"Creo que todos tenemos un poco de
esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es insanamente
cuerdo".
Julio Cortázar
Dos hombres uniformados blanco cruel le llevaron a la
habitación. Con contundencia, le lanzaron sobre el catre. Aparecían el cansancio y el dolor de
cabeza. Era la respuesta habitual al
caerle la bandeja de la comida, lo que le ocurría a menudo, cuando somnoliento y tumbado sobre la cama
intentaba incorporarse. Para él, el ruido de los utensilios al
impactar contra el suelo, se convertía en una sinfonía estridente,
insoportable; participaban el plato de aluminio, los cubiertos
de madera y el vaso, además de los alimentos que se esparcían incontrolados y
el sonido amplificado del agua al derramarse sobre el suelo
grasiento.
En su estado, todo se magnificaba, pero
había un dolor que no podía exteriorizar. Cuando sentía la presión de
las manazas de los dos hombres sobre sus brazos, le recorría un deseo
múltiple; el de sometimiento, el
de rebeldía y el de necesidad de venganza. Ninguno se concretaba y todo ese
amasijo de impulsos y contradicciones se hacía fuerte hasta que un nuevo
incidente le llevaba a la desesperación y al consiguiente maltrato de sus
cuidadores. Acusaba el dolor físico, que era pasajero, pero no toleraba el
avasallamiento moral en forma de insulto, el desprecio a su persona
y el aislamiento. Siempre solo, salvo la compañía y complicidad de un interno, que no se separaba de él.
Para liberarse, en más de una ocasión había pensado la manera de evitar la ingesta de los sedantes, de los somníferos y de todo tipo de antipsicóticos, pero su estado le invalidaba. La única liberación era posible en los sueños, en los que consumaba la muerte de más de un celador, después de haberle infringido un terrible sufrimiento a él, o a sus familiares más directos.
El sueño más reconfortante le
situaba ante el máximo responsable
del centro, el director médico; cerraba la puerta y aquel hombre, poderoso hasta entonces, se
postraba de rodillas pidiendo clemencia. Lo más sorprendente para él, era
la incerteza de si era un sueño o una secuencia en su vida y era esa
duda, la que le mantenía vivo.
Aquella misma noche, después de una crisis muy intensa, llegaron a abrocharle una camisa de largas mangas, de tejido áspero y blanco maltratado, que sujetaron a su espalda para inmovilizarle. En un descuido y, con la ayuda del interno —su compañero inseparable— logró zafarse. Sin oposición, consiguió llegar hasta el despacho del director. Todas las imágenes se congelaron y aquel hombre yacía en el suelo con el cuello seccionado. Un torrente incontenible de sangre gruesa y amarronada asomaba por debajo de la puerta, fue lo que le delató.
Oía voces, gritos y urgencias. Inmóvil, apoyado en una de las grises paredes del cuarto, sintió un grotesco alivio y la presión de dos manos desmesuradas sobre sus brazos. Inusualmente, le conducían en volandas hacia la libertad.
Javier Aragüés (Marzo de 2020)