martes, 27 de octubre de 2020

LA ESCALERA





Soy Pável  Nikoláyevich Miliukov, un soldado sin ninguna cualidad reseñable, excepto mi mirada perdida, los hombros arqueados por la miseria y unas manos sobredimensionadas para combatir el hambre, pero siempre caía derrotado. Respecto a mis deseos, prevalecía el de no pasar penurias.




Estaba acuartelado en Petrogrado en octubre de 1917 y la revolución me estalló sin permiso. Junto a otros obreros y campesinos, formaba parte de la Guardia Roja, embrión del futuro Ejército revolucionario y yo me sentía enrolado como aprendiz de hombre. El azar y la confusión lo hicieron todo.  

Las exigencias de disciplina y uniformidad de la milicia  contrastaban con la nostalgia que sentía. No podía olvidar Shlisselburg, mi pueblo, a mis padres y a  mi mujer — Natalia Sedova— madre de mis tres hijos, que la enfermedad  y el dolor redujeron a uno. Las noches en mi pueblo transcurrían alrededor de un fuego pobre que alimentaba lo infortunado de nuestras vidas y las brasas avivaban un rescoldo en el que era fácil interpretar  que estábamos condenados a pasar desapercibidos.

Empujado, más que convencido, me vi con un fusil en las calles de Petrogrado. Una mujer, Elena Stasova, hija de un jurista liberal, se acercó a mí pidiendo protección en medio de la revuelta. La aparté de la algarada y  se aproximó hasta que nuestros cuerpos se sintieron muy próximos, primero para protegerse del frío y después de la soledad, mientras, en las calles, los disparos rompían el silencio. Caminamos con urgencia apoyados el uno en el otro. Ella se sentía resguardada y yo, junto a una mujer que me proporcionaba seguridad. Se comportaba como  si nos conociéramos desde siempre. Me indicó que caminásemos hacia una avenida ocupada por palacetes que parecía conocer. Sin mediar palabra, nos dirigimos hacia el jardín de una mansión e hizo un gesto para refugiarnos. Al abrir la puerta principal apareció una gran escalera central; esbelta, cuidada, guarnida con un tejido rojo intenso aterciopelado que invitaba a dar un primer paso positivo y alentador. En unos instantes mi pensamiento se fue de la escalera a  esa mujer que me invitaba a ascender. Era muy diferente a las campesinas, únicas muchachas  que yo había conocido. Sentí como se borraba la nostalgia. Sonaban distantes las voces. La de Natalia, que me pedía ayuda. Mi hijo lloraba y la del silencio de mis padres, que  habían muerto. Aquel fuego del recuerdo se apagaba. 

Yo, incapaz de reaccionar, miraba la escalera. Ella se comportaba como si estuviera en su casa. Elena me cogió de la mano y me invitó a subir. Titubeé.

Un estruendo, seguido del lamento de los goznes. y la puerta del palacete se abrió. Murmullos, voces... Un grupo armado de rusos blancos irrumpió al pie de la escalera, cargaron sus fusiles, apuntaron y se oyó la orden del oficial.


Javier Aragüés (noviembre 2020)
















martes, 20 de octubre de 2020

AROMAS Y CARICIAS







Al llegar al quinto piso, por el olor sabía si ella estaba en casa; una mezcla a jabón Heno de Pravia y ternura impregnaba la silueta de aquella anciana y eran las señas de identidad que me tranquilizaban. Yo  lo asociaba a ese aroma que adquiría mi ropa cuando me acariciaba  "La señora Dolores". Así era como la llamaban el resto de los vecinos y solo a mi me dejaba llamarle "Doloritas". Yo  quería ir a su casa, con cualquier excusa y la aprobación de mi madre, si es que no había salido. 

Mi profesión, durante los primeros años de mi vida, era la de ser obediente con aquella viejecita de cuento de hadas y no era difícil hacerlo. Su rostro adelantaba  las dificultades y el cariño que le había arrebatado la vida. Al observar el movimiento de sus labios yo veía como balbuceaba bondad y ella siempre estaba dispuesta a encontrar y ofrecer comprensión. Las manos surcadas por las ausencias y las tareas domésticas presentaban un ligero temblor incontrolado, preludio de peores pronósticos. Con sus gestos alejaba a los adultos, ajenos a  su vida.  

Tenerla cerca, puerta con puerta, era la única compañía los largos días de cualquier época del año. Yo procuraba arrimarme al descansillo de la escalera y, desde mi casa, sentir como penetraba el olor a cariño y proximidad. A estos intangibles deseos  se superponía un tufo a cocina económica de carbón que apenas tenía nada que calentar. Dudo si era por su ropa o el amor que desprendía, pero inmediatamente que mi madre salía de casa yo llamaba a la suya. Éramos vecinos y yo quería que, cada noche, me protegiera de los monstruos que  acechaban  mi habitación. Ella se sentaba en el borde de la cama, sobre la colcha buscaba mis pies y los ponía entre sus manos; el calor del cariño llegaba a mi cuerpo, mientras canturreaba alguna canción popular, hasta que me quedaba dormido.


Me hice mayor y desde entonces desapareció aquel aroma de mi vida.


Javier Aragüés (octubre 2020)

 

viernes, 16 de octubre de 2020

CUANDO LA VIDA TE REGALA TRAZOS




Jordi Plana y Javier Aragüés

 





Un cielo apretado de grises y plomos reventaba esa tarde de otoño en el Empordá, que no necesitaba brisa para respirar mar. El final de una cuesta discreta se remataba con una casa entrañable que cobijaba lo más preciado y desconocido, la esencia de lo humano. A la entrada estaban los dos, Jordi y Adela,  pareja y protagonistas de una vida compartida.   En el interior, una acogida  razonable y sin  aspavientos  permitía acercarme, como si nos conociéramos desde siempre. Estar frente a  Jordi Plana era encontrarse con lo humano, escucharle y paladear  la sinceridad. La mirada cansada no impedía que  buscara lo mejor de ti. Desde la ventana de su despacho lleno de vida y dibujos, tapizado de un ambiente  marrón cálido —preludio del frío—, Jordi sostenía la sonrisa y te hacía cómplice.











Él, además de enseñar a vivir con dignidad,  aprendía como despedirse de lo más querido para los hombres, el amor a la vida. Nada le hacía turbarse, ni siquiera conocer  lo irremediable. Desde la quietud, perfilaba el silencio y en los trazos sombreaba el humanismo que no le abandonaba. En sus dibujos,  bastaba detenerse en las insinuaciones implícitas y descarnadas de maldad. Rotulaba verdad y encontraba el amor que la mayoría de los seres humanos escondían o disimulaban y que en sus dedos cobraba vida.





 

El Jordi de los pájaros, del mar, el de las casas en el bosque, el de las tertulias de amigos y el de los insectos agraciados e imprevistos; el de la ciudad sin salida, el de las flores rotas por el color  del deseo, el de las plantas relajantes, el que tendía puentes a la vida, el de las mujeres con los labios de un rojo preciso, el de los niños tristes y hombres melancólicos.

En sus trazos hay tantos "Jordis" como sentimientos y afectos podemos encontrar en los seres humanos. Pero solo él, con sus dibujos, es capaz de humedecer nuestros ojos y conmovernos al respirar su  amistad.

Gracias  Jordi por tus trazos de vida.


Javier Aragüés (octubre de 2020)


miércoles, 7 de octubre de 2020

EL MENDIGO









La falaise de La grève blanche - Felix Vallotton


El tono de voz apremiante que se coló por el telefonillo era el de Becca. Sin terminar de vestirme, salí del apartamento. No esperé al ascensor, tropecé y me fui escaleras abajo. Di varios tumbos. Evité la caída gracias al pasamanos. Me precipité en el portal. Al no verla, sentí miedo. En la puerta de entrada, una mujer yacía en el suelo. Un grupo de personas la rodeaban. Las aparté hasta poder estar junto a ella, era Becca. Su cara presentaba hematomas. Los dedos infinitos eran la prolongación de su capacidad de dar y acariciar el arte. Las manos semicerradas se apoyaban en el torso y una de ellas ocultaba un papel arrugado.  Su rostro retenía la expresión de miedo. Abrió los ojos muy poco a poco y al verme sonrió.

La expresión de Becca cambió. Era la de la mujer que me había hecho feliz al conocernos. Ella sentada en la terraza de un café junto al Museo de Órsay. Mi mirada insistente buscaba una justificación para dirigirme a ella. Cualquier cosa que pensaba me parecía demasiado trivial para aproximarme. Desde aquel instante me sorprendió. Fue ella la que me habló con un tono firme.

— ¿Vienes con frecuencia a al museo?

— No soy asiduo, pero algunas tardes lo visito —titubeé.

—Yo vengo cada día.  

Un largo silencio. Mientras me ocultaba tras la taza de té. Me atreví a mirarla discretamente y sus ojos me esperaban. Me hizo un gesto para que la acompañara y yo no dudé. Nos dirigimos a la entrada principal del museo y en seguida, junto a ella, paseaba por una sala, la de los Nabis. Se detuvo ante un cuadro que para mí no resultaba conocido.

— ¿Conoces a Félix Valloton?

Miré el cuadro para justificar mi silencio y pude leer en la cartela una fecha que me ayudó a salir del comprometido mutismo.

— No soy un especialista en la pintura del siglo XIX.

—Es uno de los pintores que formó parte de los Nabis —continuó en un tono cuidadoso para no acorralarme por mi ignorancia.

Yo no me pronuncié y ella continuó explicándose. Pero con mi gesto le pedía que  dilatase la aclaración, y prosiguió.

— Lo más característico de este grupo de artistas es la relación que aparece en sus lienzos entre el color y sentimiento.

No dejaba  de observarme. Un vigilante se dirigió a ella recordándole la hora. Al salir un mendigo nos miró. Recogió unos cartones, su dormitorio habitual, y me pareció comprobar que nos seguía a cierta distancia.

Sin ninguna justificación, salvo algunos comentarios intrascendentes e intercambiar nuestros nombres, cruzamos el Sena. Ella parecía no tener prisa. Yo no esperaba que permaneciera tanto tiempo a mi lado. No sé cómo nos plantamos en el portal de mi  casa  que ella parecía conocer. No me atreví a invitarle a subir.  Me despedí y le anoté mi teléfono en una hoja de papel que encontré en un bolsillo y que ella cogió con normalidad. Se despidió con una sonrisa sostenida.

Entré en el portal a oscuras y decidí  salir por si la veía de nuevo. A lo lejos, caminaba junto al mendigo.

No la volví a ver aunque acudí varias veces al museo. Pero esa mañana, muy temprano, sonó el telefonillo.

 

 

Javier Aragüés (octubre de 2020)

 

 

jueves, 10 de septiembre de 2020

CUANDO LA VIDA TE CAMBIA EL SUJETO





Amistad es una palabra ingrávida que surge cuando los amigos la hacen suya, porque antes levitaba como un deseo a la espera de ser atrapada.

Javier Aragüés



Las palabras sin altisonancias, tan solo atentas a las relaciones interpersonales, subrayan con precisión la evolución del protagonismo del ser humano. Un encuentro fortuito,  el amor o la amistad trastocan los elementos de la oración sin perder el sentido completo. 

En gran parte de nuestro recorrido vital predomina el Yo,  y si ese sujeto corresponde a una persona inquieta que se relaciona intelectualmente para aprender, sentir el amor o, lo más difícil, reconocer la amistad  hace que ese yo se trastoque y el sujeto ahora es el Tú que pasa a ser protagonista del juicio con sentido completo. Ese tú esconde al amigo o al amor y las formas sociales permiten hablar de nosotros de manera indiscriminada ocultando lo más importante, el sentimiento hacia la otra persona.


Sin darme cuenta, mi yo se deslizaba erosionándose con el tiempo hasta que encontré el primer amigo. Pasaron unos años, pocos comparados con los que me quedaban de vida. Me costó esfuerzo pero reconocí que era él y me llenaba la boca con la palabra: "Es mi amigo". Era  moreno, sincero. Habíamos pactado  decir siempre la verdad por miedo a mi tendencia a fantasear. Era de trato afable, de verbo continuo y esmerado; hacía por agradar sin rebajarse. Su mirada limpia esperaba paciente la mía que no le defraudaba. 

Pasaron años sin vernos, pero daba igual, al reencontrarnos no dudábamos que podríamos presentar nuestras vidas sin ocultar detalles y con la seguridad que los dos escucharíamos sin reproches. Y así fue.

Un reencuentro inesperado nos puso de nuevo en la vida y Alfonso  —mi amigo— continuó enseñándome como el yo es capaz de ser, sin perder la amistad, ni menguarla, hasta  entender que esa lealtad infinita se alimenta desde la tolerancia. 

 

Javier Aragüés (septiembre de 2020)


lunes, 29 de junio de 2020

IDA Y VUELTA







Rafael era el guardés, también cuidaba el jardín y, con el tiempo,  de lo más íntimo de la casa; era un hombre tosco y fuerte del que casi todas las mujeres del pueblo estaban enamoradas porque sabía deslizar delicadeza en los momentos más inesperados. Siempre parecía ocupado en tareas que no exigían inmediatez pero por sus gestos, con el espinazo doblado, anunciaban alguna falsa urgencia y tintes de servilismo. Pero nada de eso era real.

Al pasar junto a él, extrañado, se incorporó para saludarme como si hubiesen  pasado siglos. Sin preguntarle me dijo. "¿La señorita Sofía? Está detrás, en el porche". No entendí porque titubeó al nombrar a Sofía. Le ignoré  y continué por el camino de piedra desgastada por el tiempo, por el paso del carruaje y por los cascos de los caballos de tiro que hacían ese camino desde siempre, para llevar al dueño del caserón de piedra, desde los almacenes del muelle hasta el arco del portalón plagado de hortensias. Aquel hombre que era un indiano y  bisabuelo de Sofía, fue el que mandó levantar la mansión. Así me lo  contaron los descendientes de los habitantes más antiguos del lugar, que nunca me reconocieron como a uno de esa casa  en la que  yo siempre me sentí como huésped.

Los últimos pasos se me hicieron infinitos y parecía que la mansión y ella se alejaran, pero era yo el que había  huido de Sofía. ¿Cómo explicárselo?  ¡Había pasado tanto tiempo! Me conformé al pensar que si mis primeras palabras propiciaban  silencio, sería sinónimo de resignación o indiferencia, conocía a Sofía y no me atreví a pronunciarlas. Mientras caminaba recordé los rincones del inmenso jardín y las tardes en las que  nos prometíamos  amor y cómo educar a nuestros hijos que nunca tuvimos. Como si se tratara de un pacto, pasaron los años. Hasta el día, en el que dejamos de mirarnos, se instaló el silencio y los rictus de los dos se congelaron. Yo simulaba desgana e indiferencia y Sofía hastío, que en su caso era cierto. Continuaron los silencios sin amor y sobrevinieron los menosprecios. Busqué la excusa de viajar a ultramar para ocuparme de los negocios que tenía la familia de Sofía y ocultar los continuos desencuentros que estaban destrozando nuestro matrimonio. Ella accedió y el viaje que tenía prevista la duración de unos meses cambió mi vida y la de Sofía.

Yo rehice mi agonía y aunque se lo ocultaba, ella en sus cartas parecía entender y consentir la prolongada ausencia. 


Seguí caminando hacia el porche; confiaba que al reencontrarnos me perdonaría. Al llegar, Sofía hizo un gesto para saludarme, que no terminó. Levantó la voz y gritó "Rafael, creo que os conocéis".


 Javier Aragüés (julio 2020)



lunes, 1 de junio de 2020

EL CUARTO PODER






Era  27 de enero de 1901. El silencio retumbaba  entre las casuchas del pequeño pueblo del sur de Europa en el que predominaban la tierra árida y color amarillento intenso a  las horas de sol. 

Ese día lo que destacaba era el mutismo en las calles. Era algo desconocido. Después de años de moderación, en los que los habitantes solo se atrevían a hablar en corrillos, los tiempos de crudeza habían incrementado las palabras veladas hasta propagar la rabia  sin contemplaciones. Los jornaleros decían basta. ¿Por qué esa repulsa?

Ocupaban las calles en filas alineadas por el hambre y paseaban el dolor de la impotencia. Como un solo, con paso decidido marcaban el final de la sumisión. Enlazados por los brazos,  mirada al frente  y empujados por la dignidad; junto a  la ternura y el amor de madre que encaraba  el rostro de las mujeres. Ellas sabían que sus hijos estaban predestinados a ser  braceros, como lo habían sido sus padres, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. 

Todo el pueblo trabaja para el terrateniente, don Filippo, un hombre no demasiado alto, soberbio, con un bigote negro potente que le falseaba la sonrisa. Vestía chaleco negro con los tres últimos botones imposibles de ajustar y camisa blanca de domingo, acompañado de su inseparable bastón. Desde hacía meses que un bracero enjuto y siniestro llamado Flavio, al terminar la jornada,  de forma discreta, llamaba a la puerta de la casa  don Filippo que le esperaba, le ponía la mano en el hombro con suavidad, dos golpecitos y le hacía entrar. Aquella noche pasó más rato de lo habitual y cuando terminó se dirigió al cuartel de los carabinieri.

Al día siguiente nadie fue a trabajar. Hombres y mujeres se concentraron en la plaza mayor. Esperaron en silencio hasta que llegó el maestro —don Leonardo— una persona frágil, querido y respetado por todos; en su mano derecha llevaba un papel en la  izquierda la  determinación. Empezaron a caminar  con paso lento y demoledor hacia la casa de don Filippo. 

Encabezaba la marcha don Leonardo, uno de los braceros más  decido y entre los dos, una mujer —Brizna— con su hijo en brazos  arropado con una manta rojo sangre y los ojos llorosos porque sabía, como todo el pueblo, que  don Filippo era el padre.

Cruzaron la plaza. Al llegar a los soportales una voz que parecía la de Flavio gritó: "Disparad al maestro". Sonó una descarga de fusilería. Don Leandro cayó desplomado. Todos aceleraron el paso, las mujeres estrecharon a sus hijos y ellos cerraron los puños.



Javier Aragüés (junio de 2020)

 

 

 

jueves, 21 de mayo de 2020

LA NOTA


Julieta tomó el último tren con destino a un lugar que nunca supe. Hacía años que barajaba la posibilidad de abandonarme   pero mi insistencia, mis medias verdades, mis ruegos y mis débiles argumentos  de lástima la habían disuadido hasta ese momento.

Aquella mañana, sin hablarme, cogió un bolso de viaje que sin duda había preparado la noche anterior, se enfundó el veterano abrigo azul de paño y salió. No contaba con que yo me hubiera despertado. La llamé varias veces desde el descansillo.  Seguí reclamándola; se perdió por el bulevar próximo, frecuentado por parejas que descubrían  el amor, como  Julieta y yo cuando nos conocimos.  Miré a través del ventanal la hilera de árboles que trazaban el camino por donde había desaparecido.  No la localicé.

Me vestí precipitadamente y me eché a la calle con  aparente seguridad sin saber a dónde dirigirme. Era un disfraz del patético personaje en que me había convertido.   Esa era mi conducta desde que ella me advertía lo planas que eran nuestras vidas desde hacía tiempo y aun así yo era incapaz de remediarlo. Mi vida transcurría con lentitud; acostumbrado  a los reproches, alteraba los momentos de intimidad con la música, en la que me instalaba dejando pasar las horas.

Como melómano circunstancial,  me era grato refugiarme en cada sinfonía y creía que la orquesta era mi aliada, hasta el momento en que  sonaba el último compás; yo me ocultaba de ella, y Julieta de mí, así cada noche. En  los últimos  días, ella hablaba por teléfono a  media voz y yo subía el volumen del equipo de música   cuyos graves y agudos estaban ajustados, al contrario que mi vida.

Al volver a casa encontré la puerta del apartamento semiabierta, no recordaba haber sido yo. Entré con cautela, pero antes de llegar al salón  sentí miedo; en el dormitorio alguien hacía ruido de abrir y cerrar cajones sin miramientos, Recuerdo un fuerte golpe en la cabeza y un sonido seco. Me desplomé. Cuando abrí los ojos. Tenía sangre en la frente. Me incorporé apoyándome en mi sillón refugio. En el suelo había una nota. “Desde ahora podrás oír música. No volveré a hablar por teléfono”. Las palabras eran de Julieta, pero ¿Y su letra? 

 Un nuevo episodio de irracionalidad me dominó. En mi mente, las imágenes no se detenían ¿qué podría ser lo siguiente? Intenté cerrar la puerta del apartamento. En ese momento, salieron dos mujeres del dormitorio; una vestía con abrigo y la más joven, no sabría decirlo. La sangre que se extendía por mi frente alcanzó los ojos. Con mi pañuelo intenté retirarla y pude ver como  las dos me miraban con desdén, pude distinguir que la mujer con abrigo llevaba  un billete de avión en la mano.

Sentí  indefensión. Mis piernas eran incapaces de mantenerme erguido, no lo pude soportar y me desmayé.

Desde aquel día no las he vuelto a ver.

 

Javier Aragüés (mayo de 2020)

 

 

 

lunes, 18 de mayo de 2020

LA EXPRESIÓN

             



Sandra pegaba la cara al cristal  para mirarse en el reflejo del escaparate. Era el de  una tienda de lencería que frecuentaba. Quería estar segura, pero en esa imagen no se reconocía  al verse como una mujer  de rostro afable y sonrisa contenida; al abrirle la puerta la encargada, el gesto se amplificó sin esfuerzo y la mujer reconoció la expresión de Sandra; se intercambiaron besos sonoros y  saludos innecesarios.       

Era una mujer atractiva, aunque juraba que no lo sabía, se mordía los labios mientras lo negaba. Esa capacidad de atraer le permitía cualquier tipo de aproximación a los hombres con la falsa excusa de una simpatía inagotable.

Tenía fama de resolver las situaciones complicadas como un huracán, aunque era inseguridad más que otra cosa. Así conoció a Esteban, un buen chico, funcionario del ayuntamiento y compañero de trabajo que la miraba absorto, mientras ella hacia un gesto con ambas manos para recolocarle  el nudo de la corbata cada mañana. Al cabo de unos meses eran pareja.

Sandra formaba parte de Comisión de Urbanismo y acompañaba como asesora al alcalde en las reuniones de grandes proyectos.  Antes de finalizar ese mismo año tuvo que asistir a una convención de urbanismo que se organizaba  en París. Al recibir la invitación su expresión cambió. Despachaba todos los días con el alcalde y apenas se encontraba con Esteban. La estancia en París durante cuatro días propició su ascenso a gerente de urbanismo, objetivo inmediato de Sandra.

Un proyecto de edificación de un hotel en el centro de la ciudad, caso de ser aprobado, supondría la consolidación de Sandra en el equipo de gobierno municipal y su más que previsible salto a la política en las próximas elecciones. Las luces de su despacho permanecían encendidas hasta la madrugada, también los domingos.  La única persona que se interesaba por su cansancio y preocupación era Esteban. Le subía algo de comer y cafés en las horas en que no había nadie en el Ayuntamiento,  incluso le ayudaba a ordenar planos y a redactar informes.

La noche anterior a la presentación del proyecto en el pleno, Esteban llevó al despacho una botella de champán, dos copas y un estuche con una orquídea. Sandra sonrió y dejó asomar la misma expresión que en los días pasados cuando le arreglaba la corbata. Esteban arqueó las cejas buscando la aprobación y ella asintió.  Le entregó el estuche con la orquídea, Sandra se afanaba en quitar el aparatoso lazo que lo envolvía; mientras Esteban se apresuraba a descorchar el champán y preparar las copas, ella  seguía enzarzada con el estuche.  Al final lo consiguió, cogió la orquídea entre sus dedos. Esteban le ofreció la copa llena para que brindaran. Ella se emocionó, insinuó un beso y levantó la copa para hacer el brindis. De su boca salieron tres palabras “por los dos”.  Esteban le contestó: “siempre por ti”, a la vez que Sandra se desplomaba.


Javier Aragüés (mayo de 2020)






 

 

 

 

 


jueves, 23 de abril de 2020

UN LIBRO Y UNA ROSA SON INSUSTITUIBLES















La rosa esperaba paciente como cada año para ser recordada. Pero esta vez una desgracia imprevisible hacía peligrar su mensaje. Nadie fue a buscarla. Nadie se fijó en ella. Millones de lágrimas se vertieron en el mundo en el interior de las casas confinadas por la penumbra, hasta que un libro la rescató de su agonía.



Javier Aragüés (abril de 2020) 


martes, 21 de abril de 2020

LA LIBRERA




Hoy es el día. Te diriges como cada año al puesto de libros del paseo que se abre a la imaginación. Buscas sin dudar y allí está la mujer que espera indiscreta, con sus gafas necesarias y el cordón ajustable que se comba en las  patillas;  viste jersey negro y labios inquietantes. Miras discretamente, porque no quieres que te reconozca, como lo has hecho en  años anteriores; ella no falta a la cita, tú tampoco. Te llama la atención su manera de ocupar el stand siempre sola, permanece erguida tras las hileras de libros apilados con esmero,  tan solo espera al paseante con interés por la lectura y quizás a ti. Te fijas en sus ojos que han consumido tantas páginas y más vida, pero no renuncian a seguir haciéndolo;  observas las manos que  pasean cerciorándose que no ha huido ningún ejemplar. Todo sigue el riguroso protocolo porque es primera hora y todavía nadie se ha acercado. Ninguno ha roto el encanto del lugar y los libreros siguen formados ante los puestos y firmes ante su devoción. En el quiosco de la librera  destaca un orden canónico; los libros de narrativa erectos, los ensayos expectantes y las tragedias clásicas tumbadas casi sin fuerzas. Destaca un expositor de plástico en color imposible de olvidar, que reclama la atención de los  iletrados y recepciona un best seller cuya portada recaba, a través de un cuerpo de mujer con mirada lasciva,  algún amorío imposible.



Has completado la hilera de tenderetes y te decides  a caminar zigzagueante en busca  de la idealizada librera. Tú haces como si no la hubieras visto pero te es difícil ignorarla. No te atreves a dirigirle la mirada sin complejos, ella simula colocar un ejemplar rebelde. Por fin te animas y te acercas con cautela por miedo a que con sus ojos averigüe  tu intención. Antes de llegar, recuerdas la imagen del mismo lugar veinticinco años atrás. 



Entonces te acompañaba Paula, una compañera de facultad. Era también primavera para los dos. Os escapasteis  de la última clase para acercaros a los libros. Tú intención era justificar unas horas juntos. Te   detuviste ante el puesto de una mujer morena de belleza extrema que remarcaba su incipiente madurez y ceñía su cuerpo; te invitó a que os acercarais y os atrajo mostrando un libro. Siempre lo recordarás, era un libro de poesía cuyo autor desconocías. Preguntaste a la señora, que esperaba deseosa que lo hicieras. Se encumbró tras la pila de volúmenes adormecidos y te lo acercó para que pudieras reconocerlo. Leíste en voz alta el título, ella lo remarcó y dijo el nombre del autor. Mirastes a Paula  y decidiste comprarlo. La invitaste a sentarse en uno de los bancos del paseo;  lo abriste al azar, y comenzaste a leer cogiéndola una mano. Notabas que tu voz se tambaleaba al avanzar el poema y ella agarraba  cada vez más fuerte. De aquel momento solo recuerdas algunos versos. 

           

 

 La Voz a ti debida

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

Pedro Salinas

 

 

Los ojos de Paula insistían para que leyeras la poesía otra vez, y así lo hiciste, tantas veces hasta que se te hizo el invierno. 

Hoy de nuevo te has atrevido a encontrarte con ella, estás a unos pasos. En el quiosco, silencio y un rótulo, LIBRERÍA PAULA.

 

Javier Aragüés (Abril de 2020)

 

sábado, 11 de abril de 2020

REFLEJOS













Los días eran más largos, las noches sin final. La ausencia de esfuerzo físico provocaba que el sueño se retrasara y  durante la noche no se presentase. Aturdido en las primeras horas de la tarde y con los ojos semicerrados, Jerry atendía al reflejo sobre la pantalla del televisor apagado. Las lamas de las persianas venecianas que envolvían el ático se reproducían sobre el gris perla velado del cristal y cobraban vida. Aprovechaba los momentos cuando el sol se despedía y dejaba pasar los últimos rayos rezagados, para fijar la mirada en el vacío y liberar los sentidos. A esas horas acudía una mujer, Dyana, bien definida, de cuello descascarado y frente sin complejos, que le tendía la mano pero él no se atrevía a corresponder. Eran manos firmes que sabían acariciar y convencer, aunque él jamás se hubiera atrevido. Ella guardaba un secreto.  Miraba sus ojos, repasaba los pliegues de la piel en los extremos de los párpados, que hablaban. Al  redirigir la mirada, se detenía en las manos de él que eran, junto con los labios, expresión de vida. Sin perturbarse, Jerry las despertaba, comenzaba a mover las puntas de los dedos como lo hacía al acariciar las teclas el piano. Una pausa y, la mano adoptaba la posición para coger el pincel y estirar los tonos sobre el lienzo. Los colores de la paleta se agitaban y  la vida tomaba formas, a veces una simple mancha ilustraba un sueño. A Jerry le estimulaba Dyana. Era enigmática y próxima; firme y delicada; locuaz y paciente. Era una mujer que cautivaba desde la ausencia.


El cenit del encuentro se producía cuando Dyana le ofrecía una hoja de papel en blanco. Jerry turbado, reconocía la señal y ahora le parecía que le estaba permitido; él era el que ahora reiniciaba el paseo por los sentidos, intercambiando los roles. Solo pensar en eso le fascinaba. Jerry sabía que la tendría que mirar, detenerse en los ojos, disculpar los frunces de su piel y sin reflejarlo en un ademán entregado, detenerse en los labios. Era más que un deseo. Pero la duda le atenazaba. 

Esperaba la agonía de la tarde para que ella acudiera y él, así en la penumbra, sentirse protegido. Los ojos de ella  consentían.  Su cuerpo se aproximaba al de  Dyana, acomodaba la mirada en la frente  y cogía su mano. Los dos sabían que la llamada inequívoca era aquella hoja de papel vacía, que esperaba en silencio. Él, sin dejar reposar los ojos, sentía la proximidad de los labios de Dyana sin atreverse a besarla. Los dos se miraban. En el reflejo del cristal dos palabras de amor escritas en el papel y un atardecer eterno.

 

 Javier Aragüés (Abril 2020)


sábado, 4 de abril de 2020

EN EL RECODO DEL RÍO




Río Júcar



Fermín era un hombre de costumbres y una profesión, ser servicial. Iba rematado por una boina mugrienta,  marcada por los surcos del sudor. Los años al servicio a los Cerrada le habían hecho encorvarse. Ahora, ya no podía evitar que los pantalones de pana consumida conjuntaran  con su edad y tuvieran querencia a  abandonar la cintura. Ocurría  al menos dos veces al día  —las que ella le reclamaba—,  al ponerse de puntillas bajo el balcón principal de la casa junto al río. El hecho  estaba relacionado con el cinto de aspecto encerado por el uso, que llevaba toda la vida abrazado a Fermín a una cuarta por encima de su cintura . Pero desde hacía unos cuantos años que apenas  le ceñía  por la escasez de carnes de aquel hombre, su desajustada de columna y porque que la lozanía le había  abandonado. Se veía obligado al levantarse, a agarrarse con la mano izquierda  la pata del pantalón  hasta arrugarla para tomar impulso y con la derecha, acompañarla  a la frente para convertirla en una visera natural que agrisaba su rostro y le permitía ver y ser visto por Mercedes, la esposa del doctor Cerrada. Ese sin fin de posturas, sincronías y esfuerzos culminaban al acomodar la cabeza hacia atrás lo suficiente como para conseguir su objetivo, que no era otro que Mercedes fuera consciente de que él estaba atento y era cumplidor como lo había hecho siempre, menos aquel día. Con la cabeza inclinada y protegiéndose del sol, rememoraba  los años en los que  era ella, Mercedes,  estaba pendiente de él. 





El doctor Cerrada, al que todos llamaban "don Eusebio",  era un médico de familia, reconocido y querido por su amabilidad y porque había ayudado en los partos a muchas madres.  La dedicación a su obligación era incompatible con la cercanía a su mujer. Fermín estaba orgulloso de ser el guardés de la casa, aunque de poco le había servido. No olvidaba que su vida no tendría sentido sin los Cerrada. Por las tardes iba al encuentro del doctor, abría el portón para que don Eusebio y su coche se adentraran en la rampa que descendía hasta el porche de la casa. El doctor volvía  después de pasar las visitas en la ciudad. Cada año, a Fermín se le hacía más penoso desde que ocurrió aquello.  Fue en un verano. La hija del matrimonio jugaba como todos los días al lado del río. Las risas y el griterío se oían amplificadas por las paredes de las hoces a ambos lados del cauce. Eran grandes moles de roca kárstica, color carne,  rematadas por un penacho de negros hollín debido a las lluvias, a las areniscas y a los humos de las hogueras  de pastores y apicultores. Se asomaban esbeltas al curso del río. Parecía que hablaban, pero solo escuchaban. Aquella tarde también. Vieron jugar a unas niñas de unos seis o siete años, vestidas impecables. Los cabellos repeinados y tersos. Los vestidos de  canesú, airosos y de colores apagados, entre todos destacaba  el vestido color lila suave del de Carmencita. Jugaban a tirarse la pelota de una a otras. Un mal bote y Carmencita corrió tras ella hasta  llegar a la orilla del río. Sonó un ruido hueco. El que produce un peso muerto al caer al agua Las niñas empezaron a gritar. Estaban solas. Mercedes había salido. Fermín acudió torpe, somnoliento y dando traspiés. 
Todo lo trágico que podía pasar, había ocurrido.

Primero llegó Mercedes. Las niñas corrieron tras ella gritando. Fermín estaba apoyado en la base de  un chopo viejo, con su gorra cutre asfixiada entre las manos y la cabeza entre las piernas, mientras no paraba de gemir. Mercedes se acercó a él y comenzó a golpearle sin piedad. Solo repetía sin consuelo. "¡Era tu hija!".


Javier Aragüés (Abril de 2020)