En medio de un paisaje blanquecino se levantaba solitario y abandonado un viejo apeadero de ferrocarril. En la improvisada sala de espera nos resguardábamos una pareja de ancianos de aspecto enfermizo y yo. El único elemento que parecía tener vida era una estufa descomunal de hierro fundido que no dejaba de consumir leña, parecía que hablaba, pero tan solo crepitaba.
Yo esperaba un tren que debía llevar a
encontrarme con Ana tras varios años de separación. Tenía unos días de permiso después de mi ingreso en el hospital. La única puerta cerrada que había en la sala se abrió de golpe y un hombre uniformado irrumpió. Sin dudarlo se dirigió a mí como si me esperara. Me pidió la documentación de malas maneras. Me hurgué en uno de los bolsillos de mi tres cuartos color caqui que dado mi aspecto físico y mi complexión parecía sobrevolar mi cuerpo. Encontré los papeles y sin mirarle tendí la mano y él me la arrebató; fingió que los comprobaba y repasaba mi rostro. Levantó las cejas, me miró con desprecio y me la devolvió de mala gana.
—¿Vas a Múnich? —me inquirió.
—Sí —le contesté sumiso.
—No sé si llegaremos con este tiempo —dijo utilizando un tono como si deseara que fuera así.
—No tengo prisa, lo que me importa es llegar.
En el exterior hacía un frío incompatible con la vida. El hombre se alejó de mí buscando el calor de la estufa. Al llegar muy cerca extendió las palmas de las manos y se las frotó una y otra vez. Destacaban los galones de la bocamanga.
Yo saque de uno de los bolsillos de mi gabán un papel arrugado, era una carta de Ana que me había enviado antes de caer herido. Yo la leía en cualquier momento si cesaba el estruendo de los cañonazos. Me contaba la penurias que estaba pasando, que me quería y que tan solo soportaba todo aquello por la esperanza de encontrarme vivo. En la carta, algunas palabras aparecían difuminadas por lágrimas que yo no había podido contener. La más alteradas eran:volver, tiempo y vida, esta última varias veces.
El vuelo de una mosca, superviviente del frío y los desastres, que merodeaba el papel reclamó mi atención. Intentaba posarse sobre unos restos resecos de rancho junto a una mancha de sangre incrustados en la hoja. En ese momento,
la estufa y la mosca eran para mí los únicos vestigios vivos. La pareja de ancianos abrazados se daban calor, sin manifestar apenas señales de vida.
Entró el hombre de nuevo, se dirigió a mí y con el ceño fruncido me soltó: "No podrás llegar a Múnich. Un intenso bombardeo ha destruido las vías. La ciudad está en llamas y prácticamente ha desaparecido." Las palabras de aquel hombre cayeron sobre mí como una lluvia de plomo. Pensé en Ana, mi amor. Sentí que la realidad implacable me anunciaba que no nos volveríamos a ver.
Levanté la vista, ante mis ojos, en el suelo yacía la mosca muerta y la pareja de ancianos en un banco ya no se daba calor.
Yo esperaba un tren que debía llevar a
encontrarme con Ana tras varios años de separación. Tenía unos días de permiso después de mi ingreso en el hospital. La única puerta cerrada que había en la sala se abrió de golpe y un hombre uniformado irrumpió. Sin dudarlo se dirigió a mí como si me esperara. Me pidió la documentación de malas maneras. Me hurgué en uno de los bolsillos de mi tres cuartos color caqui que dado mi aspecto físico y mi complexión parecía sobrevolar mi cuerpo. Encontré los papeles y sin mirarle tendí la mano y él me la arrebató; fingió que los comprobaba y repasaba mi rostro. Levantó las cejas, me miró con desprecio y me la devolvió de mala gana.
—¿Vas a Múnich? —me inquirió.
—Sí —le contesté sumiso.
—No sé si llegaremos con este tiempo —dijo utilizando un tono como si deseara que fuera así.
—No tengo prisa, lo que me importa es llegar.
En el exterior hacía un frío incompatible con la vida. El hombre se alejó de mí buscando el calor de la estufa. Al llegar muy cerca extendió las palmas de las manos y se las frotó una y otra vez. Destacaban los galones de la bocamanga.
Yo saque de uno de los bolsillos de mi gabán un papel arrugado, era una carta de Ana que me había enviado antes de caer herido. Yo la leía en cualquier momento si cesaba el estruendo de los cañonazos. Me contaba la penurias que estaba pasando, que me quería y que tan solo soportaba todo aquello por la esperanza de encontrarme vivo. En la carta, algunas palabras aparecían difuminadas por lágrimas que yo no había podido contener. La más alteradas eran:volver, tiempo y vida, esta última varias veces.
El vuelo de una mosca, superviviente del frío y los desastres, que merodeaba el papel reclamó mi atención. Intentaba posarse sobre unos restos resecos de rancho junto a una mancha de sangre incrustados en la hoja. En ese momento,
la estufa y la mosca eran para mí los únicos vestigios vivos. La pareja de ancianos abrazados se daban calor, sin manifestar apenas señales de vida.
Entró el hombre de nuevo, se dirigió a mí y con el ceño fruncido me soltó: "No podrás llegar a Múnich. Un intenso bombardeo ha destruido las vías. La ciudad está en llamas y prácticamente ha desaparecido." Las palabras de aquel hombre cayeron sobre mí como una lluvia de plomo. Pensé en Ana, mi amor. Sentí que la realidad implacable me anunciaba que no nos volveríamos a ver.
Levanté la vista, ante mis ojos, en el suelo yacía la mosca muerta y la pareja de ancianos en un banco ya no se daba calor.
Javier Aragüés (enero 2019)
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