martes, 18 de febrero de 2020

DOS TRENES


Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia  el alejamiento del ser querido, el que soñamos que nos quiere y que nosotros deseamos.


Javier Aragüés




Olga acudía cada tarde al andén infinito de la estación cubierto por un armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única. 

El Transiberiano atravesaba el continente como los desencuentros habían atravesado su alma. Era un tren lento y torpe, recubierto de un negro sucio y  apagado que contrastaba con los colores de la estepa. Transportaba hombres y mujeres
, sin esperanza e inútiles para amar. 

Olga no quería subir a ese tren. Hasta ese día, expresamente, siempre lo había perdido. Llegaba tarde a la estación porque le aterraba coger aquel tren que la llevaría a un paraje indefinido, lejano , en donde la única certeza era la de estar expuesta a un frío perpetuo y al miedo a contagiarse de esa enfermedad tan grave, conocida como la incapacidad de amar, que se propagaba entre los seres solitarios y refractarios a los sentimientos.

Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso, que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba estacionado en el andén sabía que el pánico sería terrible y no estaba segura de tener el valor suficiente para soportarlo. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llegó a dudar de cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse, recreándose en el espejo, como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida.  Experimentó una sensación desconocida y se identificó con su yo. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el Transiberiano; estaba preparada, desbordada de sueños y deseos. Entró por la puerta principal de la estación. En ese momento sonaron dos largos pitidos que anunciaban la salida del tren. El Transiberiano se alejaba envuelto en una nube densa de vapor gris que lo desdibujaba y se perdía camino de la estepa. 


Tuvo que esperar más de una hora. Un tren anunciaba la entrada en la vetusta estación. Era el Orient Express. Largos vagones de color azul impecable hacían su entrada al compás de un traqueteo armonioso. Olga, al verlo, no dudó que era el tren que tantas veces había imaginado y nunca llegaba: Un tren que solo transportaba personas llenas de vida y dispuestas a amar hacía su entrada sin alardes. El convoy fue aminorando su marcha y a Olga le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón hasta encontrarle.


Le vio. Era él, la persona amada, y la buscaba. Lo había hecho toda la vida. Desde la plataforma, la miró. Olga, inmóvil, le esperaba.  
El Transiberiano no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

1 comentario:

Janial dijo...

Esta versión me gusta más que la anterior. Lo del tren de la esperanza etc., no me convencía tanto. Aunque sean la misma historia.