también el
ensortijado de conductos de aireación de material corrugado gris purpurina, que
se sobrevolaba el techo como el fuselaje de una nave espacial.
Clara era
una de las antiguas integrantes del curso, habíamos entablado cierta amistad. Yo comentaba con ella el día a día y chismorreábamos; se brindaba a opinar informalmente
de la calidad de los trabajos —de los nuestros y del resto—, con ironía
contenida y sana. Ella era
mucho más prudente que yo, consideraba su opinión y me alegraba que fuera
compañera en este curso que estaba a punto de comenzar.
Era su primer día en ese edificio singular, de fachada acristalada y diáfano; un
diseño atractivo para desarrollar cualquier aprendizaje. Clara me daba
explicaciones con un lenguaje preciso. Ella —aparejadora— observaba como
profesional, mi mirada era de simple admiración, sin entrar en detalle; me
hacía ver que no solo el diseño era atrevido sino que también la funcionalidad era
manifiesta.
—Piensa, Oscar, que el arquitecto ha diseñado la estructura para que las personas
puedan relacionarse en las salas de trabajo y en los espacios abiertos. En cada
planta, el amplio corredor paralelo a la fachada, a modo de gran corrala,
canaliza la luz y aseguraba los intercambios de impresiones y chascarrillos.
— Yo sería incapaz de explicarlo con tanto detalle. ¡Vaya,
vaya, con Villa Plutonio! Tiene un nombre difícil de olvidar.
Clara
sonrió con gesto de aprobación y complicidad. Seguimos caminando por el pasillo
y se detuvo.
— ¿Te
imaginas los cambios de clase? En breves minutos coincidiremos más de veinte
personas. Habrá cruce de miradas y podrás hacer un rápido chequeo a las
compañeras más favorecidas —me miró con cara de pillina.
—También
será un buen momento para chafardear —moví la cabeza, dándole la razón una vez más.
En la distribución de los pasillos yo encontraba similitud con
una gran corrala, porque me recordaba Madrid, en donde había nacido. Yo no
hacía alarde de tal circunstancia, ni ejercía como tal, o al menos eso creía. Era algo chocante en
este país, cuando menos era una extravagancia y formaba parte de mí; en algunas
personas, cuando lo sabían, provocaba más de un comentario, y en los casos más
favorables se modulaba con educación: "¡Anda, mírale!", como si fuera
un espécimen en extinción. En este sentido, Clara se sentía identificada
conmigo. Ella tampoco había nacido en Barcelona.
Al terminar la clase, nos cruzamos con él en el pasillo. Clara se sorprendió. Era un hombre
maduro, calvete, enjuto y reducido. Los pliegues de su rostro se remarcaban con
cualquier gesto. Tenía la barba tupida. Era de sonrisa sincera y fácil. Al
verle, pensé en el prototipo de actor que podría interpretar un personaje
malvado en cualquier serie de televisión. Él formaba parte de un corrillo, yo
le veía de perfil. Clara le tenía de frente y me hizo un gesto que no
entendí en ese momento. Sus rasgos reclamaron la atención de mi compañera. Al repasar su
aspecto e indumentaria —vestía chaqueta oscura, pantalón vaquero y camisa a cuadros— me hice un esquema de cómo podría ser sin conocerle. El
hombre no dejaba de hablar y destacaba en el grupo. Él se giró súbitamente como
si se percatara de que le mirábamos. Al verle de frente, yo tuve que contener
un: "¡Toma. Ya está! ", que para mí lo explicaba todo. Pero todavía no sabía nada de él. Un gran pin metálico, amarillo indeleble, prendía de una de las
solapas de su chaqueta. Decía algo —para mí todo— que hasta ese momento, por su
posición en el corredor, no parecía evidente. Clara no se identificaba con determinadas posturas y yo, con esta, tampoco.Clara se apartó del corrillo, me
hizo un gesto para que la siguiera y me alejé.
—Claro.
¿Y tú? El lazo amarillo abulta más que él.
—Desde
luego. Pero para mí este hombre tiene una expresión especial.
—Sí,
oculta el deseo de vernos a todos con un lazo amarillo —contesté molesto.
—Creo que
te precipitas. No has observado su porte intelectual, con cierto aire de la
cultureta y con un tufillo a estar curtido en los ambientes políticos.
—Pero
lleva un lazo amarillo. No deja de ser otro más —subrayé, cargado de razón.
—Bueno,
pero parece que tiene una personalidad definida. Creo que tu opinión es
precipitada. Este hombre es diferente.
—Al estar él de perfil, el lazo amarillo me había pasado
desapercibido. Cuando le miré me pareció que había notado mi gesto de reparo.
—Me di
cuenta. Pero él fue generoso y te mostró una sonrisa amplia y
sincera, que regalaba amistad a cambio de nada. Creo que tu opinión fue
precipitada.
Según
transcurría el curso, coincidí con él varias veces en el bar. Hablamos e
intercambiamos ideas; en todo momento me dio muestras de lo que en este país se
entendía por estar dispuesto a tolerar, a admitir y a ver al otro por lo que como
realmente era.
Cuando recuerdo
el primer encuentro en aquel pasillo y me pongo a escribir, le doy vueltas a si
fue casual o era el primer paso para admitir nuestros gestos, para poder
descubrir nuestro verdadero yo y, lo más importante, para aprender a convivir. Siento
que es más fácil liberar una sonrisa de generosidad que apretar los labios y
negarse a entender. Otros —con o sin pin— siguen encerrados y obtusos. Si
no llega a ser por Clara y él, yo sería uno de ellos. Desde entonces miro y
escribo de otra manera.
Quizás
aún no somos amigos, pero sí buenos compañeros. Muchos días nos enviamos los
relatos por internet —vamos a grupos diferentes— y esperamos los
comentarios del otro. Él, sin saberlo, me ayuda a escribir y a respetar.
A Sara Laborda y Joan Portales, muy buenos compañeros.
Javier Aragüés (enero de 2019)