Vil·la Majó es una antigua edificación catalana espléndida y señorial que parece estar deshabitada. Hay otros cinco palacetes que se agrupan en una calle recóndita del barrio barcelonés del Putxet. El caserón se encuentra en una travesía pequeña que arranca de la calle Marmellá; muy pocos la conocen, excepto los propios vecinos. Al asomarse a la callejuela un fuerte olor a verde limpio y el silencio anuncian que estás en un lugar singular de la ciudad. La mansión es difícil de localizar; un muro de piedra caliza de más de tres metros de altura, abigarrado de hiedra y enredaderas lo impide. Si no estás ante la pesada puerta de hierro forjado, la casa pasa desapercibida; una hilera de pinos y frondosos castaños la enmascaran. Al atardecer, varios faroles discretos, rematados por luces temblorosas de amarillo anaranjado, atestiguan lo sombrío del pasaje. El silencio cálido y algún maullido lejano son los únicos signos de vida. Por la noche, se apagan los faroles y solo permanecen iluminados los letreros con el nombre de cada una de las vil·las, con una luz tan escasa que apenas permite leerlos.
La propietaria de una de
esas vil·las era Mercè
Garrigosa, una mujer soltera de mediana edad, acomodada y que vivía
sola. A las 11 de la noche, después de cenar, paseaba a su perrito,
un schnauzer de color negro, junto a las puertas de las casas lo
hacía todos los días a la misma hora. Esa noche, al pasar frente al portón de Vil·la Majó, el perrito se detuvo; no
dejaba de olisquear, señalando con el hocico hacia el interior de jardín. Mercé
tiraba de él, pero el perrito se resistía. Ella se asomó. En el ventanal del
piso superior había luz, le extrañó. Lo
que era diferente era el olor que había en el jardín, no olía como en el resto
de la calle. Era un olor neutro, como si el del frescor habitual estuviera
sustituido por uno más fuerte pero que le era irreconocible. Se asomó entre el
espacio que le permitía los ajustados barrotes y le pareció ver un bulto. Se
acercó y la puerta cedió. El ruido de los goznes oxidados le produjo una
sensación desagradable y dudó entre empujarla o marcharse a su casa. La
curiosidad le venció. “¿Cómo es que la puerta estaba abierta? Empujó el portón
muy despacio. El chirrido no fuera escandaloso. Fue inevitable, el juego de las
bisagras corroídas sonó como un quejido desconsolado en medio de la noche. Muy
asustada miró al ventanal que seguía iluminado. Permaneció inmóvil durante unos
segundos como si así descontara el ruido anterior. Dubitativa se tranquilizó al
pensar: "¿Pero qué es lo que te puede asustar a esta edad?”
Avanzó hasta los
escalones que daban al inmueble. El perro tiraba y tiraba hasta que se detuvo
al llegar al bulto. A penas se veía. Mercé se agachó para hacerse una idea de
lo que era aquello; lo palpó varias veces con miedo, le parecieron cartones y
entre ellos tocó algo gélido. Primero dudó, pero sí, era un cuerpo. Aterrada,
corrió hacia la puerta. Ella y el perrito echaron a correr.
Al llegar a su casa, encendió
una pequeña lámpara del salón, como si con ese gesto le protegiera; su corazón
palpitaba y el perrito asustado gemía a sus pies. Pasaron unos instantes incalculables
para ella. El corazón dejó de latir aceleradamente. Deseaba tomar una infusión
caliente. Al dirigirse a la cocina le pareció oír un ruido en su jardín, se
asomó a la mirilla y no vio nada. Se iba girar para volver sobre sus pasos,
cuando sonaron en la puerta tres golpes secos y espaciados. Se quedó inmóvil,
sentía latir su corazón. Miró de nuevo y agarrando el pomo de la puerta, sin
abrirla del todo, pudo ver quién había llamado antes de desmayarse.
El perrito no dejaba de
ladrar. Uno de los vecinos acudió y se topó en la calle con un hombre sucio y desaliñado,
vestido con harapos; salía del jardín de la casa de Mercè Garrigosa, corriendo
aterrorizado, y el perro tras él. Las luces de los palacetes se encendieron
casi a la vez, y los vecinos, alarmados por los ruidos, salieron a la calle.
Un coche de la policía
secreta rompía el silencio y una luz sobre el techo del vehículo asomaba por la
callejuela, iluminando intermitentemente las fachadas de las cinco mansiones de
un intenso azul añilado. Se formó un grupo reducido y el coche se detuvo. Una
mujer con gesto resolutivo abrió la puerta delantera, junto a la del agente que
conducía, y descendió con seguridad. Se presentó sin que nadie hablara.
—Soy la inspectora Menéndez. ¿Alguno de
ustedes ha llamado?”
Uno de ellos respondió y
comenzó a relatar lo poco que sabía. Mientras hablaba el vecino, el
perrito no dejaba de ladrar. La inspectora le siguió, entraron en la casa y
encontraron a la señora Garrigosa inconsciente. Durante unos minutos intentaron
reanimarla, al recuperarse le contó lo sucedido.
Sin dilación, la
inspectora Menéndez se dirigió a Vil·la
Majó. En el jardín encontraron, bajo unos cartones, el cuerpo de una mujer
que parecía el de una inmigrante con una botella de vino rota en una de las
manos y señales de violencia en el rostro. Entraron en la casa; estaba sucia y
totalmente destartalada. Había esparcidos restos de comida en todas las
habitaciones, botellas y bolsas de plástico vacías, cartones y un catre en uno
de los rincones del salón. La luz del primer piso estaba encendida.
La inspectora Menéndez se
dirigió al vecino.
—No se preocupe. Sabemos
quién ha podido ser y pronto le detendremos.
Antes de retirarse
levantó la voz para que todos los que formaban el grupo la oyeran y les
advirtió:
—Pueden imaginar que no
se cometen asesinatos como este todos los días pero últimamente nos llaman con
frecuencia porque cada vez son más los inmigrantes sin papeles que ocupan las
mansiones deshabitadas en la parte alta de la ciudad. Los vecinos, por su
cuenta, organizan piquetes para desalojarlos, incluso los agreden y aparecen
comportamientos racistas. Para muchos es difícil de entender, pero todos
tenemos que ir acostumbrándonos a que hay personas que buscan una oportunidad y
aspiran a vivir entre nosotros alejándose de la
pobreza.
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